Políticos y
expertos coinciden en que el derribo de la intentona militar puso fin al
persistente ruido de sables. Contribuyó a un primer recorte autonómico que
luego acabó diluyéndose.
JUANMA
ROMERO Madrid 20/02/2011 12:25
Pasan las 12 del mediodía.
Los diputados van desalojando el hemiciclo, de forma ordenada. Fuera se
abrazan, responden a los periodistas, algunos se acercan al general Alfonso
Armada para darle las gracias. Él les replica con un gesto desencajado, tenso.
El propio Adolfo Suárez le dispensa un efusivo saludo. Mientras, una cámara ha
grabado la salida a hurtadillas de algunos guardias civiles por una ventana a
la altura de la calle. Van entregándose. También lo hará el teniente coronel
Antonio Tejero.
Esa mañana, la del martes
24 de febrero de 1981, acaba la pesadilla. El secuestro, durante 17 horas y
media, de 350 diputados, del Gobierno, de periodistas, de ujieres
y personal del Congreso. Fracasa el golpe de Estado del 23-F. ¿Y
después, qué?
El fin de la asonada
militar no dejó las cosas como estaban. Tuvo consecuencias, a corto y medio
plazo. La consolidación de la democracia, la aceleración de la desintegración
de UCD, la ampliación de la victoria electoral del PSOE en 1982, la puesta en
marcha de la modernización del Ejército, el intento (fallido) de recorte del
Estado autonómico, la reestructuración de la derecha, el refuerzo de la
legitimidad de la Monarquía. Efectos colaterales en los que, en mayor o menor
medida, políticos, historiadores, politólogos y sociólogos coinciden hoy. Justo
30 años después.
“El 23-F actuó de vacuna contra el golpismo anterior.
Es el punto final de la intervención de los militares en la política española.
Resolvió uno de los grandes problemas de este país y sirvió para asentar la
democracia”. Xusto Beramendi, catedrático de Historia Contemporánea de la
Universidade de Santiago, emplea un término que calcan otros expertos:
“Vacuna”. El punto de no retorno. La dosis que liquidó el ruido de sables
–posteriormente hubo algún intento aislado que se logró desactivar, como el
previsto antes de las generales de 1982–. “Sí, fue una vacuna”, afirma también
Andoni Monforte, diputado del PNV en el hemiciclo aquel 23-F. “Tras aquella
gigante manifestación del 27 de febrero, cuando España se echó a la calle a
defender la democracia, se vio que ya no era posible una vuelta atrás”.
“El peligro de un nuevo
golpe queda conjurado. Y cuando en sólo un año se pudo procesar a 33 implicados
en el juicio de Campamento, se percibió que la democracia se atrevía con todo”,
esgrime Juan Francisco Fuentes, autor de Adolfo Suárez. Biografía política
(Planeta), presentado esta semana. Este catedrático de Historia Contemporánea
de la Universidad Complutense de Madrid (UCM) cita otro elemento conectado: la
puesta al día de las Fuerzas Armadas, impulsada por Felipe González y su
ministro Narcís Serra, “ayudada por el relevo generacional en los ejércitos
y el ingreso en la OTAN en 1982”.
Hacia el ‘café para todos’
Pronto asoma otra palabra:
LOAPA. El proyecto de Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, que
UCD y PSOE sacaron adelante en julio de 1982.
Era la tijera a la
descentralización de competencias, frente a la que los nacionalistas
interpusieron un recurso previo ante el Tribunal Constitucional. Y lo ganaron.
En 1983 se anularon 14 de los 38 artículos. “Esa fue la peor consecuencia del
golpe, una concesión lamentable para contentar a los militares, que tanto
hablaban de la ruptura de la unidad de España”, comenta Carles Gasòliba,
diputado de CiU en aquella I Legislatura. Daniel Fernández, hoy coordinador de
los parlamentarios del PSC, también cree que el 23-F “sí influyó” en la aprobación
de la ley, “pero todo quedó en nada” tras el fallo del TC, de forma que “no
ralentizó en absoluto la construcción del Estado autonómico”.
Entre los analistas, la
polémica no suscita consenso. Como recuerda Pere Ysàs, catedrático de Historia
Contemporánea de la Universitat Autònoma de Barcelona, el 23-F “ilumina más los
años anteriores que los posteriores”. Y la LOAPA, la convicción de UCD de que
“había que regular el proceso autonómico”, era previa a la rebelión, y de hecho
ya había mantenido conversaciones con el PSOE.
“Se sentía que había que dar forma a un sistema que aún no
estaba claro. Se contaba con Catalunya, País Vasco y Galicia, pero el problemón
para UCD fue Andalucía, que votó acceder a su autonomía por la vía rápida. Yo
no veo pues relación directa con la ley”, asegura José Carlos Rueda Laffond,
historiador de la UCM. “Más que paralización, se produjo una generalización
del Estado de las CCAA, una nivelación de competencias, el café para
todos”, tercia Abdón Mateos, catedrático de la UNED y líder de la Asociación de
Historiadores del Presente.
