DIEGO A. MANRIQUE - Madrid
El 10 de abril de 1970, hace exactamente 40 años, se hacía público un comunicado tajante de Paul McCartney: abandonaba los Beatles -"por diferencias personales, musicales y de negocios"- y el grupo dejaba de existir. El anuncio no provocó manifestaciones de histeria ni lamentos: existía el convencimiento de que aquello era un calentón, que podía arreglarse. Imposible imaginar un mundo sin Beatles: ellos habían pilotado la emancipación de los años sesenta y no podían abandonarnos cuando entraba una década incierta. Pero iba en serio: el último día de 1970, Paul presentaba una demanda en los tribunales, exigiendo la disolución de la empresa común.
En palabras de John Lennon, el sueño había acabado. El sueño de una generación inspirada por unos simpáticos gamberros procedentes de una ciudad -y un Imperio- en declive, el ideal de la fraternidad creativa desarrollada por cuatro músicos (y George Martin, el productor que guió su vertiginosa evolución). En términos artísticos, la ruptura supuso un desastre mayúsculo: nunca se repetiría semejante alquimia de talento en un grupo pop, tal sincronía de música y cambio social. Veinte años después, así lo expresó Kurt Cobain, justificando el enfoque de Nirvana: "No podemos tocar pop, los Beatles ya lo hicieron todo".
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