Los sangrientos expedientes de censura de las novelas de la
autora desvelan la represión por la que pasó la generación de los cincuenta en
el franquismo
PEIO H. RIAÑO Madrid 27/11/2010
El
5 de septiembre de 1948 el censor que leyó Los Abel, primera novela
publicada de Ana María Matute, respondía al cuestionario del impreso de
la Dirección General de Propaganda sección de censura de publicaciones del
Ministerio de Educación Nacional: "¿Ataca al dogma? No. ¿A la Iglesia? No.
¿A sus ministros? No. ¿A la moral? Sí. ¿Al régimen y a sus instituciones?
No". A pesar de su inmoralidad, el censor permite su publicación, "si
la superioridad así lo cree oportuno", de este libro que retrata un país
dividido en dos bandos irreconciliables y culpables ambos, siempre y cuando se
eliminaran, eso sí, palabras y pasajes de casi 20 páginas.
A
los censores les dolía la literatura de Matute porque no soportaban la profunda
raíz ética de la autora, que siempre colocaba al ser humano en el fracaso,
derrotado, él y sus buenas intenciones, por el mal. Se revolvían en sus
informes porque apreciaban la calidad del escrito, pero se resistían a aceptar
la última intención de la recién galardonada con el Premio Cervantes:
que "la novela debe herir la conciencia de la sociedad, en un deseo de
mejorarla".
En
el Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares se encuentran
todos los expedientes de la censura franquista. Son especialmente dolorosos los
dedicados a la llamada generación de los cincuenta, entregada a "desvelar
en los libros lo que la prensa callaba", como resume a este periódico Juan
Goytisolo (Barcelona, 1931). Entre ellos, la obra de Ana María Matute sufre
los ataques como ninguna otra. A cada libro publicado, nuevos tachones y más
ojos comprobando cada escrito.
Cortes
y silencio
"Fue
la que más lo sufrió", recuerda Goytisolo. La propia Ana María explicaba
recientemente en el Instituto Cervantes, respondiendo a preguntas de la
escritora Juana Salabert, que pasó "momentos muy malos en el
franquismo". "No pude publicar hasta ni en un semanario cuando más lo
necesitaba. Lo pasé muy mal porque nunca renuncié a decir lo que pensaba,
siempre cortaban o suprimían de los libros", explicó.
La
mayor sangría de todas la padeció con la obra semifinalista del Premio Nadal de
1949, Luciérnagas. La Dirección General de Propaganda la tumba y en 1955
publica una revisión, muy podada, titulada En esta tierra. Ella siempre
ha renunciado a esta novela, y no está incluida ni en la edición de sus obras completas
de 1971. Ha sido imposible para este periódico averiguar la lectura que hizo la
censura, porque en el expediente de Luciérnagas, en el Archivo General de la
Administración, ha desaparecido la valoración del censor.
De
estas dos obras se conservan las galeradas corregidas y el visto bueno de En
esta tierra, de la que, satisfechos, dicen: "La obra está escrita con
pulcritud y finura. Puede publicarse", estas últimas dos palabras en mayúscula.
Por entonces la firma de Ana María tenía unas emes larguísimas, palos sin unir,
rectos y tiesos, casi eles. Poco a poco, con los años, las novelas y los
informes de censura, las emes de las firmas de Matute se unen, se apelmazan.
Terminan siendo domadas, ya son emes normales.
La
censura no se aclara
Con
Los niños tontos, en una edición de 1.500 ejemplares y un precio de 50
pesetas, la censura entra en contradicción, en diciembre de 1956. A la lectora
María Isabel Niño se le funden los plomos con este libro de cuentos con
ilustraciones: "Poemas en prosa muy bien escritos; es lástima que en la
mayoría de ellos impere el "tremendismo" aplicado a los niños. Son
verdaderas pesadillas; así como los dibujos, de muy mal gusto por muy
modernistas que quieran ser", escribe la censora.
Detalla
página por página, cuento por cuento, y señala de alguno de ellos: "Triste
e incomprensible para niños". En otros: "Página 6. El niño amigo del
demonio. Suprímase. Inconveniente la tesis de que aquí el demonio le deja ser
bueno e ir al cielo. Página 8. El gato le saca los ojos al niño. Deprimente,
cruel. Página 12. Al hijo de la lavandera le tiran piedras los señoritos.
Inconveniente por el mal ejemplo fácil de imitar".
La
conclusión tajante: "Por todo lo expuesto este libro es impropio de niños.
