EL PAÍS 19/03/2012 Por Alberto Ramos Santana
El traslado de las Cortes desde la Isla de León a
Cádiz, además de por el temor a un bombardeo francés, el diputado Villafañe lo
justificó por los incómodos alojamientos y escasez de libros que había en la
Isla, mientras que en Cádiz, dijo, había buenas posadas y mejores bibliotecas.
Es más que probable que Villafañe y los diputados que apoyaron su propuesta
conocieran la fama de ciudad culta y moderna que Cádiz tenía a finales del
siglo XVIII, en gran parte debido a los testimonios que los viajeros ilustrados
dejaron tras su visita a la ciudad. Por ejemplo, Juan Francisco Peyron, que la
visitó hacia 1772 o 1773, escribió: “Cádiz es una hermosa ciudad tan bien
trazada como bien construida”.
Durante el siglo XVIII, gracias a la actividad de su
puerto y al trasiego mercantil con América y Europa, Cádiz cobró fama de ciudad
rica, lujosa y culta. La existencia de centros docentes como la Academia de
Guardiamarinas, el Real Colegio de Medicina y Cirugía de la Armada, la Academia
de Nobles Artes o la Academia Mercantil…, la presencia de la Casa de la
Camorra, lugar de encuentro mercantil y cultural, tres teatros abiertos para
representaciones en español, francés e italiano, la fama de los gabinetes de
lectura y colecciones de arte privadas, entre otros elementos, contribuyeron a
esa fama que se mantenía a principios del siglo XIX y de la que dan testimonio
Antonio Ponz y el Conde de Maule.
Esta era la ciudad que se encontraron, y en la que
vivieron, los diputados tras el traslado de las Cortes a principios de 1811.
Una ciudad que los acogió pese a los problemas derivados del aumento de
población provocado por la llegada de los diputados y la Regencia, además de un
ingente número militares, funcionarios y refugiados que llegaron a Cádiz entre
1810 y 1812. De cómo se vivió en el Cádiz de las Cortes dejó testimonio Antonio Alcalá
Galiano afirmando que, pese a las vicisitudes de la guerra, sus
habitantes gozaron de tranquilidad y una vida “agradable”, entre otras razones
porque nunca faltaron alimentos.
Abastecimientos y efectos de la guerra
Al comenzar el asedio francés en febrero de 1810 se
temió que faltaran víveres y se encarecieran los productos de primera
necesidad, por lo que se adoptaron medidas para asegurar el abastecimiento de
pan y la provisión de combustibles. Sin embargo, pronto se comprobó que el
abastecimiento por el mar estaba asegurado. Ya a principios de abril Diario Mercantil
de Cádiz informaba sobre los víveres llegados al puerto,
informes que se repitieron durante todo el asedio, por lo que mientras en
muchos lugares de la península hubo desabastecimiento en determinados momentos
de la contienda, en Cádiz nunca ocurrió.
La guerra sí trajo otras alteraciones en la vida de
la ciudad. Como primer ejemplo hay que destacar la actitud contra los
ciudadanos franceses que vivían en Cádiz y que, pese a ser viejos y conocidos
vecinos, sufrieron represalias y la requisa de sus bienes. De la misma manera
se acentuaron medidas de seguridad, sobre todo en el control de las personas
que llegaban de los territorios ocupados por los franceses, que tenían que
acreditar su conducta política con el fin de detectar posibles espías o adeptos
a la causa de José I.
En este ambiente no faltaron muestras de fervor
patriótico, como los conocidos alistamientos de voluntarios que se iniciaron en
1808, o los grupos de mujeres que se dedicaron a recaudar donativos, elaborar
vestuario y vendas para las tropas y hospitales, una labor voluntaria que quedó
institucionalizada con la formación de una “Junta de Damas” el 19 de noviembre
de 1811.
El problema del vestuario de las tropas era un
síntoma de la dificultad del mantenimiento del ejército y en muchos momentos
los soldados pasaron penurias económicas debido a los retrasos en la paga. La
situación llegó a ser tal que ya en febrero de 1810 se denunció la venta ilegal
de uniformes y efectos militares por soldados españoles e ingleses; para
evitarlo, se ordenó que quien fuera sorprendido comprándolos sería inmovilizado
mediante una argolla por el cuello, en los postes que había ante el
ayuntamiento, permaneciendo allí doce horas para escarnio público.
Miedo a las epidemias
El aumento de población favoreció los negocios
inmobiliarios, tanto en alquileres como en ventas. Por ello el arquitecto mayor
de la ciudad planteó, a principios de 1812, un proyecto para construir un nuevo
barrio en los extramuros, pero problemas para la compra de los terrenos le
hicieron desistir, cambiando los planes por la construcción de nuevas
habitaciones en las azoteas de muchos edificios, bien con barracas de madera,
bien con tiendas de campaña, que también se instalaron en zonas de la ciudad
fuera del alcance de las bombas francesas, ayudando a paliar las necesidades de
vivienda en Cádiz.
