Un libro reconstruye el siglo XX de las mujeres en
Galicia
IAGO MARTÍNEZ
A Coruña 18 MAR 2012 - 03:38 CET
A Angelita Varela le faltó tiempo para echar una mano en el golpe. Al
quinto día puso 5.000 pesetas en la guarnición ourensana para que a los
militares les sobrasen las razones. En la ciudad, decía la prensa local, solo
dos personas se habían adelantado a la marquesa de Atalaya Bermeja. Su papel no
había sido pasivo. Al contrario, podía presumir de haber estado allí en la
primera hora. Como Gloria Arias, que un par de noches antes se había puesto a
cortar líneas telegráficas y telefónicas en el Posío para que la salvajada no
contagiase a la provincia. Como las once mujeres que a la misma hora, entre las
dos y las tres de la tarde del 20 de julio de 1936, reunían armas en Seixalbo y
registraban cualquier coche que entrara o saliera de Ourense por la carretera
de Villacastín a Vigo.
El historiador Julio Prada cuenta en uno de los capítulos de As mulleres en
Galicia no século XX (Ir Indo), elegido la semana pasada por la Asociación de
Editores Galegos como el mejor libro educativo de 2011, el caso de su colega
Giovanni Levi. El padre del italiano, partisano antifascista de Giustizia e
Libertà, levantó acta de una época a través de su experiencia como guerrillero.
Las páginas de su autobiografía, sin embargo, no mencionaban a su familia. A
nadie. Tuvo que ser su mujer quien se encargase de contar, en otro relato, lo
que había sido cuidar sola de tres hijos y soportar a los fascistas que fusilaban
y quemaban las casas de los familiares de los huidos.
Contra la invisibilidad de la mujer en la historiografía y su retrato como
agente pasivo se postula este ensayo dirigido por Prada y Jesús de Juana junto
a otras cinco investigadoras. Desde las alumnas pioneras en la Universidad de
Santiago en 1915 hasta la fundación de la Asociación Galega da Muller en mayo
de 1976 y las primeras Xornadas Feministas de Compostela en abril de 1978.
De la batalla por los derechos políticos, que empiezan a legislarse de
forma limitada en la dictadura de Primo de Rivera —Concepción Pérez fue la
primera alcaldesa de Galicia, y se mantuvo en el cargo entre 1925 y 1930 en
Portas—, hasta la eclosión del movimiento feminista tras la muerte de Franco.
A pesar de la complicidad con el golpe de Angelita Varela y otras mujeres
de Acción Femenina Gallega, Prada advierte contra el vicio de interpretar el
activismo católico del primer tercio del siglo XX —barrido después por la
Sección Femenina de Falange y las agrupaciones tradicionalistas de mujeres, las
Margaritas— como un simple reflejo de la manipulación del clero.
Eso es lo que ha hecho tradicionalmente parte de la historiografía. Lo
mismo que las élites masculinas de la época: desconfiar de ellas. Carré Aldao,
de las Irmandades da Fala, las emplazaba en 1923 a quedarse “en el santuario
del hogar” para “cuidar de la cuna santa y sublime del amor a la patria
gallega”. Gil Robles aún se refería así a las simpatizantes de Acción Nacional
en 1931: “Yo no pido tanto para vosotras. No es propio de la mujer todo cargo
que lleve consigo una jurisdicción, una autoridad política”.
Además de “un motivo pintoresco y de broma”, como diría Clara Campoamor en
un célebre debate parlamentario frente a los discursos misóginos de dos
diputados gallegos, el progresista Roberto Nóvoa Santos y el cura Basilio Álvarez,
la progresiva incorporación de las mujeres a los derechos políticos fue una
piedra en el ojo de los partidos políticos. Los conservadores las arrumbaron en
el gueto de las secciones femeninas. Los de izquierda, tanto burgueses como
obreros, optaron por integrarlas como a cualquier militante, pero lejos de la
jerarquía. Ni siquiera la II República, aunque dio amparo a múltiples avances
legislativos, fue capaz de colmar las expectativas. Solo nueve candidatas
resultaron elegidas en los comicios legislativos del régimen. Ninguna era
gallega.
La represión sí fue generosa con ellas. Con las que se habían destacado en
el proyecto republicano, como la viguesa Urania Mella, de la Agrupación de
Mulleres contra el Fascismo. Con las que habían prestado apoyo a la resistencia
frente a los golpistas, como las represaliadas en el barrio coruñés de As
Atochas. Y con otras muchas que, al margen de su implicación en el
antifranquismo, padecieron lo que María Victoria Martins llama “represión de
género”. Torturadas, rapadas, violadas, exhibidas como trofeos y sometidas a la
violencia estructural del franquismo durante otros 40 años.
Aplastadas por la dictadura como Cándida Rodríguez lo
había sido por las balas de la Guardia Civil en septiembre de 1922 en Sobredo.
Ni sumisa ni invisible, intentaba impedir que embargasen a un vecino que no
había pagado el foro.
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