La capital brasileña, construida con un diseño
revolucionario hace 51 años en medio de la nada, no alcanza a dar servicio a
millones de habitantes de las ciudades satélite
FRANCESC
RELEA Brasilia 12 MAR 2012 - 12:41 CET
En la sede de la Superintendencia del Distrito Federal, que agrupa Brasilia
y 29 ciudades satélite de los alrededores, el arquitecto y superintendente
[administrador] Alfredo Gastal discute con un grupo de pobladores su situación
irregular, que se remonta a más de 40 años atrás, cuando ocuparon los terrenos
donde viven. La propiedad de la tierra, la especulación inmobiliaria y el
crecimiento desordenado son caras de un mismo problema, que se traduce en una
insoportable presión demográfica sobre Brasilia, la capital que nació hace 51
años en medio de la nada, en el corazón del interior profundo de Brasil.
El proyecto de los arquitectos Lúcio Costa
y Oscar Niemeyer (que acaba
de cumplir 104 años), visionario para
unos, utópico para otros, está en peligro ante la avalancha de las
fuerzas del mercado inmobiliario, que imponen sus reglas. Son amenazas que
padecen otras ciudades jóvenes y revolucionarias, como Chandigarh (India),
planeada por Le Corbusier en los años 50, o Abuja, la nueva capital de Nigeria,
que nació en 1991 y que está hermanada con Brasilia.
Gastal es un defensor incondicional “de la poesía que hay en el proyecto de
Lúcio Costa”, a quien describe como “un humanista influenciado por el
movimiento modernista”. Con sus luces y sombras, la obra de Costa y Niemeyer,
inaugurada en abril de 1960 bajo la Presidencia de Juscelino Kubitschek, es una
apuesta por el orden y la eficiencia urbana, en busca de una convivencia
armónica e integrada.
Gastal, arquitecto de profesión y originario de Rio Grande do Sul, llegó a
Brasilia en diciembre de 1967. El superintendente explica que el Plan Piloto de
la ciudad preveía albergar 500.000 habitantes el año 2000. Esta cifra todavía
no se ha alcanzado en lo que es el área protegida de la capital, declarada
Patrimonio de la Humanidad en 1987. Las supermanzanas, modelo que estructura el
sector de viviendas de Brasilia, según el criterio de Costa, con amplias zonas
verdes y todos los servicios incluidos (supermercado, escuela, guardería,
iglesia, etc.), la limitación de altura de los edificios de pisos, la
configuración de la ciudad por sectores de acuerdo a las funciones de vivienda,
trabajo y ocio (bancario, hotelero, hospitalario, diplomático, comercial,
diversiones…), el eje monumental (que alberga los tres poderes, Ministerios,
Congreso y Tribunal Superior Federal), y las vías rápidas que cruzan la ciudad
de Norte a Sur y de Este a Oeste, son elementos originales del proyecto y
testimonio de una época de arquitectura de vanguardia.
Pero en 51 años Brasil ha cambiado de cara y la periferia de Brasilia ha
crecido de manera desorbitada a partir de algunos núcleos preexistentes, como
Taguatinga, o de nueva creación. “El resultado es que tenemos 29 ciudades
satélite, con más de dos millones de personas alrededor de una capital que
tiene 400.000 habitantes”, dice Gastal. Brasilia y el Distrito Federal, con una
superficie de 5.801 kilómetros cuadrados, es el territorio con mayor densidad
del país (424 habitantes por kilómetro cuadrado).
Taguatinga (nombre indígena que puede traducirse como barrio blanco), es
uno de los principales polos económicos del Distrito Federal, a unos 20
kilómetros del centro de Brasilia. Nacida en julio de 1958, dos años antes que
la capital, alberga a más de 250.000 habitantes. Márcio Oliveira nació en
Taguatinga en 1978 y pasó muchos años sin salir de esta ciudad satélite. Como
otros jóvenes, conoció Brasilia cuando entró en la universidad. A punto de
terminar un Master en Economía, Oliveira Silva habla del crecimiento de la
capital federal y de la presión del entorno. “Durante mucho tiempo, la ciudad
parecía mirar hacia otro lado. Ahora ya no puede disimular más, y Brasilia
tiene que enfrentar el problema. Porque todo ha crecido mucho, de manera
desorganizada, incluida la violencia”.
