El libro ‘Vixiados’ arroja luz sobre la red de vigilancia
y delación en Galicia
IAGO MARTÍNEZ
Santiago de Compostela 26 FEB 2012 - 20:12 CET
Inés Castelo y María de Dios trabajaban en el asilo municipal de menores de
A Coruña. No consta que se saltasen el horario ni maltratasen a los chavales.
Aún así, el alcalde no se fiaba. Escribió al delegado de Orden Público y le
pidió un informe. Los investigadores interrogaron a los niños, a la madre
superiora y a los vecinos. En dos días lo tenían. A María le sobraba el
apellido: la acusaban de negar la existencia del altísimo, no pisar la iglesia
y airear su fe republicana sin pedir permiso, aunque no era mala inquilina. Lo
de Inés parecía peor: izquierdista y antirreligiosa, guardaba duelo por
anarquistas, se dejaba ver con un señor de tanto en tanto, se hacía la sorda
cuando los críos pisoteaban crucifijos y simpatizaba con la causa del
proletariado. Y encima, solía apuntarse de las primeras a cualquier acto de
mujeres en “la situación pasada”. O sea, en la II República.
A su manera, los golpistas querían saberlo todo. La represión no era suficiente.
Además de muertos, miles en Galicia, la construcción del Nuevo Estado pedía
control, silencio y obediencia. A describir e interpretar la forja de ese
“consenso totalitario”, como lo llama el profesor Emilio Grandío, se dedican
las 260 páginas de Vixiados. Represión, investigación e vixilancia na Galiza da
Guerra Civil (Laiovento, 2011). Coordinado por el historiador coruñés, este
libro colectivo compendia una investigación financiada con ayuda del Ministerio
de Presidencia en la que ha colaborado el equipo Nomes e Voces de la
Universidade de Santiago. Su web ofrece un resumen con apoyo multimedia.
Los sabuesos eran exhaustivos. Tenían la consigna clara: había que
confeccionar un fichero de “rojos e indeseables” a la mayor urgencia. Solo en
Vigo, entre 1936 y 1939 perpetraron casi 4.500 informes. A veces los
traicionaba su propia obsesión, como cuando el alcalde de Sada le pidió al
gobernador civil que sacase del pueblo a una mujer que pedía limosna. Creía que
su demencia era fingida y podía ser una espía. En ocasiones también daban palos
de ciego. A Fernando Blanco Andrés, carpintero del barrio coruñés de A
Falperra, lo denunciaron porque en su radio no sonaba el himno nacional. La
comisaría no tardó en conjurar la amenaza: tenía el aparato estropeado.
El traspié resulta cómico, pero entonces no tenía ninguna gracia. La
torpeza evidenciaba que los golpistas estaban empezando a tejer la malla
totalitaria y Galicia, retaguardia por antonomasia y enclave estratégico para
los militares, era el “laboratorio de pruebas”. La madeja, al principio, se le
iba de las manos. En Vigo tuvieron que llamar al orden a los suyos porque la
Guardia Cívica había empezado a “vender” sus servicios. En la primavera de 1938
la red ya era más sólida. Martínez Anido, ministro de Orden Público, acababa de
firmar un acuerdo secreto con el jefe de la seguridad nazi, el sanguinario
Himmler. Pronto se convocaron mil plazas para la unidad de Investigación y
Vigilancia. Sueldo: 1.300 pesetas al año. Requisitos: ser español, entre 23 y
40 años, con aptitud física, sin antecedentes penales ni asomo de relación con
el Frente Popular y la masonería.
Todos eran sospechosos, incluso ellos mismos. Lo demuestra Vixiados: la
Iglesia, la Falange, los cargos públicos, los empresarios, las trabajadoras,
todos en causa. En agosto de 1937 decidieron peinar el Banco Pastor. Al
presidente del consejo, Ricardo Rodríguez Pastor, lo acusaban de haber
concedido un crédito al Partido Galeguista y financiar el diario El Sol y el
Atlantic Hotel, cuya propiedad atribuían a Casares Quiroga y Wonemburger. De
115 empleados de la central, 77 resultaban sospechosos. En las sucursales
habían marcado a otros 15. El director del banco, Pedro Barrié de la Maza,
acató la depuración: seis a la calle y 51 sancionados.
Contra el tumor de las “ideas avanzadas” que Franco
quería combatir se inoculó otra enfermedad aún más contagiosa: la delación. Uno
de los capítulos del libro analiza el fichero de la Delegación de Orden Público
de A Coruña, conservado incompleto en el Arquivo do Reino de Galicia. Aunque la
policía, Guardia Civil, Ejército, Falange y Gobierno contribuían al panóptico,
el 34% de los informes procedían de la sociedad civil. Eran chivatazos y
denuncias, a veces infundadas y a menudo sin recompensa económica. Alertaban de
que aquel era un “confidente rojo” o este otro había hecho mofa de la toma de
Teruel. Cualquier excusa servía. La identidad de los delatores, eso sí, se
ocultaba bajo un nombre en clave. Ese era el problema. Cualquiera podía ser el
agente 190-A.
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