El equilibrio de las dos superpotencias se derrumbó con el Muro de Berlín y el fracaso del socialismo real dejó una peligrosa falta de alternativa al capitalismo.
LUIS MATÍAS LÓPEZ - Público- 06/11/2009
Para quienes nacieron o eran niños cuando se derrumbaba con estrépito el Muro de Berlín, el símbolo por antonomasia de la Guerra Fría, aquel tsunami geopolítico que transformó el planeta puede parecerles tan lejano como el franquismo para la generación de la democracia en España. El fenómeno está demasiado próximo como para estudiarlo con perspectiva histórica. Se podría creer que los cambios de los últimos 20 años no tienen la dimensión de los que causaron otros cataclismos del siglo XX, como las dos guerras mundiales.
Craso error. Echemos una ojeada al mapa de Europa de 1945 y al posterior a la desintegración de la Unión Soviética a finales de 1991, epílogo del mismo proceso que convirtió el Muro en escombros el 9 de noviembre de 1989. Tras la II Guerra Mundial, se alteraron por ejemplo las fronteras alemanas y polacas y se fundaron los Estados satélites de la URSS, de soberanía disminuida. Compárese con las transformaciones fronterizas posteriores al fracaso de la utopía comunista: la Unión Soviética se partió en quince pedazos, Yugoslavia en siete, y Checoslovaquia en dos, mientras que Alemania recorría con su reunificación el camino inverso.
Como consecuencia de las conmociones que agitaron con Mijaíl Gorbachov a un imperio soviético con los pies de barro, se convirtió en papel mojado el principio de inmutabilidad de las fronteras que sirvió durante décadas como garantía de equilibrio, estabilidad y paz, por precarios o injustos que fuesen a veces. La bipolaridad (los no alineados no suponían una auténtica tercera vía), el sistema de dos superpotencias planetarias capaces de destruirse mutuamente y que, por lo mismo, sólo se enfrentaban en lejanos conflictos locales, dio paso al derrumbamiento estrepitoso de una de ellas, la URSS, y al dominio casi exclusivo de la otra, Estados Unidos, mientras una tercera asomaba la cabeza: China. Una carga excesivamente pesada para unos hombros no tan fuertes como para soportar una responsabilidad tan grande y apagar tantos fuegos. De ahí que proliferen los profetas de la inminencia de la decadencia y caída de este nuevo y menos ilustrado imperio romano.
Muchas convulsiones de los últimos 20 años arrancan de la caída del Muro, desde las guerras de Chechenia o la antigua Yugoslavia hasta la creación de nuevos estados en Europa y Asia Central y la ampliación a los satélites y a las repúblicas bálticas de la URSS tanto de la Alianza Atlántica como de la Unión Europea. Cuesta casi recordar que, hace apenas unos minutos de historia, la OTAN, dominada por EEUU, tenía una contraparte comunista en el Pacto de Varsovia, que se disolvió como un azucarillo en leche ardiente. Hoy se especula incluso con la posibilidad de que, algún día, la integración europea se complete con el ingreso de Rusia tanto en la UE como en la OTAN, aunque el déficit democrático y el neoimperialismo de Moscú no vayan de momento por ese camino.
Hay otra consecuencia directa, y claramente negativa, de la caída del Muro. El fin de la Guerra Fría y el fracaso del socialismo real, como bloque y como ideología, no sólo condujo al triunfo automático del capitalismo, sino a una peligrosa falta de alternativa. Sin otros referentes y contrapesos, la derecha se envalentona y la izquierda y los sindicatos se encogen y asumen sin cuestionarlas las nuevas y supuestamente únicas reglas del juego. A veces, como en las recientes elecciones alemanas, cuesta distinguir los programas de conservadores y socialdemócratas.
Los trabajadores ven atacados derechos y conquistas sociales y los beneficios del Estado del bienestar, allá donde sobrevivían, se ponen en entredicho. El choque resulta más brutal en los países del antiguo bloque socialista, hoy democracias con economía de mercado. La recesión ha hecho más nítidos los perfiles de este mundo desigual. La actual crisis ni siquiera propicia la refundación moral del capitalismo pirata y salvaje culpable de la hecatombe. A la salida del túnel sólo se ve más de lo mismo. (...)
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