La especulación inmobiliaria ha disparado los precios en Brasilia. El
apartamento que ocupa Fátima Gomes, empleada pública, estaba en venta por medio
millón de reales (227.272 euros), cuando llegó a la ciudad hace cinco años. El
vecino del mismo rellano vendió el año pasado su piso, idéntico, por 1,7
millones de reales (773.000 euros). Más del triple en cinco años.
¿Y los pobres? Están en todas las ciudades satélite, aunque cada día son
empujados hacia los extremos más periféricos y alejados de la capital federal.
Es el precio del crecimiento desordenado. “Los pobres siempre están al margen
de la ciudad, no importa dónde esté el margen”, dice Márcio Oliveira.
Las ocupaciones de tierras, la compra “irregular” de terrenos fiscales y
posterior venta por parte de grileiros (traficantes), y la especulación
pura y dura, son moneda común. Ocurre en Vicente Pires, Samambaia, Sobradinho,
Lago Sur, prácticamente en todo el entorno del Distrito Federal. La inseguridad
y los índices de violencia son elevados en algunas zonas, pero no se puede
comparar el crimen desorganizado en Brasilia con la estructura del crimen
organizado en Río de Janeiro o Sao Paulo, subraya Oliveira. En Aguas Lindas,
Taguatinga, Ceilândia, Aguas Claras, nombres de ciudades satélite, no hay
plazas públicas para el ocio, ni centros de recreo. Solo comercios, negocios y
bares.
La explosión demográfica de las ciudades satélite es consecuencia de la
enorme cantidad de empleos que genera el Gobierno federal, y del precio de la
vivienda, considerablemente más bajo que en Brasilia. La descentralización
sería un balón de oxígeno y una alternativa a los crecientes problemas que
enfrenta el Distrito Federal, que carece de un servicio de transporte público
mínimamente eficiente, lamenta el superintendente Gastal. “Hay una sola línea
de metro, que apenas llega a media docena de ciudades satélite, y un número
insuficiente de vetustos autobuses”.
Pese a todo, muchos moradores defienden su ciudad. Lúcia Garófalo,
directora de la emisora Brasilia Superadio FM, llegó en 1968 procedente del
interior del estado de Sao Paulo. “Fue un amor a primera vista. Desde el primer
día me pareció una ciudad del futuro. El palacio de Itamaraty, el Congreso, la
catedral…”.
En diciembre de 1984, Brasil estaba inmerso en la campaña Direitas já,
que exigía la convocatoria de elecciones libres para poner fin a una dictadura
militar de 21 años, cuando Ione de Carvalho, directora cultural del Ministerio
de Cultura, aterrizó en Brasilia. Había vivido en diversos países. De la ciudad
le fascinó “la calidad de vida, la seguridad y la diversidad cultural”.
Fátima Gomes, mitad brasileña, mitad española, tiene sentimientos
encontrados: “Es una ciudad organizada, que puede ser inhóspita”, opina. “La
gente se relaciona en núcleos cerrados, sean viviendas privadas o clubes
sociales. Es una ciudad sin esquinas, sin centro y sin plazas, que hasta
finales de los años 90 no tenía semáforos”.
La nueva capital despertó recelos en sus inicios. Las embajadas tardaron en
trasladar sus sedes desde la anterior capital, la embriagadora Río de Janeiro,
cuya belleza natural era incomparable. España no inauguró la nueva
representación hasta mediados de los 70.
Fuera de los circuitos turísticos, la capital brasileña es una gran
desconocida. Muchos brasileños no saben ni quieren saber de ella, cuya imagen
ha sido sacudida por escándalos de corrupción de sucesivos gobiernos.
Brasilia ya tiene tres generaciones de habitantes nacidos
en la ciudad, pero los originarios de otros Estados son todavía una ligera
mayoría. Son los que se quedaron, como Alfredo Gastal, que llegó para un
proyecto de construcción civil. En los primeros años, muchos pobladores estaban
de paso. “Mi contrato tenía una cláusula que me permitía viajar a Río cada 15
días a cargo de la empresa. Tenía 27 años, hoy tengo 71. Usé esta cláusula
durante ocho meses. Esto ha cambiado mucho, la gran mayoría de funcionarios se
queda en la ciudad. Solo los políticos que dependen de los votantes de su
Estado se marchan los fines de semana”.
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