Del campo de Buchenwald al desencanto del PCE, el escritor e intelectual
repasa los hechos claves de su vida recogidos en el libro ‘Lealtad y traición'
PEIO H. RIAÑO PARÍS 23/11/2010

Jorge
Semprún (Madrid, 1923) recuerda a Franziska Augstein, autora de la biografía
que recorre su intensa vida en Lealtad y traición, publicada por
Tusquets, que leía en el turno de noche de la Estadística Laboral del campo. A
esas horas no había trabajo. El resto del día, la tarea del joven veinteañero
Semprún consistía en borrar los nombres de los asesinados en las fichas para
que los números de los prisioneros pudiesen ser asignados a nuevos nombres.
Jorge había evitado trabajar al aire libre gracias a sus contactos en el PCE.
Como
repetirá varias veces a lo largo de esta entrevista en su apartamento parisino:
"Soy un hombre con suerte". Cualquiera podría pensar lo contrario,
pero se agarra a hechos para verle la cara buena a su vivencia: al llegar a
Buchenwald el 29 de enero de 1944 fue inscrito como "estucador", no
como "estudiante". Una palabra que le salvó la vida, una palabra que
le convirtió en miembro útil para la comunidad del campo.
"Cada
año me llega una traducción al alemán de la misma edición de ¡Absalón, Absalón!
que yo leí en aquel campo, que era de reeducación, no de exterminio. Buchenwald
fue construido para presos políticos, no había cámaras de gas. Eran los propios
presos los que organizaban la vida del campo. Los libros enviados por las
familias debían ser en alemán, era la única restricción. Ahora bien, esa
biblioteca estaba reservada a unos pocos privilegiados. La mayoría de las
personas del campo no sabía ni quiera que allí, entre el barracón cinco y el
secretariado, había una biblioteca. Y si alguien lo sabía, debía tener tiempo
para leer. En ese sentido, mi trabajo era privilegiado, porque por las noches
podía leer", cuenta.
Pero
usted nunca leyó el Mein Kampf' allí.
Nadie
leía el Mein Kampf. Pero era el mejor lugar para esconder las cosas.
Hasta el punto de que el gran dibujante italoesloveno Zoran Music, en el campo
de Dachau, escondía detrás de esos ejemplares sus dibujos, retratos de la
muerte, testimonios fotográficos. Yo leía, y ¡Absalón, Absalón! me
impactó muchísimo. Por haberla leído allí y porque es una novela grandísima.
¿Eran
esas lecturas un medio de supervivencia?
No digo
que sin lecturas no habría sobrevivido, pero desde luego ayudaron a sobrevivir.
Otra
terapia que usted ha recomendado para gestionar la memoria y los recuerdos es
la amnesia, ¿cómo debe hacerlo España con la Guerra Civil?
Siempre
he dicho que una dosis de amnesia deliberada era necesaria durante la Transición,
pero también he pensado que eso tiene un precio. Por eso la amnesia no puede
ser eterna. En 1973 hice un documental, Las dos memorias, una encuesta
sobre las memorias republicana y franquista. La desmemoria era una medida
urgente pero provisional.
¿A qué
debemos estar dispuestos para poder recuperar la memoria de la Guerra?
Es que
España es un país muy extraño: el régimen de monarquía parlamentaria está
construido sobre los valores que defendió la Segunda República, y la memoria
está construida en torno a los valores de los vencedores. Debemos aspirar a un
reequilibrio. Y está claro que el argumento de la derecha para no hacerlo es
revivir las heridas del pasado y tal y cual... Pero hoy la democracia está lo
suficientemente consolidada como para permitirse el lujo de tener las dos
memorias. No es fácil. Recuerdo que a Hemingway le enfurecía que llamáramos a
la Guerra Civil "nuestra guerra". Él, que hablaba un perfecto
castellano con un acento muy americano, decía que lo único que unía a los españoles
era "nuestra guerra".
¿Hemos
esperado demasiado a recuperarla, cuando apenas quedan testigos?
