Gadafi, por extraño que parezca ahora, fue un joven guapo y que se
pretendía revolucionario
JAVIER
VALENZUELA 27/02/2011
Este
Nerón greñudo, de rostro acartonado y estrafalaria vestimenta que vocifera
mientras acribilla a su pueblo quiso ser Saladino en su juventud. Lo fue, de
hecho, por un tiempo en los más salvajes y húmedos sueños de algunos. Lo sé,
resulta difícil de aceptar para los que no vivieron los años setenta y ochenta
del pasado siglo, para los que tan solo lo han seguido en los últimos tres o
cuatro lustros. Pero, créanme, Gadafi fue guapo en su juventud y no iba de
tirano, sino de revolucionario. ¿Como Fidel Castro? Algo así.
Beduino,
hijo de un pastor de camellos, Gadafi fue uno de los jóvenes oficiales -tenía
27 años- que en 1969 derrocaron al reyezuelo Idris Senussi, para el que, tras
la II Guerra Mundial, las potencias anglosajonas habían creado un país llamado
Libia en un territorio que había sido colonia de Italia y, antes, tres
provincias del imperio otomano. Como tantos árabes de la época, Gadafi estaba
fascinado por el panarabismo del egipcio Nasser, quien, desde Radio El Cairo,
predicaba la unidad sustancial de los pueblos que van del Atlántico al golfo
Pérsico. Una unidad que proponía cimentar no solo en la lengua, la cultura y la
historia comunes, sino en un modelo laicista, socializante y antiimperialista.
En
1969, Nasser ya era un caudillo avergonzado por su derrota militar frente a
Israel dos años antes y que se moría a chorros de tristeza. Cuentan que cuando
conoció en persona al nuevo caudillo libio, Nasser dijo que le había parecido
"escandalosamente puro e inocente".
El rais
egipcio falleció en 1970, los árabes fueron vencidos de nuevo por Israel en
1973 y Egipto terminó firmando la paz con el Estado judío. Ahí llegó el gran
momento del militar beduino. En los setenta y ochenta, la Libia de Gadafi,
siguiendo la senda de Nasser, firmó, sin materializar jamás, uniones con otros
países árabes, incluido, pásmense, Marruecos. Se convirtió en portaestandarte
de la idea de la aniquilación de Israel. Encabezó el embargo de petróleo a
Occidente. Compró armas soviéticas. Acogió o financió a cualquier grupo
guerrillero o terrorista que le presentara supuestas credenciales de izquierda:
el palestino Abu Nidal, el venezolano Carlos, los irlandeses del IRA, el Frente
Moro filipino, el Ejército Rojo japonés, la banda alemana Baader-Meinhof...
Entretanto, los servicios secretos libios asesinaban por todo el mundo a
cualquier opositor.
Gadafi se veía como un revolucionario con una visión cósmica. Se
inventó el concepto de yamahiriya o república asamblearia de las masas.
Y, cual Mao árabe, editó su Libro Verde, un revuelto indigerible de
socialismo, panarabismo, populismo e islam, como base de una "tercera
teoría mundial" alternativa al capitalismo y al comunismo. Todo pagado con
el muchísimo dinero de los pozos de petróleo libios.
En
1986, por órdenes de Reagan, aviones estadounidenses bombardearon Libia con la
intención de liquidar a Gadafi. No lo consiguieron, pero sí mataron a una hija
adoptiva suya. En búsqueda de venganza, sus servicios secretos estuvieron
detrás de los atentados contra un avión de Pan Am en Lockerbie, en 1988, y un
avión francés de UTA sobre Níger, en 1989.
Vi a
Gadafi a finales de los ochenta en Marraquech, Argel y Trípoli. Se tomaba por
un nuevo Saladino capaz de reconquistar por las armas Palestina y alzar su
estandarte en Jerusalén. Ya era un anacronismo incluso para la mayoría de los
demás dirigentes árabes, incluido Arafat, que iban aceptando la imposibilidad
de una victoria militar sobre un Israel protegido por Estados Unidos y el
carácter inevitable del Estado judío. Gadafi cultivaba su estilo: llegaba tarde
o no llegaba a las reuniones; levantaba el puño cada dos por tres; calzaba
botas con tacones altísimos; vestía trajes seudobeduinos diseñados en Italia o
uniformes de jefe de pista de circo austrohúngaro; transportaba camellas en su
avión para beber su leche; andaba protegido por una guardia personal de
amazonas vírgenes... Era un niño caprichoso, de reacciones imprevisibles. Una
vez, se cubrió la mano derecha con un guante blanco para estrechar la de Hassan
II sin que su carne tocara la de aquel monarca que había saludado a dirigentes
israelíes.
El 2
de marzo de 1988, Gadafi habló ante una asamblea en Ras Lanuf: "Una
pesadilla me acecha día y noche: no soy carcelero, me da pena que haya
detenidos". El día siguiente, se subió a un bulldozer y embistió
contra los muros del centro penitenciario de Trípoli. Por los agujeros así
abiertos salieron decenas de estupefactos prisioneros. Muchos pensaron que solo
hacía eso para seguir apareciendo en las televisiones occidentales.
Estuve
en Trípoli en septiembre de 1989, en el vigésimo aniversario del derrocamiento
del rey Idris. Ni tan siquiera en el Irak de Sadam me había sentido menos
libre. Me "albergaron" en un viejo buque varado en los muelles y de
donde solo podía salir escoltado para asistir a los actos de masas
protagonizados por Gadafi: desfiles de hasta seis horas en los que sus amazonas
ululaban al paso de las delegaciones y cuyo único interés eran los modelitos
que lucía el caudillo. Solo puedo compartir lo escrito esta semana por el
marroquí Tahar Ben Jelloun a propósito de una experiencia semejante en Trípoli:
"Uno siente que ha llegado a un país imaginado por George Orwell y Franz
Kafka juntos. Todo es fingido, absurdo y extraño".
En
los noventa, decepcionado por sus "hermanos", Gadafi declaró que ya
no se sentía árabe, sino africano. En 1999 celebró en Trípoli una cumbre
extraordinaria de la Organización para la Unidad Africana (OUA), cuya principal
novedad fue la presentación de un coche deportivo parecido al usado por Batman
y fabricado en Libia, del que se afirmaba que no solo era el más rápido, sino
también el más seguro del mundo. El propio Gadafi había dedicado muchas horas a
colaborar en el diseño del llamado Cohete Libio.
El
resto ya es más conocido: las sanciones económicas terminaron forzándole a
entregar a agentes libios implicados en los atentados y a pagar indemnizaciones
millonarias. A partir del 11-S comenzó su "rehabilitación"
internacional. Se hizo socio en la "guerra contra el terror" de Bush,
se abrazó con Blair, le regaló un caballo a Aznar, se hizo amigo de Berlusconi,
plantó su jaima en Roma, Madrid y París, contrató a azafatas italianas para
darles un curso sobre el Corán, denunció que enfermeras búlgaras al servicio
del Mosad infectaban con el sida a los libios... Entretanto, bajo el manto del
ominoso silencio impuesto por su régimen, crecía el descontento de una juventud
libia que vivía en la estrechez económica y no podía ni respirar libremente.
Esta semana, ante el estallido de la revolución popular, el narcisismo brutal y
grotesco de Gadafi reveló su último personaje: Nerón.
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