Un libro
reconstruye los diez días de maniobras y discusiones que precedieron a la II
Guerra Mundial
BRAULIO GARCÍA
JAÉN MADRID 12/12/2010
La publicación, a través
de Wikileaks, de los cables que las embajadas norteamericans han
remitido en los últimos años a su Gobierno, desde los más distantes rincones
del mundo ha sido calificada por algunos como "el sueño de todo
historiador". Sin embargo, aunque su publicación supone indudables
ventajas para la transparencia y el control democráticos, su actualidad los
priva de una coordenada clave para calibrar su importancia y su contexto: el
paso del tiempo.
Porque si es cierto que el
estudio de ese tipo de comunicaciones es una valiosa herramienta para los
historiadores, también lo es que estos la aplican por definición a narrar
los hechos del pasado. Eso ha hecho en parte Richard Overy, uno de los
historiadores británicos más importantes sobre la II Guerra Mundial, en su
estudio de los diez días que condujeron al estallido del conflicto, Al
borde del abismo (Tusquets), recién traducido al español. Alrededor de una
tercera parte de los documentos citados no habían sido hasta la fecha
publicados.
El análisis de los
escritos de las oficinas diplomáticas de Francia y Gran Bretaña, así como
Alemania y Polonia, nutre buena parte de su impactante relato. El 24 de
agosto de 1939, el entonces primer ministro británico, Neville Chamberlain, dejó
claro que si finalmente estallaba una guerra internacional no iba a ser
"por el futuro político de una ciudad lejana en una tierra
extranjera". Se refería a Danzing, la ciudad a la que la Sociedad de
Naciones había otorgado el estatuto de Ciudad Libre y que, aunque con mayoría
de población alemana, estaba bajo la jurisdicción del estado polaco, creado
también después de la I Guerra Mundial. El 1 de septiembre, de madrugada, un
buque alemán, anclado precisamente frente al puerto de Danzing, abrió fuego
contra una fortificación polaca, la de Westerplatte, y desencadenó la guerra. A
esas alturas, muchos eran ya conscientes de que ese ataque suponía la
materialización de la amenaza que Hitler había deslizado en mayo: "la
cuestión es ampliar nuestro espacio vital en el este y asegurarnos el
abastecimiento de víveres", dijo en una reunión con sus jefes militares.
"Por grandes y
arraigadas que fueran las fuerzas que empujaron a la guerra, hubo un momento en
que los principales agentes históricos involucrados tuvieron que hacer frente a
dichas fuerzas y decisiones difíciles", escribe Overy en el prólogo. El análisis
de esa toma de decisiones de los actores implicados, en diálogo permanente con
las causas y principios estructurales, tiene un objetivo claro: "demostrar
que en la historia nada es inevitable".
El relato de Overy es
detallado, casi minimalista. Pero sin desmarcarse nunca del contexto. Así, el
lector descubre, junto a las vacilaciones del propio Hitler durante los últimos
días de agosto, que llegó a ordenar el ataque y a deshacer la orden que él
mismo había dado, los comentarios de un joven militar alemán: "Adolf
se ha amilanado". Y junto al deterioro del orden europeo y la crisis económica
de los años treinta, los motivos más inmediatos, como la "intransigente
negativa" de Polonia a cualquier tipo de concesión frente al empuje alemán,
que hace meses anotó un funcionario del Foreign Office británico.
El
autor no omite tampoco esa comidilla que de haberse conocido entonces habría
acaparado los titulares. "Llevaba tiempo esperando con mucha ilusión
esta semana de caza", confió el británico rey Jorge VI a su
embajador en Egipto. "Fue francamente deplorable que ese villano de Hitler
lo alterara todo", añadió. Pero puestos en perspectiva, esos comentarios
ocupan su merecido y despreciable lugar, en los márgenes de la historia y del
texto.
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