Sin embargo, el hacinamiento y el miedo a las
epidemias fue motivo permanente de preocupación. Con el precedente de la
virulenta fiebre amarilla de 1800, que volvió en 1804, desde marzo de 1810 se
tomaron medidas para evitar aglomeraciones en hospitales, cuarteles, refugios,
hospicios…, se recomendó extremar el aseo y ventilación de habitaciones, suelos
y ropas, así como el uso de agua con vinagre para rociarlo todo, la formación
de lazaretos con los primeros síntomas de enfermedad, etc. Pese a las medidas
adoptadas, la epidemia apareció en septiembre de 1810 y desapareció en
diciembre, sin que la mortandad llegara a las cifras de los años precedentes.
En 1811 se reiteraron las precauciones, pero no hubo
problemas hasta febrero de 1812 con un brote de viruela. La fiebre amarilla
reapareció en junio de 1813. Se trató, una vez más, de ocultar la noticia
produciéndose un intenso debate en las Cortes sobre la veracidad de los rumores
que circulaban, mientras que varios diputados murieron a causa de la fiebre,
entre ellos Ramón Power y Mexía Lequerica. Como consecuencia de la epidemia,
las Cortes decidieron trasladarse de nuevo a la Isla de León, de donde
marcharían definitivamente a Madrid.
Cultura y ocio
Por otra parte, los residentes en el Cádiz de las
Cortes tuvieron la posibilidad de desarrollar una vida cultural y de ocio que
alivió las penurias del asedio. Ramón Solís destacó las tertulias que
organizaban Margarita de Morla, Frasquita Larrea, la marquesa de Pontejos o el
obispo Nadal, en las que participaron un buen número de diputados, así como
otras que se celebraban en cafés como el de Apolo, de Cossi, de las Cadenas,
del Correo o el León de Oro, o en tiendas de vinos como La Taconera. Alcalá
Galiano y Joaquín Lorenzo Villanueva destacaron el carácter literario,
filosófico y político de las tertulias gaditanas, donde se discutía lo tratado
en las Cortes, con la asistencia de diputados liberales a la tertulia de Morla,
y los de tendencia conservadora a la de Frasquita Larrea. Villanueva menciona
también reuniones en las casas de los obispos Nadal y Bejerano y del
regente Agar, así como tertulias distendidas por las murallas y paseos de la
ciudad.
Y como dijera Villafañe, los diputados encontraron
buenas bibliotecas, librerías, imprentas y prensa periódica en Cádiz. Aunque
los primeros periódicos se publicaron en Cádiz en 1763, a partir de 1808 las
circunstancias políticas propiciaron el florecimiento de una prensa de calidad,
plena de contenidos políticos, ideológicos y polémicos, y desde 1810 los
periódicos liberales gaditanos, capitaneados por El Conciso,
como antes lo hiciera el Semanario Patriótico, desarrollaron una campaña por la
libertad de imprenta, como medio de encauzar la opinión pública, apoyando las
intervenciones de diputados como Argüelles o Muñoz Torrero, hasta que la libertad de
imprenta quedó regulada por el decreto del 10 de noviembre de
1810. Surgieron entonces nuevos periódicos y la impresión y edición de libros,
opúsculos, folletos y hojas sueltas aumentó exponencialmente.
También el número de librerías abiertas en Cádiz al
inicio del siglo XIX era notable. En 1801 existían 20 librerías; once años más
tarde, en 1812, el número libreros ascendía a 28, mientras que el de imprentas
llegaba al mismo número, lo que evidencia la existencia en Cádiz de una importante
industria editorial y librera de la que buen uso hicieron los diputados.
Otras diversiones provocaron discusiones en las
Cortes ya que algunos diputados pensaban que la situación exigía una mayor
circunspección entre los españoles en general y los residentes en Cádiz en
particular. Así ocurrió con el teatro, que, siguiendo antigua costumbre, se
suspendió al inició del asedio francés. El 6 de diciembre el Semanario
Patriótico planteó su reapertura y a partir del día 24 comenzó un debate en las
Cortes que terminó cuando el 20 de noviembre de 1811 se autorizó la
recuperación de una intensa actividad teatral, como se constata con la consulta
de la cartelera a través de la prensa.
Por otra parte, un encendido debate se suscitó en
mayo de 1811 cuando el diputado Llamas se quejó de los bailes en casas de
particulares, Villanueva se lamentaba de que los habitantes de Cádiz sólo
pensaban en divertirse, mientras que Simón López y el obispo de Calahorra
clamaban contra la corrupción de costumbres..., hasta que el Presidente recordó
que las diversiones eran lícitas y que si algún diputado consideraba que se
cometían excesos contra
la religión y las buenas costumbres, que denunciase el hecho
ante las autoridades. Y, efectivamente, hubo abundantes denuncias por
actividades consideradas poco decorosas, entre las que destacaron las
infracciones cometidas por taberneros y dueños de cafés o mesones que abusaban
de los horarios, permitiendo la estancia y el consumo de vinos y otras bebidas
alcohólicas fuera de los horarios reglados.
Lea el texto de la Constitución de
1812
Alberto Ramos Santana es catedrático de Historia Contemporánea en la
Universidad de Cádiz y miembro de la Comisión Nacional del Bicentenario de la
Constitución de 1812.
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