sábado, 3 de marzo de 2012

En el infierno Rilke se lee del revés


El poeta palestino Mahmud Darwix se propuso hasta su muerte “restituir lo perdido a fuerza de nombrarlo”
Su autobiografía 'En presencia de la ausencia' es un libro estremecedor y deslumbrante en el que el escritor defiende “la memoria con la poesía”
Cuando nació Mahmud Darwix, en 1941, su mundo aún existía. Siete años más tarde fue destruido, al instaurarse el Estado de Israel en Palestina. Su pueblo natal, Al-Birwa, fue uno de los casi seiscientos que los colonizadores arrasaron, para sustituirlo por un kibutz y una moshaw. Algunos de sus habitantes partieron a los campos de refugiados de Sabra y Chatila y otros a Líbano, entre ellos el poeta y su familia. Al regresar, Israel les dio el estatuto de presentes-ausentes, es decir, los convirtió en personas que estaban allí pero no tenían derechos y, por lo tanto, lo habían perdido todo. Desde entonces, nada ha cambiado: los palestinos, “enfermos de esperanza”, siguen pasándose de generación en generación las llaves de sus casas demolidas o incautadas y los israelíes han continuado su limpieza étnica en Kafr Qasim, las propias Sabra y Chatila, Deir Yasín o Gaza. “Lo que fue tuyo será tu infierno”, escribe Darwix en su perturbador libro autobiográfico En presencia de la ausencia.
Consciente de que “sólo las palabras pueden recomponer un tiempo y un lugar que se hicieron añicos”, el autor de Mural o Estado de sitio se entregó a la escritura con la certeza de que su misión consistía en “cuidar de la lengua para que no prescinda de las voces de las víctimas” y en impedir que los invasores lograsen lo que pretenden todos los sistemas opresivos: ocultar a sus víctimas. “Aprende a escribir lo que dé prueba de ti”, dice, comprendiendo que eso era de una importancia vital cuando hasta un hombre de la sensibilidad del poeta Paul Celan podía visitar Palestina y, como recuerda en su prólogo Jorge Gimeno, mostrarse asombrado de encontrar allí “tantos judíos, sólo judíos, y ningún gueto”. Los palestinos que no vio el admirable Celan comprendieron que el silencio estaba entre sus enemigos, porque “olvidar es dejar atrás el lenguaje”, y que su único modo de no volverse invisibles era encontrar las palabras que contasen su drama. “Defenderás una a una las letras de tu nombre, como hace una gata con sus crías (…) y aprenderás a restituir lo perdido a fuerza de nombrarlo”, se ordena a sí mismo Darwix. Y a esa tarea se entregó hasta su muerte, en Houston, Estados Unidos, en el año 2008.
En presencia de la ausencia repasa algunos episodios de su vida, empezando por su infancia, primero con el descubrimiento del idioma, que hacía que “el mundo fuera naciendo de las palabras, todo lo lejano se acercara y todo lo cerrado se abriese”; después con el del terror producido por “una guerra que te hizo madurar como agosto a las granadas en las laderas de los montes saqueados”; y finalmente, de la incertidumbre: “Creciste en la linde entre un mundo que se derrumbaba tras de ti y un mundo aún informe ante tus ojos… un mundo semejante a un dado por tirar”. Por supuesto, el número que salió no era el de los palestinos, y el niño Darwix se transformó en un adulto que sufrió persecuciones, la cárcel, “ese lugar inflexible con el tiempo”, y el exilio, desterrado en Beirut, El Cairo, Túnez, Moscú o París, eternamente preso “entre la reflexión sobre lo que no tenía y el estupor de no tenerlo” y entregado a la nostalgia, incapaz de dejar atrás “lo tuyo que repta hacia ti”. Darwix también fue militante del partido comunista, editor de la revista Al-Karmel, dirigente de la OLP y redactor principal, en 1988, de la Declaración de Independencia de Palestina, que él mismo terminó por considerar una farsa: “¿Qué argucia legal o lingüística puede formular un tratado de paz y buena vecindad entre un carcelero y su preso?”, se pregunta.
Con una prosa deslumbrante, que brilla de forma magnífica en la traducción de Luz Gómez García, Darwix habla también de su regreso a Galilea, tras casi tres décadas proscrito, para ver a su madre y la tumba de su padre, y hace sentir al lector el espanto de masacres como la cometida por sicarios libaneses, a sueldo de Israel, en los campos de refugiados de Sabra y Chatila, donde asesinaron a más de mil personas. Para evitar tener que recordarlo, Darwix cita el relato que hizo de ese crimen Jean Genet: “Los escuadrones de verdugos han abierto cabezas, sajado muslos, cortado brazos, manos, dedos, arrastrado con cuerdas a gente agonizante… todo en honor de los que observaban y reían en el último piso del Hospital de Acre”, es decir, los soldados del Ejército de Israel. Y concluye que en ese mundo feroz, los suyos sólo podían aspirar a la supervivencia: “Salvarse es el único triunfo posible de la presa sobre el cazador”.
En presencia de la ausencia es un libro estremecedor, donde al contrario que en el famoso verso de Rilke lo terrible es el principio de lo bello, gracias al talento de Darwix para “defender la memoria con la poesía”, e imprescindible para todo aquel que quiera saber lo que siente por dentro un pueblo sometido.

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