El levantamiento antifrancés y la Constitución de
1812 anuncian una tensión entre luz y oscuridad, búsqueda de la libertad y
persistencia de la opresión, cuyas oscilaciones pendulares alcanzan hasta
nuestros días
“Cuando España alzó el grito de la
independencia, sola entre las naciones del continente que habían sido ya
esclavizadas o iban a serlo bien pronto, todos los amantes del bien volvieron
admirados los ojos hacia ella…”. Las reflexiones desde Londres de José Blanco
White sobre “los primeros pasos de la revolución española”, publicadas en 1810
en el prospecto de su periódico El Español, permiten constatar que el
cambio político se tradujo desde sus inicios de 1808 en una revolución de las
palabras.
Ante todo, la Independencia como objetivo supremo, para nada un mito
tardío, aspiración elemental desde el momento en que se percibe el significado
de la ocupación francesa. Los propios invasores lo reconocen, hasta el punto de
que ya el 10 de mayo garantizan en el Diario de Madrid su intención de
respetar la independencia de España. Su correlato es la idea de Nación, en
cuanto sujeto efectivo del proceso de una liberación, al que pronto se añade
como objetivo acabar con la “tiranía interior”, el despotismo ministerial
de la era Godoy.
El principal ideólogo de la renovación política, Manuel José Quintana,
editor del Semanario Patriótico, explicó el efecto producido por la
invasión, al cobrar conciencia los españoles, por encima de sus diferencias
regionales, de que formaban parte de un sujeto colectivo con identidad propia:
“La Nación, de repente, cobró forma de tal”. Su soporte sociológico no es otro
que el Pueblo, mientras la Patria aparece como la entidad que hace posible la
religación de las conductas individuales, en tanto que espacio sagrado, dentro
del cual se despliega el sentimiento, la entrega de los españoles a la causa
común.
Por fin, la valoración negativa del absolutismo, tanto por su condición
opresora como al haber estado a punto de producir la pérdida de la Nación,
lleva a reivindicar un régimen asentado sobre la libertad política, siendo
“juntar Cortes” la exigencia inmediata, con el fin último de elaborar “una
sabia Constitución”. Tal y como expresaba uno de los papeles publicados en los
meses centrales de 1808, entre la euforia de Bailén y la ofensiva de Napoleón,
se trataba de establecer “un gobierno firme y liberal”. Quedaban sentados los
fundamentos del período constituyente que culmina en marzo de 1812.
La claridad de las ideas se vio pronto enturbiada por la evolución negativa
de los acontecimientos militares. Desde las primeras páginas de El Español,
el mismo Blanco White puso en tela de juicio que “la conmoción política”
llegase a buen puerto con un pueblo que parece nacido para “obedecer
ciegamente”, y que sin embargo fue capaz de desplegar “el ardor revolucionario”
frente a los invasores. El entusiasmo se encuentra indisolublemente asociado al
pesimismo.
El dilema de la “revolución española” se sitúa entre esas dos coordenadas.
Como el abejorro cuyo peso hubiera debido impedirle volar, el levantamiento
antifrancés parecía destinado al protagonismo de clérigos enemigos de las
Luces. Goya aun lo recoge en Los fusilamientos del tres de Mayo, con el
fraile ya ejecutado en primer plano. Sin embargo, la revolución de las palabras
denuncia que estuvo cargado de modernidad. Además, inicialmente, ningún
obstáculo se oponía a que buena parte del clero se sumara en nombre de la
lealtad al Rey y a la Religión. Fue un consenso destinado a quebrarse cuando en
Cádiz cobre forma la incompatibilidad entre el proyecto liberal y la
tradicional hegemonía de la Iglesia, y los serviles, con el clero
regular al frente, emprendan desde 1812 su cruzada contra el nuevo régimen, con
el pueblo vuelto a la condición de populacho.
