venres, 23 de abril de 2010

Los 22.000 tiros en la nuca de Stalin



CRISTINA GALINDO
DOMINGO - 18-04-2010

Con el viejo libro abierto por la mitad, Anna Maria Wolinska busca en una lista el nombre de su padre. "Waclav Wolinski, deportado en 1939". Capitán de artillería ligera del Ejército polaco, tenía 38 años cuando se marchó a la guerra en agosto de ese año. Su hija estaba a punto de cumplir cinco: "Yo era entonces muy pequeña, pero recuerdo perfectamente el día en que mi padre se fue. Los bolcheviques le hicieron prisionero a las pocas semanas". Nunca volvió.

El 23 de agosto de 1939 amaneció como un día negro para el destino de Polonia. La Alemania nazi y la Unión Soviética firmaron un pacto de no agresión por el que se repartían el país centroeuropeo. Adolf Hitler invadió la parte occidental de Polonia el 1 de septiembre; las tropas polacas se replegaron hacia el este, por donde entraron las fuerzas de Josef Stalin 17 días más tarde. Aplastados por las máquinas de guerra alemana y soviética, el pánico se adueñó de Polonia. Fue arrestado "cualquiera que llevara un uniforme, desde el oficial de carrera hasta el profesor movilizado desde la reserva para ayudar al Gobierno polaco a defenderse de los enemigos", explica Richard Zelichowaski, historiador de la Academia de las Ciencias Polaca. "Eran policías, generales, coroneles, capitanes, profesores, miembros de los servicios secretos, médicos, jueces, abogados, funcionarios, empresarios... Eran la élite militar y administrativa del país", explica.

El padre de Anna Wolinska era soldado profesional. Su guarnición tenía la sede en Wolyn (en la actualidad, territorio ucranio). Tras ser detenido, acabó en el campo de Starobielsk. "Mi padre mandaba cartas a mi madre desde allí", recuerda Wolinska, que ahora tiene 75 años y vive en Varsovia. "Decía que estaban bien, pero que no sabían qué iba a pasar; nadie les decía nada". La última carta llegó el 8 de marzo de 1940. Justamente en ese mes fatídico, el Politburó de Moscú había tomado su decisión. El máximo órgano ejecutivo del Partido Comunista dictó la orden de matar a los oficiales polacos, pasando por encima de todos los convenios internacionales relacionados con el trato a los prisioneros de guerra. El exterminio fue organizado por la policía secreta de Stalin. "Un gran número de oficiales del Ejército, empleados de la policía polaca, de los servicios de espionaje, miembros de los partidos nacionalistas y contrarrevolucionarios de Polonia, todos ellos declarados enemigos de la autoridad soviética, están siendo retenidos en varios campos", afirmaba aquella orden, firmada por Laurenti Beria, mano derecha de Stalin. "Todos están esperando a ser liberados para empezar a actuar contra la autoridad soviética", añadía para justificar las ejecuciones.

Tras el fin de la guerra, en 1945, se consumó la ocultación de los crímenes de Katyn. La censura del régimen comunista impedía pronunciar ese nombre en público. Y quienes hablaban de ello en privado podían acabar en las listas de la policía política polaca, la SB, y en algunos casos ir a parar a la cárcel. Anna Wolinska ya vivía en Varsovia. Ella y su madre huyeron del este del país, por temor a acabar en un campo de trabajo en Siberia, y se las arreglaron para pasar inadvertidas. "Mi madre quería huir a toda costa, quería evitar a los bolcheviques", cuenta. Tenía sus razones: muchos de los familiares de los oficiales asesinados acabaron recluidos en campos de diversos territorios de la URSS en Rusia, Ucrania y Bielorrusia, junto con millones de ciudadanos soviéticos, donde la mayoría perecía de frío, hambre o enfermedades.

"Aquella matanza supuso una enorme pérdida para Polonia", afirma el profesor Zelichowski. "Buena parte de la élite, la gente más formada, los más preparados, murieron, y este episodio siempre ha marcado las relaciones con Rusia", añade. A pesar de que, tras la caída del bloque comunista, se han encontrado más fosas, todavía se desconoce dónde están enterrados los cuerpos de 7.000 de aquellas víctimas. "Moscú reconoce que la matanza se produjo, pero jamás ha admitido que fuera un crimen de guerra y un genocidio, que nunca prescribe. Nunca ha rehabilitado a las víctimas y se niega a abrir los archivos. Para Rusia es muy difícil abordar este tema porque supone hacer frente a su pasado y a los millones de víctimas que perecieron durante el estalinismo". De los 183 tomos de la investigación rusa sobre Katyn, 116 son secreto de Estado.

Setenta años después ha vuelto a ocurrir una tragedia en Katyn. El presidente de Polonia, Lech Kaczynski, y decenas de altos cargos políticos y militares han muerto justo cuando viajaban a Smolensk, a pocos kilómetros de Katyn, para recordar los crímenes de 1940. Pero la gestión de este siniestro por parte de las actuales autoridades rusas ha impresionado a Varsovia. El primer ministro en persona, Vladímir Putin, ha supervisado la investigación y la repatriación de los cuerpos. Rusia declaró un día de luto oficial, algo muy poco habitual, dos días después de la tragedia. Incluso, la televisión estatal rusa emitió el domingo 11 de abril por la noche, en horario de máxima audiencia, la película Katyn, del director polaco Andrzej Wajda, que narra aquel exterminio. "Jamás imaginé que eso pudiera suceder", declaró a EL PAÍS el cineasta, cuyo padre también perdió la vida en Katyn. "Emocionalmente al menos, Rusia está dando algunos pasos para una nueva relación", afirma el profesor Zelichowski.

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