El poeta palestino Mahmud Darwix se propuso hasta su
muerte “restituir lo perdido a fuerza de nombrarlo”
Su autobiografía 'En presencia de la ausencia' es un
libro estremecedor y deslumbrante en el que el escritor defiende “la memoria
con la poesía”
Cuando nació Mahmud Darwix, en 1941, su mundo aún existía. Siete años más
tarde fue destruido, al instaurarse el Estado de Israel en Palestina. Su pueblo
natal, Al-Birwa, fue uno de los casi seiscientos que los colonizadores
arrasaron, para sustituirlo por un kibutz y una moshaw. Algunos de sus
habitantes partieron a los campos de refugiados de Sabra y Chatila y otros a
Líbano, entre ellos el poeta y su familia. Al regresar, Israel les dio el
estatuto de presentes-ausentes, es decir, los convirtió en personas que estaban
allí pero no tenían derechos y, por lo tanto, lo habían perdido todo. Desde
entonces, nada ha cambiado: los palestinos, “enfermos de esperanza”, siguen
pasándose de generación en generación las llaves de sus casas demolidas o
incautadas y los israelíes han continuado su limpieza étnica en Kafr Qasim, las
propias Sabra y Chatila, Deir Yasín o Gaza. “Lo que fue tuyo será tu infierno”,
escribe Darwix en su perturbador libro autobiográfico En presencia de la
ausencia.
Consciente de que “sólo las palabras pueden recomponer un tiempo y un lugar
que se hicieron añicos”, el autor de Mural o Estado de sitio se entregó a la
escritura con la certeza de que su misión consistía en “cuidar de la lengua
para que no prescinda de las voces de las víctimas” y en impedir que los
invasores lograsen lo que pretenden todos los sistemas opresivos: ocultar a sus
víctimas. “Aprende a escribir lo que dé prueba de ti”, dice, comprendiendo que
eso era de una importancia vital cuando hasta un hombre de la sensibilidad del
poeta Paul Celan podía visitar Palestina y, como recuerda en su prólogo Jorge
Gimeno, mostrarse asombrado de encontrar allí “tantos judíos, sólo judíos, y
ningún gueto”. Los palestinos que no vio el admirable Celan comprendieron que
el silencio estaba entre sus enemigos, porque “olvidar es dejar atrás el
lenguaje”, y que su único modo de no volverse invisibles era encontrar las
palabras que contasen su drama. “Defenderás una a una las letras de tu nombre,
como hace una gata con sus crías (…) y aprenderás a restituir lo perdido a
fuerza de nombrarlo”, se ordena a sí mismo Darwix. Y a esa tarea se entregó
hasta su muerte, en Houston, Estados Unidos, en el año 2008.
En presencia de la ausencia repasa algunos episodios de su vida, empezando
por su infancia, primero con el descubrimiento del idioma, que hacía que “el
mundo fuera naciendo de las palabras, todo lo lejano se acercara y todo lo
cerrado se abriese”; después con el del terror producido por “una guerra que te
hizo madurar como agosto a las granadas en las laderas de los montes
saqueados”; y finalmente, de la incertidumbre: “Creciste en la linde entre un
mundo que se derrumbaba tras de ti y un mundo aún informe ante tus ojos… un
mundo semejante a un dado por tirar”. Por supuesto, el número que salió no era
el de los palestinos, y el niño Darwix se transformó en un adulto que sufrió
persecuciones, la cárcel, “ese lugar inflexible con el tiempo”, y el exilio,
desterrado en Beirut, El Cairo, Túnez, Moscú o París, eternamente preso “entre
la reflexión sobre lo que no tenía y el estupor de no tenerlo” y entregado a la
nostalgia, incapaz de dejar atrás “lo tuyo que repta hacia ti”. Darwix también
fue militante del partido comunista, editor de la revista Al-Karmel, dirigente
de la OLP y redactor principal, en 1988, de la Declaración de Independencia de
Palestina, que él mismo terminó por considerar una farsa: “¿Qué argucia legal o
lingüística puede formular un tratado de paz y buena vecindad entre un
carcelero y su preso?”, se pregunta.
Con una prosa deslumbrante, que brilla de forma magnífica en la traducción
de Luz Gómez García, Darwix habla también de su regreso a Galilea, tras casi
tres décadas proscrito, para ver a su madre y la tumba de su padre, y hace
sentir al lector el espanto de masacres como la cometida por sicarios
libaneses, a sueldo de Israel, en los campos de refugiados de Sabra y Chatila,
donde asesinaron a más de mil personas. Para evitar tener que recordarlo,
Darwix cita el relato que hizo de ese crimen Jean Genet: “Los escuadrones de
verdugos han abierto cabezas, sajado muslos, cortado brazos, manos, dedos,
arrastrado con cuerdas a gente agonizante… todo en honor de los que observaban
y reían en el último piso del Hospital de Acre”, es decir, los soldados del
Ejército de Israel. Y concluye que en ese mundo feroz, los suyos sólo podían
aspirar a la supervivencia: “Salvarse es el único triunfo posible de la presa
sobre el cazador”.
En presencia de la ausencia es un libro estremecedor, donde al contrario
que en el famoso verso de Rilke lo terrible es el principio de lo bello,
gracias al talento de Darwix para “defender la memoria con la poesía”, e
imprescindible para todo aquel que quiera saber lo que siente por dentro un
pueblo sometido.
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