Creo
que la recuperación empezó con las grandes novelas, que son la de Hemingway y
la de Malraux. La esperanza, de Malraux, es muy discutible
literariamente, porque es muy deslavazada y antigua, pero como testigo es
apasionante porque tiene la osadía intelectual de respetar la disciplina
comunista y la obediencia comunista. Malraux tuvo que vérselas con la lucha
real, no sólo con la ideológica. Además, es el autor de uno de los mejores
ensayos sobre Goya, y sobre el Saturno devorando a su hijo: acaba
diciendo que con las pinturas negras empieza la pintura moderna.
La
autora del libro menciona que le dolió más la expulsión del PCE que la estancia
en el campo de concentración. ¿Se considera una persona marcada por la política,
señalado y retirado por sus ideas?
Lo
mantengo, pero me gustaría matizarlo un poco. El campo es hambre, agotamiento y
frío, muchísimo frío. Eligieron con un sadismo propio del nazismo una ladera
este para levantar Buchenwald, donde paraba el viento de Siberia. Físicamente
el dolor del campo era infinitamente superior. De hecho, todavía arrastro la
manía de evitar el frío de los pies y la humedad. Pero moralmente sabíamos por
qué estábamos allí: éramos rebeldes, éramos enemigos y merecíamos estar allí.
Lo que no es lógico es que te expulsen de un partido que has ayudado a
construir porque tengas ideas distintas; una expulsión sin debate, como si
fueras agente de la CIA.
Usted
se ha movido de un lado a otro, de la literatura a la realidad.
El paso
de un lado a otro me ha ayudado mucho. Dejar que la política me absorbiera fue
la mejor terapia. Pero cuando ese proyecto político dejó de ser válido, rompo
porque creo que no conseguiremos nunca una victoria real en la que participe el
pueblo. Durante años he tenido sueños, que en realidad eran como pesadillas, en
los que conseguía la mayoría necesaria para transformar la política del PCE,
que años más tarde se utilizó con el nombre de Eurocomunismo. Podría haberse
hecho antes, pero antes habría sido una política inventada por Claudín y
apoyada por Sánchez y no la política de Carrillo. En la última entrevista que
tuve con Carrillo, ya fuera de partido, le dije eso: un día te encontrarás con
que esas ideas que ahora criticas las defenderás y estarás solo. Y él contestó
con mucha razón, pero con mucha arrogancia, porque es un hombre muy seguro de sí
mismo y engreído: "Sí, pero serán mis ideas".
¿Cuál
es el lugar para un no comunista como usted, dónde se queda?
El
lugar hay que inventárselo cada día. Hay que partir del hecho de que el fracaso
de la revolución comunista no significa que la sociedad actual sea una sociedad
justa. Significa que por esos métodos no podremos y que hay que inventar otros.
La economía de mercado provoca cada día injusticias y focos de desigualdad. El
hecho del fracaso ideológico y moral del leninismo no te autoriza a cualquier
cosa. Hay que reconocer que el mercado es fuerte, pero no se puede capitular
ante la realidad capitalista. Lo importante es reconocer que existe y elaborar
una estrategia que no tiene nada que ver con el leninismo. Tengo como definición
de la dialéctica una frase mejor que la de Mao. Es de ScottFitzgerald:
"Deberíamos saber que las cosas que no tienen remedio deberíamos estar decididos
a cambiarlas". Una frase justa, pero imposible de utilizar como eslogan.
Es perfecta como moral. Al final de una de mis películas, el protagonista decía:
"He perdido mis certidumbres, he conservado mis ilusiones". Sólo con
ilusiones no movilizas a nadie, debes apuntar cuáles son los objetivos de la
lucha, pero la ilusión de que se puede conseguir mayor igualdad en este mundo
no podemos perderla.
¿El
capitalismo se ha quedado con todo, basta con la ilusión o la moral?
No se
puede moralizar el capitalismo. El capitalismo no se ha inventado para eso. Se
puede regular, limitar. Pero no se puede moralizar: el beneficio máximo, por
definición, es inmoral y no puede ser otra cosa. Los partidos dicen que las
cosas no se pueden cambiar, pero que hay que luchar por ello... Pues llámenme
cuando tengan alguna propuesta más concreta.
