Vivencia. Relato de un periodista que atravesó Checkpoint Charlie en una noche histórica
CARLOS ENRIQUE BAYO - 08/11/2009
Desde la semioscuridad de la zona oriental de Friedrichstrasse, las luces de Checkpoint Charlie se veían por primera vez eclipsadas por otras ráfagas luminosas desde Berlín Occidental. Más increíble aún, las luces procedían en muchos sitios de lo alto del mismísimo Muro, donde cientos de jóvenes encaramados gritaban: "¡Venid aquí! ¡Venid aquí!" Mirándoles desde lejos, pequeños grupos de berlineses del Este avanzaban lentamente, inseguros, hacia el puesto de control policial. Eran las nueve de la noche del 9 de noviembre de 1989.
Cuando llegué a la barrera, los guardias fronterizos informaban a los primeros atrevidos de que, sí, podrían cruzar libremente por primera vez en 28 años, pero antes tendrían que conseguir visados de salida en la central de la Policía de Aleksanderplatz. Así que atravesé solo el checkpoint, gracias a mi acreditación de Prensa, y, al caminar hacia el otro lado, se redobló el rugir de los que estaban agolpados ante el control occidental. Creían que era el primer conciudadano en pasar y su decepción fue tremenda al comprobar mi identidad.
Una hora más tarde, ante la Puerta de Brandeburgo, miles de personas habían ya trepado al Muro y entonaban sin cesar: "¡Abrid las puertas! ¡Abrid las puertas!" La escena se repetía en todos los cruces de la cicatriz que dividía la ciudad y la presión de uno y otro lado acabó por vencer la resistencia de los desconcertados guardafronteras, que llamaban frenéticamente pidiendo instrucciones a unos mandos incapaces de responderles.
A las 23.25 horas, el comandante del destacamento de Bornholmer Strasse no pudo más y dio orden a sus hombres de levantar las barreras y hacerse a un lado. La riada humana no esperó y pasó por encima y por debajo de las vallas, vitoreada por la multitud que esperaba al otro lado. El primer héroe fue alzado en hombros y lanzado al aire, mientras agitaba su documentación germano-oriental.
A medianoche, las autoridades de la RDA ordenaron dar paso libre en todos los puntos y Berlín Occidental estalló en el delirio. Las calles estaban repletas de gente que cantaba, se abrazaba y reía como si se hubiera anunciado el fin de una larga guerra. Cientos de vehículos hacían sonar sus bocinas al unísono en la céntrica Kurfürstendamm, totalmente bloqueada, y en cada esquina se desarrollaban mítines improvisados. Los pequeños y decrépitos Trabant que entraban al sector occidental eran de inmediato rodeados por una escolta de Mercedes y BMW que les acompañaban, como una estruendosa guardia de honor, hasta la destruida iglesia en Breitscheidplatz, símbolo de Berlín Oeste, donde les esperaba una multitudinaria recepción. En la Puerta de Brandeburgo, docenas de jóvenes bailaban y cantaban sobre la imponente muralla de hormigón.
Regresé a Checkpoint Charlie a las tres de la madrugada y en unas horas el siglo había cambiado de mundo: era una locura de reencuentros de familiares y amigos separados durante decenios, de borracheras y bailes, de fuegos artificiales y continuos vítores, cada vez que un nuevo grupo salía de la zona oriental. Los recién llegados, acosados por las cámaras de televisión, apenas atinaban a balbucear algunas frases de felicidad. Uno de ellos volvió a cruzar apresuradamente el Muro en dirección contraria para ir corriendo a buscar a su esposa, quien se había quedado en casa, convencida de que era imposible que se hubiese desplomado el telón de acero. (...)
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