La simbiosis de 1808 fue posible al conjugarse la reacción popular ante la
invasión, tal vez más por la usurpación napoleónica en Bayona que por el eco
del Dos de Mayo, con el desprestigio generalizado de un régimen a cuyo frente
se hallaban personajes como Godoy y la pareja real, envuelto además en una
profunda crisis financiera. La quiebra de la monarquía absoluta tuvo lugar en
1808. Los ilustrados críticos habían carecido antes de voz política, sometidos
a una estricta clausura desde fines del reinado de Carlos III, y aun entonces
la censura previa apenas toleró una breve primavera del pensamiento en los años
80. Lo suficiente para apreciar que el enorme esfuerzo reformador del
despotismo ilustrado servía para identificar los “obstáculos” en la sociedad
española del Antiguo Régimen —reforma agraria y de la hacienda, régimen
señorial, educación, intolerancia— pero que en la práctica resultaba
inutilizado por el control del sistema de Consejos por los privilegiados. Así,
el mundo de Floridablanca, Campomanes y Jovellanos preludia la revolución
política, con hitos como la publicación en 1787 de un proyecto de Constitución
por un militar ilustrado, Manuel de Aguirre, amigo de Cadalso y divulgador de
Rousseau, o la deslegitimación de la nobleza ociosa y del clero supersticioso
desde el “papel periódico” El Censor. Son ideas que germinarán bajo la
superficie, acentuándose incluso en tiempo de Godoy. La atención se vuelve
hacia un pasado histórico donde pudieran encontrarse las raíces de la libertad
y la génesis del aborrecido despotismo. La figura central en esta labor,
Francisco Martínez Marina, típico representante del cristianismo ilustrado,
firma en 1808 como canónigo su Ensayo sobre la antigua legislación; en
1813 su Teoría de las Cortes tiene ya por autor al “ciudadano” Martínez
Marina.
La demografía determinó la forma del proceso. En Francia, desde 1789 a
1968, la capital fue el espacio revolucionario. Aquí prevaleció el
policentrismo de una revolución juntista, donde en las principales ciudades
cada junta era suprema en su territorio, con la vocación de formar una Junta
Central, encargada a su vez de convocar Cortes constituyentes. El programa
responderá al legado de la Ilustración crítica: soberanía nacional, monarquía
limitada y leyes sociales que dirigidas a sustituir el Antiguo Régimen por un
orden liberal.
Dos obras de Francisco de Goya, con la Constitución como protagonista,
informan acerca de la coyuntura política que sigue a 1812. Una es el último
aguafuerte de los “desastres de la guerra”, titulado "Esto es lo
verdadero”. Una generosa figura femenina, sobre el fondo de un resplandor que
como siempre indica la luz de la razón, acoge a un personaje masculino, sin
duda trabajador del campo. No hay idealización alguna en la representación de
éste, y sí en cambio en la de la mujer que alza el brazo izquierdo, con el
índice hacia el cielo, símbolo de la Constitución de Cádiz. De ese encuentro
del trabajo con el orden constitucional surgirá la abundancia. Solo que la
Constitución llega en año de miseria, con la hambruna del siglo, anuncio de
décadas en que ni absolutistas ni liberales tendrán recursos para consolidarse.
Los “desastres de la guerra” y la pérdida del Imperio continental en América
—fin del sueño de la "nación española de ambos hemisferios"— hicieron
inviable la utopía constitucional. Lo explicó Pierre Vilar: la modernización
política llega al mismo tiempo que son destruidas las precondiciones que la
hicieron posible. En España y en México.
Otra cara de la realidad. A fines de 1814 Fernando VII ha restaurado el
absolutismo y el Ayuntamiento de Santander encarga a Goya su retrato, en el
cual deberían aparecer la figura del león hispano cuyas garras han roto las
cadenas y una alegoría de España. Goya cumple el encargo, alterando a fondo su
contenido. El león de las cadenas rotas parece una alimaña. Y detrás del rey,
la hermosa figura femenina no representa a España, sino por el índice levantado
de la mano izquierda, a la Constitución. El triunfo de la restauración
absolutista no es definitivo. El juego de imágenes, en línea con tantas otras
creaciones de Goya, del Sueño de la razón a Lux ex tenebris,
anuncia una tensión entre luz y oscuridad, búsqueda de la libertad y
persistencia de la opresión, cuyas oscilaciones pendulares alcanzan hasta
nuestros días.
Antonio Elorza es autor de Luz de tinieblas. Nación, independencia y
libertad en 1808 (CEPC, 2011).
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