EE UU emprendió una guerra sin
estrategia y luego descuidó, a causa de Irak, sus compromisos con los afganos
Ignorante de la historia, EE
UU se lanzó sobre Afganistán con la obcecación que da la venganza y sin la
frialdad que precisa una buena estrategia. Washington no se planteó la
existencia de lecciones aprendidas, algunas tan recientes como la de la Unión
Soviética y otras más antiguas, como los tres intentos fallidos del imperio
británico —entre 1839 y 1919— por subyugar a los afganos. Su futura salida del
país asiático, se adelante o no, se presenta ahora con el amargo sabor de un
nuevo fracaso sin resultados tangibles ni herencias provechosas.
La URSS cavó en Afganistán la
fosa en la que quedaría enterrada como potencia. Los 15.000 soldados muertos en
combate en los casi 10 años de ocupación soviética (diciembre de 1979 a febrero
de 1989) propinaron al Ejército Rojo un golpe definitivo. Las columnas de
blindados que el 15 de febrero de 1989 cruzaron la frontera de vuelta a casa
desfilaron por carreteras y caminos a cuyos lados quedaban, como testigos del
aquelarre, los esqueletos de centenares de tanques calcinados.
En
plena guerra fría, incluso antes de la invasión soviética, EE UU había apoyado
la sublevación de los islamistas como fórmula para frenar la influencia comunista
en aquellos caóticos años afganos de finales de la década de los 70. Tras la
ocupación y, en especial tras la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca, en
enero de 1981, se convirtió en su principal soporte. No solo les facilitó
armas, información y ayuda económica, sino que fomentó el desembarco masivo en
el vecino Pakistán de Arabia Saudí y sus extremistas islámicos, incluido Osama
bin Laden. Washington halló en el Corán su mejor aliado para vencer la
ideología comunista.
La contribución estadounidense
a la derrota soviética fue vital, pero resultó desastrosa para los intereses
norteamericanos, como mostraron los
atentados del 11 de septiembre de 2001. Washington no consiguió cimentar la
unión de las siete guerrillas islamistas, que a instancias de EE UU formaron la
Alianza muyahidín como “alternativa democrática” al Gobierno
procomunista de Najibulá.
A los muyahidín no les
interesaban ni los acuerdos de Ginebra, ni las elecciones “democráticas” que
pretendía celebrar la ONU en Afganistán, ni compartir el poder con los
comunistas y ni siquiera entre ellos mismos. Por encima de cualquier alianza
internacional está la lealtad tribal; los
acuerdos con los extranjeros son solo un arma más a utilizar y desechar
cuando está usada. La fuerza de los lazos de grupo quedó patente cuando después
de entrar en Kabul en 1992, las siete guerrillas se apoderaron del Gobierno y
en un abrir y cerrar de ojos se liaron a cañonazos entre ellas.
Fue entonces cuando la guerra
civil arrasó las ciudades y las mujeres fueron privadas de los derechos que
habían disfrutado desde 1979. Mientras, en las regiones tribales del vecino
Pakistán, el conservadurismo religioso wahabí, originario de Arabia Saudí, se
unía a la más dura tradición pastún, la etnia más belicosa e independentista, y
daba origen a los talibanes. La combinación no podía ser más explosiva.
El agotamiento de dos largas
décadas ininterrumpidas de guerra y el deseo de liberarse de la creciente
influencia árabe y paquistaní hizo a muchos afganos concebir en la invasión
estadounidense una cierta esperanza de paz y trabajo. El sueño americano obnubiló
a los afganos por un instante, pero el segundo grave error de George Bush —la
guerra de Irak— le forzó a descuidar Afganistán y dejar a un lado sus
compromisos para con la sociedad afgana. Roto el encanto, cada uno volvió a lo
suyo: los afganos a luchar con uñas y dientes para expulsar a los ocupantes;
las tropas extranjeras, con toda su maquinaria bélica —la más moderna del
mundo— a defenderse y encerrarse en los grandes cuarteles que han construido
—lo único que van a dejar en
ese país destruido—. Y Europa, de la mano de la OTAN, también juega su
papel.
Los militares soviéticos
adelantaron en un mes el final de su retirada sobre el calendario previsto en
un principio. Hoy, no es descabellado plantear un adelanto de la retirada. Pero
sea cuando sea, la salida de Afganistán dejará atrás un territorio sin la
democracia prometida, sin derechos para las mujeres y paraíso de la corrupción.
El mayor logro será salir con vida.
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