luns, 2 de novembro de 2009

Días de tinta y sangre


LUIS PRADOS- El País- 31/10/2009

El pasado septiembre ha sido el mes menos violento en Irak desde la invasión norteamericana en 2003, tan sólo 125 muertos, y la tragedia en Mesopotamia hace ya años que no domina las primeras páginas de los periódicos. Pero hubo un tiempo en el que "los coches bomba y las llamadas a la oración constituían el himno nacional" del país como escribe Dexter Filkins, durante ocho años reportero de The New York Times en los frentes de la guerra contra el terror de Bush en La guerra eterna, un extraordinario libro de historia y de periodismo, que logró el premio al mejor de no ficción en 2008 del National Book Critics Circle de Estados Unidos.

Los años entre 2004 y 2007, los de la guerra civil sectaria entre suníes y chiíes, de limpieza étnica y de atentados de masas, es la época que cubre Filkins, cuando "los americanos estaban haciendo enemigos más rápido de lo que los podían matar". Fueron años con cientos de terroristas suicidas, una media de 40 secuestros diarios y la aparición constante de grupos insurgentes. Como resume una mujer en aquellos terribles días de Bagdad: "Todos los iraquíes estamos sentenciados a muerte pero no sabemos por quién".

Filkins decidió meterse hasta el fondo en ese torbellino de violencia y desgracia armado únicamente con los recursos del buen reportero: ir adonde no se puede, preguntar lo que no se debe, hablar con quien no quiere, confirmar lo que se sabe y evitar la demagogia. No es tarea simple. Como dice, "la vida del reportero es el dolor de los demás", un terreno donde es difícil combinar la ecuanimidad con la piedad. Es más, en La guerra eterna demuestra que estar empotrado entre las tropas norteamericanas no es un obstáculo para el mejor periodismo. Su relato de la batalla para recuperar la ciudad de Faluya en noviembre de 2004 de las manos de los integristas islámicos es uno de los grandes capítulos del reporterismo de guerra. Como lo es el dedicado a los terroristas suicidas, siempre "sorprendidos", paradójicamente, por su propia muerte.

Hace 2.000 años escribió Cicerón sobre Roma: "Caballeros, las palabras no pueden expresar cuán amargamente somos odiados entre las naciones extranjeras a causa del comportamiento violento y perverso de los hombres a quienes en años recientes hemos mandado a gobernarlos. Porque en aquellos países, ¿qué templo ha sido considerado sagrado por nuestros magistrados, qué Estado inviolable, qué hogar suficientemente protegido por sus puertas cerradas?".

Sus palabras aún suenan actuales. Filkins se dio cuenta pronto de que la guerra de Irak estaba perdida, en gran parte por el profundo desconocimiento y desprecio de los norteamericanos hacia el país invadido y sus habitantes. La guerra eterna no entra en las razones o mentiras que condujeron a la guerra ni aborda la criminal ausencia de cualquier estrategia para los primeros años de posguerra: sólo cuenta sus consecuencias y no sólo entre los iraquíes sino también entre los soldados de Estados Unidos, unos muchachos enviados a colonizar un planeta indescifrable.

Filkins dedica la primera parte del libro a la guerra en Afganistán. Cuando Occidente ha perdido el rumbo y debate cómo retirarse sin perder la cara, merece la pena detenerse en algunas de las reflexiones de Filkins: "La fuerza de los talibanes es su ignorancia". "Lo que temían los afganos era que el pasado pudiera volver con toda su fuerza, que el pasado llegara a ser el futuro".

Si es verdad que cada generación o cada época tiene su corresponsal de guerra, y Ernie Pyle fue el mejor durante la II Guerra Mundial y Michael Herr en la de Vietnam, sin duda Dexter Filkins es el de la guerra contra el terrorismo de la primera década del siglo XXI.

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