Fernando Vallespín, politólogo
de la Autónoma de Madrid y expresidente del CIS, estima que el 23-F ayudó a
vencer temores y a “agilizar” la España autonómica. Redero lo suscribe. Se
apoya en la situación en la zona republicana en 1936 para ilustrar que, si un
golpe fracasa, genera “un proceso contrario al que los rebeldes pretendían”.
Pero el golpe no fracasó,
o no del todo, según Mario Zubiaga. “Fue un aviso, definió unos límites del
sistema que no podían traspasarse. Hasta la primera legislatura de José Luis
Rodríguez Zapatero, en que se revisita el pacto de la Transición y se abren
temas que se entendían cerrados, como la memoria histórica o la España
plurinacional, se mantuvo ese acuerdo”, rubrica este profesor de Ciencia Política
de la Universidad del País Vasco.
Agrega que la solución
Armada, ese Gobierno de concentración presidido por un militar que defendió el
general amigo del rey el 23-F, no murió: “Condicionó las políticas posteriores.
Y se expresó en los pactos autonómicos de UCD-PSOE y luego de PSOE-PP. El golpe
no es más que la manifestación más radical de una voz que sigue hoy presente”.
La
astracanada militar pudo no tener influjo en la desaparición, desde 1982 hasta
hoy, de los grupos de socialistas catalanes y vascos en el Congreso, según los
expertos. Fernández lo atribuye a que la victoria de González exigió “un solo
grupo y una total coordinación”. Sólo Beramendi y Fermín Bouza, sociólogo de la
UCM, achacan ese cambio al “triunfo del alma jacobina” del PSOE.
La agonía del “desencanto”
“Cuando entró Tejero al
Congreso y comenzaron los disparos y ráfagas de metralleta, sabía que tenía el
deber de no tirarme al suelo, por dignidad, por respeto al PCE, que había
luchado heroicamente contra el franquismo. Lo decidí en milésimas de segundo”.
Santiago Carrillo aún reviste de aplomo aquellas horas críticas: “Cuando me
sacaron del hemiciclo, tuve tiempo de sobra para repasar mi vida y pensar en qué
momento me matarían”.
El socialista Manuel Núñez
Encabo, el último diputado que pudo votar en aquella segunda sesión de
investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo, recuerda la imagen “fantasmagórica” del
asalto del teniente coronel. “Sentíamos el peligro de muerte, que éramos
rehenes. Las balas pasaban sobre nuestras cabezas, ellos hablaban con sus
fusiles. No teníamos más información que la radio de Fernando Abril Martorell”.
Gasòliba rememora ese “miedo” atenazador, la “vergüenza” por la imagen de España
al mundo.
Miedo había fuera también.
“Todo el mundo anduvo con tiento. Pero si los ciudadanos no se echaron a la
calle esa noche fue porque entendían que era el momento de los partidos, en los
que aún confiaban mucho”, razona Bouza. Lo que parece claro es que tras la
sedición “desapareció el desencanto”, “se recompuso el consenso” y se
destensó el ambiente, admiten Fuentes y Redero.
Pero el miedo, para Carrillo,
duró más. El 23-F se guareció tras las urnas, explica, como una sombra
amenazante: “La gente tuvo miedo a que el PCE tuviese muchos diputados y el Ejército
volviese a las andadas”. A ello atribuye el batacazo de su partido en 1982
(cuatro escaños frente a los 23 de 1979) y el arrollador triunfo del PSOE (202
actas).
No es la razón de los
expertos, que culpan del resbalón del PCE a su crisis interna. “El 23-F condensó
procesos que ya estaban en marcha antes”, avanza Ysàs. Y uno era el ascenso del
PSOE, inversamente proporcional a la implosión de UCD. Vallespín juzga que sin
la intentona “no habría sido posible esa mayoría tan holgada de los
socialistas”. “Se despejó el temor a otro golpe y los españoles optaron
por la democracia plena, la alternancia, por los que no estaban contaminados
por el franquismo”.
La afirmación, muy
compartida, es rebatida por Ignacio Sánchez-Cuenca, sociólogo de la UCM:
“Contribuyó más la dimisión de Suárez y la descomposición de UCD. Lo lógico no
es pensar que tras un pronunciamiento la gente vota a la izquierda”. Los
cambios también se trasladaron a la otra banda, incide Mateos. La caída de UCD
y la “desactivación de la extrema derecha” provocaron, luego, la refundación de
Alianza Popular.
¿Influyó el recuerdo del
23-F en la gestión de González? “Cambian las prioridades. Felipe debe
abandonar sus proyectos más ideológicos en aras de la modernización del Ejército
y del Estado”, apunta Mateos, quien también sugiere que la “contrapartida” a
los militares, por el terrible acoso de ETA en aquellos años de plomo, pudo ser
“la guerra sucia y agresiva”: los GAL.
