venres, 2 de abril de 2010

El arte psicótico de Martín Ramírez



IKER SEISDEDOS - Madrid
EL PAÍS - Cultura - 28-03-2010

Resulta arduo separar el mito de la realidad en la historia de la leyenda del arte psicótico de Martín Ramírez, jornalero mexicano sin estudios, fallecido en 1960 a los 75 años tras pasar las últimas tres décadas de su vida en el hospital estatal De Witt, en Auburn (California), bajo diagnóstico -probablemente equivocado- de tuberculosis, trastorno maniaco depresivo, esquizofrenia catatónica y sordomudez. La exposición que con el título Marcos de reclusión le dedica desde esta semana el Museo Reina Sofía es una invitación a deslizarse por la espiral de 60 de sus dibujos abismales, intrigantes y poderosos en pos de su misterio y, al mismo tiempo, a esclarecer algunos de los malentendidos que rodean a este artista y al resto de los que las enciclopedias colocan en la categoría de arte marginal o primitivo, art brut o pintura de enfermos mentales.

Gran parte del mérito de situar al artista en el terreno de la realidad que supera la ficción corresponde al sociólogo mexicano Víctor M. Espinosa, quien, fascinado en los noventa por la visión de los dibujos del artista, se dedicó al esclarecimiento de sus circunstancias psicobiográficas. Se sabe que Ramírez nació en Los Altos del Jalisco. Que, padre ya de cuatro hijos, emigró en 1925 a California y que un año después creyó erróneamente que el rancho y su familia entera había sucumbido a la revolución cristera, que enfrentó a los católicos con el anticlericalismo del presidente Plutarco Elías Calles. La Gran Depresión lo empujó a finales de los años veinte a vagar como parte de un ejército de fantasmas inadaptados sociales por las cunetas de California. La policía del Estado lo detuvo en 1931 por "comportamiento errático" y lo recluyó en un hospital de Stockton. Si estaba realmente loco o "sólo fue una víctima del racismo" (es la teoría de Anderson) es algo que no ayudan a dilucidar su casi nulo conocimiento del inglés, las escasas dotes sociales, el extravío de sus expedientes médicos y la ruptura de relaciones con su familia.

Sus descendientes (le sobrevive una nieta y un puñado de biznietas repartidas por Norteamérica) no tuvieron siquiera conocimiento de su existencia desde que dejaron de llegar las cartas -mucho menos aún de su extraordinaria peripecia artística- y hasta que el Folk Art Museum de Nueva York dedicó a Ramírez una sensacional muestra que se convirtió en un acontecimiento. "Simplemente es uno de los grandes artistas del siglo XX", escribió Roberta Smith, la por lo demás escasamente obsequiosa crítica de The New York Times. Peter Schjeldal sentenció en The New Yorker: "Martín Ramírez es uno de mis artistas marginales favoritos. De hecho, es uno de mis artistas favoritos y punto". Con esa contundencia se cerraba el viaje hacia los libros de historia de Ramírez, cuyos dibujos, pintados sobre papeles que él mismo construía con pasta de patata, saliva y otros detritus, eran destruidos en los años cuarenta por los guardas del hospital, temerosos de que transmitiesen la tuberculosis.

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