¿Es la
poesía el lenguaje de la ilusión?
Podría
ser, pero volvemos a lo mismo: con poesía no se desencadena un movimiento
social. El papel de la poesía a lo largo de mi vida es fundamental porque está
presente desde la infancia. Estaba acostumbrado a oír recitar en mi casa a
Lorca después de una cena. Y a Alberti. Además, mi carrera política se debe en
parte a la poesía, porque conocí a Carrillo cuando en 1952 me piden que me
ocupe de un poeta español que prepara en Francia un libro explosivo de ruptura
con el régimen: Blas de Otero. Blas de Otero me llevó a tratarme con intimidad
con Carrillo.
¿Se
considera un hombre afortunado?
Para mí,
la vida ha sido muy fácil. Si comparo mi salida con la de Fernando Claudín, es
jauja. Él lo perdió todo, se quedó en la calle con mujer y dos hijas. Sin nada.
Me considero un hombre con muchísima suerte. Yo lo que mejor he hecho en la
vida ha sido el trabajo de clandestinidad: nadie ha sido detenido por mi culpa
o por haber organizado mal un trabajo en diez años. Del partido, yo le puedo
contar a Carrillo lo que quiera.
Hay un
apartado que no se trata en el libro: ¿Cómo recuerda su paso por el Ministerio
de Cultura?
Fue un
momento muy interesante, porque tuve que encargarme de toda la descentralización
heredada del franquismo hasta grados inconcebibles. Cuando llegué al
ministerio, el Museo del Prado no podía comprar una goma y un lapicero sin
permiso del ministerio. Hacerlo un ente autónomo lo conseguí yo. En ese
sentido, recuerdo la última provocación de Dalí. Cuando murió, dejó toda su
obra que no estaba en museos ni vendida al Estado español. Dalí fue el único
español que públicamente felicitó a Franco por las últimas ejecuciones del 75.
Yo entonces tenía una buena relación con Pujol, porque era un hombre de
derechas antifranquista. Había una manera de entendimiento con él. Al salir de
la iglesia, el día de su funeral, le dije: "President, no voy a cumplir
con el testamento de Dalí". Y el me miró con aquel aire de campesino
suspicaz. "Nombraremos un comité de expertos que dictaminará qué obras de
Dalí se quedan en Catalunya y cuáles van al Reina Sofía, que no hay ni uno allí".
Y así se hizo: se repartió. Había un cuadro que quería quedarme para el Reina
Sofía, El gran masturbador, pero él no sabía de qué le hablaba. La cosa
se hizo bien, y al día siguiente, sonó el teléfono temprano en el ministerio.
La secretaria, alertada, me dijo: ¡El vicepresidente al habla! Cogí el aparato,
y me dijo: "Así que nos bajamos los pantalones ante los catalanes".
Descentralizar la burocracia española fue complicadísimo. El Ministerio de
Cultura lo inventó la democracia imitando a Francia, pero allí era importante y
tenía presupuesto, en España no. Y cuidado, que he obtenido cosas que no
estaban previstas de Felipe y Solchaga. Pero era un ministerio de segunda mano
y de tercer orden.
La luz
se apaga en la buhardilla. La fría tarde le ha privado de "la luz de los
pintores", como dice Jorge Semprún. En la despedida, recuerda que oyó
decir a Picasso que quería que el Guernica estuviera en El Prado. Y él
remata que justo después de las pinturas negras de Goya.
La
ficha
Nacido
en Madrid el año del golpe de Estado de Primo de Rivera, la vida y la obra de
Jorge Semprún han estado marcadas desde entonces por la experiencia del
totalitarismo. Pasó la guerra civil en Bruselas, donde su padre era embajador,
pero al llegar al París de la posguerra (española) y la ocupación (nazi), se
enroló en la resistencia. Detenido, acabó internado en un campo de concentración
nazi, Buchenwald, y sobrevivió. Durante los años cincuenta y principios de los
sesenta fue, sobre todo, Federico Sánchez, su nombre en la clandestinidad de
dirigente del PCE. Entre 1988 y 1991, fue ministro de Cultura del PSOE.
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