'El Padrino' habla con lenguaje inoxidable de cosas
que han alimentado a las tragedias
Era octubre del 72 cuando vi por primera vez El Padrino. En su
estreno en el cine Palacio de la Música, en aquella Gran Vía que olía a cine,
que podías recorrer incansablemente observando los enormes y aromáticos
cartelones que anunciaban las películas. Conocí a principios de los años
setenta los rincones más exóticos de aquel Madrid inmenso y que desconocía
buscando el infatigable atracón de cine a través de los programas dobles en los
infinitos cines de barrio. Hice involuntario exhaustivo turismo en función del
amor al cine. También hubiera intentado recorrer de punta a punta el Amazonas o
la Antártida no para descubrir sus exóticos y maravillosos paisajes, sino
porque allí se programara la mejor historia del cine.
Aunque no dispusiera de dinero para frecuentar las salas de estreno, me las
ingenié para disfrutar de El Padrino el día de su estreno, y el
siguiente y el siguiente.... Y por supuesto, había leído la critica en la
sagrada revista Triunfo que la calificaba de película fallida, convencional
producto de Hollywood y otras negativas certidumbres que sonaban a manifiesto
dadaísta. Cuarenta años más tarde, cuando se empiezan a difuminar en el
recuerdo personas y cosas que consideraba imprescindibles, habiendo renunciado
por voluntad propia o por necesidad de supervivencia a enganches que parecían
eternos, sigo frecuentando con renovada fascinación e inmarchitable amor, cada
seis meses más o menos, antes en el cine y progresivamente en vídeo, DVD y
Blu-Ray, esta saga de casi diez horas titulada El Padrino. Ese
conocimiento tan exhaustivo como obsesivo que te permite reconocer de memoria
cada palabra que va a salir de la bocas de protagonistas y secundarios, el tono
en el que van a pronunciarlas, sus gestos histriónicos o leves, lo que va a
ocurrir en cada secuencia, los momentos que van a estar ambientados con música
y las imágenes desnudas, lo que pretende ser realista y lo que se limita a
sugerir, el armonioso empleo del flash-back y las elocuentes elipsis, la
violencia evidente o subterránea y un intimismo que llega a ser doloroso, la
mezcla de espectáculo, lírica y reflexión, la simultánea empatía, comprensión y
horror que te hacen sentir esos personajes complejos y sus casi siempre
siniestras circunstancias, no priva jamás de su encanto ni de su hipnosis a
esta obra perfecta, no te cansa, te sigue removiendo, divirtiendo y emocionando
igual que la primera vez, tienes la sensación de que es imposible contar mejor
esa historia de múltiples ramificaciones aunque siempre arranque con una
celebración y acabe con una tragedia.
Coppola, que nunca ha
demostrado demasiado entusiasmo por su criatura más prodigiosa
(independientemente de que esta le hiciera el justo favor de convertirle en
millonario a perpetuidad), que declara haberse sentido mucho más realizado con
otras de sus películas, concebidas con vocación y amor y que no alcanzaron el
éxito, consiguió algo que está más allá del elogio, sin la menor relación con
eso tan efímero y frívolo de las modas, clásico, vivo, apasionante, intemporal.
El Padrino habla con lenguaje
inoxidable y hermoso de cosas que siempre han alimentado a las tragedias más
profundas. Habla de la familia como refugio presuntamente invulnerable y de su
lacerante quiebra, de las grandezas y miserias del poder, de las barbaridades
que hay que cometer para no perderlo, de la fatalidad y el destino obligando a
asumir responsabilidades y metas opuestas a lo que habías pretendido que fuera
tu vida, de la traición y la venganza, del crimen organizado y sus múltiples
tentáculos de corrupción, incluido el soborno de los pilares de la ley, la
política, la justicia y el orden, de los inmigrantes forzosos y sus códigos de
supervivencia en ese mundo nuevo y hostil, de rituales ancestrales y violentos,
de la mentira cotidiana intentando disfrazar la hipocresía y salvar los
asideros vitales, de las pérdidas y las rupturas más brutales que impone el
mantenimiento de un trono permanentemente amenazado por las conjuras, de la
soledad cósmica a la que está destinado el monarca de la jungla.
Todo ello está descrito con una visión profunda que te hace comprender las
razones de todos para ser como son y actuar como actúan. La primera parte de El
Padrino es modélica, pero lo que narra en la segunda y la forma de hacerlo,
incluida la costumbrista y maravillosa reconstrucción de la infancia y juventud
de Vito Corleone, posee el aliento, la atmósfera, la intensidad y la lírica de
las mejores tragedias de Shakespeare. Y hay un bajón en la tercera, la incómoda
sensación en algunos momentos de que Coppola está autoplagiándose y repitiendo
una una fórmula infalible, también sobra la empalagosa
interpretación de su hija Sofia, pero tiene secuencias grandiosas.
El genial Brando solo aparece durante media hora, pero su
aplastante presencia flota durante toda la saga. La interpretación de un
contenido y sutil Pacino es una obra de arte. Como la de Duvall y De Niro. Pero
hasta el último de los secundarios construye un personaje veraz. Si juntas a
diez amantes de El Padrino es probable que difieran los momentos y los
personajes que más les impresionan. Pero todos te confesarán que esta saga tan
larga les parece muy corta. Que si durara cien horas en vez de diez, su
felicidad sería completa.
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