CRISTINA GALINDO
Con el viejo libro abierto por la mitad, Anna Maria Wolinska busca en una lista el nombre de su padre. "Waclav Wolinski, deportado en 1939". Capitán de artillería ligera del Ejército polaco, tenía 38 años cuando se marchó a la guerra en agosto de ese año. Su hija estaba a punto de cumplir cinco: "Yo era entonces muy pequeña, pero recuerdo perfectamente el día en que mi padre se fue. Los bolcheviques le hicieron prisionero a las pocas semanas". Nunca volvió.
Uno a uno, a sangre fría, 22.000 militares polacos como Wolinski fueron ejecutados de un tiro en la nuca en 1940 y arrojados a fosas comunes en territorio de lo que entonces era la Unión Soviética. Fueron víctimas de la policía secreta de Stalin, el temido y siniestro NKVD. La conocida como matanza de Katyn -el bosque próximo a la ciudad de Smolensk en el que fueron hallados los primeros cadáveres- supuso el exterminio, en menos de un año, de la élite polaca. Durante medio siglo, el crimen fue censurado por el régimen comunista, que siempre acusó a la Gestapo de esa terrible carnicería.
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