Si se edita no podrá evitarse el que caiga en manos de ellas produciéndoles un
daño tremendo. A los niños hay que tratarlos con más respeto. Rechazada su
publicación totalmente". "Rechazada", en mayúsculas. Trece días
después, otro lector, "F. Aguirre", apunta a mano en una esquina:
"Poemas que aunque tratan de niños no son para niños, creo que se puede
permitir su publicación".
"La
censura actuaba sobre escenas concretas, pero el estilo no quedaba
afectado", cuenta a Público José María Castellet (Barcelona, 1926),
escritor, crítico literario, editor y último Premio Nacional de las Letras.
"Nada de lo que ocurrió en los años del franquismo ha sido bien
interpretado, como no ha sido bien leída la generación de los cincuenta. La
censura era durísima con las multas y los secuestros de libros. Junto a Esther
Tusquets, Carlos Barral, pedíamos hora para discutir sobre los libros
censurados con Carlos Robles Piquer (Madrid, 1925) [cuñado de Fraga, y director
general de Información, entre 1962 y 1967]".
Castellet
asegura que "hubo cautela, no autocensura", porque "la gente se
atrevía, aunque se sabía que había cosas a evitar". "No se puede
saber hasta qué punto existió la autocensura. Sabías que no te podías meter con
ciertas cosas. Uno lo sabía y apuraba", cuenta el premio Cervantes Juan
Marsé, que vio cómo Robles Piquer prohibió Si te dicen que caí.
"Nunca sabíamos si funcionaba o no a menos que te liases la manta a la
cabeza, yo lo hice con esa novela y tuve que publicarla en México",
recuerda.
Precisamente,
la experiencia con la autocensura obligó a Juan Goytisolo a exiliarse a París.
"Hice Campos de Níjar para que no pudieran agarrarse a nada",
explica el autor y su expediente de 1959 lo confirma, el censor dio el visto
bueno con una sinopsis de lo más ligera. "Pero la verdad es que con este
triunfo me di cuenta de que al autocensurarme colaboré con la censura. Así que
con Señas de identidad decidí que no volvería a pasar, y desde entonces
fue todo vetado hasta la muerte de Franco. Fue muy frustrante aunque se pudo
leer en Buenos Aires, México y París".
Eduardo
Mendoza, que tuvo que brear con los
estertores de la censura con su primera novela, La verdad sobre el caso
Savolta (1975), reconoce que la generación que le precedió lo pasó
"realmente mal porque querían hablar de unas cosas que a nosotros, los señoritos
novísimos, no nos gustaba". "Sólo creíamos en la literatura y que la
denuncia correspondía a la prensa. Ellos tuvieron que sufrir la censura y la
militancia", cuenta el nuevo premio Planeta.
El
autor de Riña de gatos explica que han tenido poco reconocimiento porque
"cuando llegó el momento y la censura pasó, había pasado su momento".
"Además, hay otra cosa que los barre totalmente: el boom latinoamericano.
Con aquel carnaval, todo quedó como una resistencia anacrónica. La historia de
la literatura no es benevolente, es tan darwiniana como cualquier otra".
Sangría
a tres manos
"Fue
una masacre. Ella siempre tuvo problemas con la censura, porque daba una visión
muy cruda. No se metió con Franco, pero dejaba fatal a la sociedad franquista.
La censura la destrozó", explica la escritora Ana María Moix (Barcelona,
1947). La sangría corre con los informes escritos sobre Los hijos muertos,
hasta tres durante el mes de julio de 1958. El primer lector la define como una
"novela realista de acción de ideas" y se reserva para el final el análisis
para incluir el término que hace saltar las alarmas: "Trozos de nuestra
Guerra Civil, más o menos ásperos, pero que todos ellos se integran en la vieja
historia familiar con multitud de tipos y caracteres". En rojo
"Guerra Civil".
Una
semana después piden la opinión del censor José Pablo Muñoz, que entra con la
tijera hasta el fondo y manda suprimir palabras, expresiones y pasajes de más
de 20 páginas. Tachadas sobre rojo "la puta", "los maricones
sucios", tacos y el párrafo que más les duele cuando Matute define a su
personaje Isabel Corvo como "la cristiana, la justa, la intachable",
después de haberle puesto en su boca querer quemar a una mujer y enterrar vivo
a su marido en la nieve.
La última mano que estropea Los hijos muertos es Ignacio
Eznarriaga, que con bolígrafo azul vuelve a tachar la parte ya tachada de
Isabel Corvo y aclara que los "pasajes censurables" deben
"suprimirse por puntos suspensivos, pues aunque reflejan un modo de hablar
corriente de los personajes no son imprescindibles". "Abundan las
frases malsonantes y epítetos que sin menos cabo de la acción podrían
suprimirse", cierra autorizando su publicación bien castrada, llena de
silencios irrecuperables.
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