Redero liga esa “moderación,
a veces excesiva” del PSOE, al hecho de llegar al poder. “Hay que ver toda la
secuencia histórica, la redefinición ideológica que sigue el partido desde el
congreso de Suresnes [1974]”, señala Rueda Laffond. Fuentes sub-raya que la política
socioeconómica “traía sin cuidado” a los golpistas, así que el “primer sesgo
liberal de Felipe se debe al fracaso de la experiencia de nacionalizaciones de
François Mitterand”. Una afirmación que suscribe Fernández, del PSC.
La imagen del Ejército
Encabo reconoce ese cambio
de piel de su partido: “Felipe debía proseguir con el programa de la Transición
y no podía gobernar absolutamente. El 23-F no alteró los contenidos, sino el cómo.
Y se entraba en una nueva fase. Se suavizó el tema autonómico, se emprendieron
las reformas, se fue con cuidado en la modernización del Ejército. El PSOE
perdió algunas de sus señas de identidad, como la memoria histórica, pero no
por el golpe”.
El pasado. Emilio Silva,
presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica,
defiende que el 23-F “conquistó la impunidad social”. “De forma aislada,
algunas familias en La Rioja o Aranjuez abrieron sus fosas. Pero el golpe
hizo que se reviviera el terror de la dictadura y se parase el movimiento”.
Gervasio Puerta, hoy con
casi 90 años, tiene aún fresco el temor de esa noche. “Supuso un retraso serio
en el reconocimiento de las libertades y el rescate de la memoria”. Puerta, líder
de la Asociación de Ex Presos y Represaliados desde 1989, admite cómo sus
primeras reivindicaciones eran económicas.
Casa con el criterio de
Paloma Aguilar, profesora de la UNED y autora de Políticas de la memoria y memorias
de la política (Alianza, 2008): “Podía haber grupúsculos, pero primero la
batalla estaba en la equiparación de derechos porque había mayores sin pensión.
La petición de reparación simbólica llegaría después, en 2000”. El resto de
expertos admite, a lo sumo, que la sublevación “pudo poner en el congelador” el
tema. Primaba el sostenimiento de la “política del olvido”, el pacto de
silencio de la Transición.
Han transcurrido 30 años.
El Ejército mudó su cara –el CIS ratificó en noviembre que es la institución más
valorada, con un 5,71– y el propio golpe vuelve a los libros, la TV y el cine.
Rueda Laffond, coautor de La mirada televisiva (Fragua, 2009), alude al
refuerzo del “mito del 23-F”, a cómo la ficción cuela “elementos de proximidad
y emotividad” en un suceso que aún despierta morbo y que acentúa, “de forma
descontextualizada, el protagonismo del rey”. Y mientras, retornan las
leyendas, la insistencia en que hay lagunas cuando, según coinciden todos los
analistas, “se conoce ya lo esencial de la trama”. “Se sabe todo. Quizá la única
duda es el verdadero papel de Armada –desliza Fuentes–. Pero que queden cabos
sueltos da verosimilitud a la historia oficial del 23-F. Sólo los conspiradores
o las novelas policiacas se preocupan de anudarlos”.
Los tres máximos
responsables del 23-F
El amigo del rey,
indultado en 1988
Amigo del rey, secretario
de su Casa (1975-1977) y segundo jefe del Estado Mayor el 23-F, el general
Alfonso Armada y Comyn (Madrid, 1920) fue el ‘líder intelectual’ del golpe. El
Consejo de Justicia Militar le condenó a seis años, pena que el Supremo elevó a
30. El Gobierno lo indultó en diciembre de 1988. Hoy vive entre Madrid y A Coruña.
Allí reside en un pazo en el que cultiva camelias.
Milans, golpista hasta el
final de su vida
Jamás se arrepintió, ni se
consideró culpable de ningún delito, ni pidió el indulto al Gobierno. Jaime
Milans del Bosch (Madrid, 1915), el capitán general de Valencia que sacó los
tanques a la calle el 23-F, fue condenado por rebelión a 30 años de cárcel. En
1988, intentó que se le reintegrase en el Ejército, del que había sido
expulsado. No lo logró. En 1990 salió en libertad. Murió el 26 de julio de 1997
por un tumor cerebral.
Tejero, el último en salir
de prisión
A
nadie sorprendió su presencia. El teniente coronel Antonio Tejero Molina (Málaga,
1932) ya había sido condenado por la ‘operación Galaxia’ (1978). Por el 23-F
recibió la pena de 30 años, que el Supremo ratificó. Como Milans, jamás se
arrepintió. Fue el último en dejar la cárcel: sería en diciembre de 1996, tras
15 años entre rejas. En libertad, continuó con su afición a la pintura.
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