La casona familiar de los Azaña en Alcalá de Henares fue
saqueada y convertida en comisaría tras la Guerra Civil.
Gracias al diario de su hermana Pepita, desvelamos lo que
estas paredes callaron, metáfora de muchos silencios de España.
JUAN CRUZ 17 FEB 2012 -
15:01 CET
Esta de la calle de la Imagen, número 5, de Alcalá de Henares, es la casa
donde nació Manuel Azaña, el presidente de la República también en tiempos de
guerra, muerto en el exilio francés un año después de la contienda civil. Es un
edificio muy noble que mira hacia la casa más chica en la que nació Miguel de
Cervantes, y es trasera de un convento de carmelitas donde, de chico, el que
sería además excelente escritor iba “a decirle discursos” a las hijas de santa
Teresa.
Sobre este muchacho que luego sería tantas cosas, y también una víctima de
la diáspora a la que fueron obligados los republicanos, se montó, en la
posguerra, un terrible acoso que desfiguró su memoria hasta los extremos del
chascarrillo y la caricatura. Pero no solo eso: con saña, elementos facciosos
que en su mayoría pertenecían a la Falange alcalaína, vecinos en todo caso de
la familia asaltada, irrumpieron en esta casa de patio ancho y abierto, de
galerías generosas y de alcobas espaciosas en las que estuvieron sus primeros
libros, para despojar lo que estuviera a su alcance hasta dejar la mansión
vacía e irreconocible.
Una mujer entre los que robaron, Carmen Hernández, jefa de Falange de
Alcalá, consideró que quizá ella podía simular que hacía lo propio, pero tuvo
la inteligencia de saquear para guardar y devolver en su día a la familia Azaña
las pertenencias que le habían sido despojadas en cuanto Franco declaró que la
guerra había terminado.
Carmen Hernández le tenía respeto al presidente, y cuando Pepita, la
hermana de Manuel Azaña, regresó del exilio, en 1940, y se fue a vivir otra vez
a Alcalá, decidió entregar muebles y otros objetos que ella misma había
requisado… Con una voluntad de hierro, como si su memoria herida le dictara,
Pepita Azaña fue escribiendo en un diario de tapas iguales a los ya famosos
cuadernos del presidente todos los objetos que en otro tiempo hubo allí.
La hermana de Azaсa (con su sobrina Concha Azaсa Cuevas y con su otra
sobrina Pepita Azaсa Cuevas, hijas de Gregorio, hermano del presidente) regresу
a Alcalб, pero la casa estaba incautada por la dictadura (fue comisarнa y sede
de Falange), de modo que esos muebles y otros objetos restituidos la
acompaсaron a las casas que ocupу hasta que el rйgimen le devolviу esta casa de
Imagen.
La memoria de Pepita fue eficaz, obsesiva, minuciosa. Nunca antes se habнan
dado a conocer esas pбginas, que guardan con celo, igual que guardan la casa,
la sobrina nieta del presidente Marнa Josй Navarro, hija de Pepita Azaсa
Cuevas, y su marido, el ingeniero Josй Aparicio. Han restaurado las estancias,
pero han dejado algunas alcobas y salones que son como aquellos en los que Manuel
viviу hasta que se fue a estudiar con los agustinos…
Aquн estб la casa que йl consideraba “triste” o “lъgubre”, como recuerda
Santos Juliб en su biografнa Vida y tiempo de Manuel Azaña; pero era
triste y lúgubre porque aquí, en su niñez, fueron desapareciendo abuelo, padre,
madre, hermano…; pero la casa es abierta y espaciosa, convoca al recogimiento y
al estudio, y refleja sin duda el espíritu en el que Azaña, hijo de alcalde e
historiador, Esteban Azaña, se hizo para la vida.
Pepita fue anotando lo que había y lo que faltaba en cada una de las
estancias… En el oratorio de la familia (los Azaña tenían un oratorio) había
“una imagen de la virgen de las Mercedes”, también había “un cuadro de la
bendición Papal de León 13 (sic); dos coronas de cementerio, una caja
conteniendo una corona de porcelana con rosas y violetas, una cinta marcada
‘Tus hijos y hermanos’ (…), un crucifijo dorado, juego de la media luna y
candelabros”.
La escritura sucinta, precisa, obsesionada seguramente con la obligación
moral de restituir al menos los nombres de las cosas, ya que no podía recuperar
las cosas, proseguía describiendo lo que debía haber habido en el comedor
reencontrado: “Un aparador, un trinchero, con espejos; una mesa de comedor, dos
mecedoras de rejilla, un sofá grande tapizado, doce sillas, un juego de
cortinas de terciopelo, un tapete de chimenea, un espejo de caoba…”. Y de otras
estancias de la casa Pepita rescató estos vacíos: “Un tresillo de caoba
tapizado de damasco azul y dorado; un sofá y cuatro silloncitos de caoba
tapizados de damasco de seda azul, dos sillas de caoba con respaldo y asiento
de rejilla, una mesita centro de caoba…”.
En la alcoba principal (una de esas alcobas del siglo XVIII que terminaban
en un salón donde recibían) había “una cama de matrimonio, dos mesas de noche
con espejos, un lavabo tocador con espejo y mármol rosa, un armario de dos
lunas, todo esto de caoba con adornos dorados, un espejo dorado, un cuadro
pintado al óleo copia de la Purísima de Rafael…”.
En esa minuciosa reelaboración de su paisaje doméstico, Pepita escribió, a
veces sin puntos ni comas, como para que no se le fueran de la cabeza los
objetos enumerados, que “había en la casa dos muebles que quedaron de mi
hermano Gregorio después de su fallecimiento que eran: un piano que fue de mi
madre / una cama dos mesillas lavabo armario con luna, juego en madera color
claro / un sofá dos butacas, seis sillas, pintada la madera de color guinda
tapizadas de verde (…) / Un baúl de chapa con ropa de Manola y Enriqueta / (…)
Varios cajones de libros y papeles/ Una máquina de coser / (…) Un arcón grande
lleno de ejemplares de la Historia de Alcalá escrita por mi papá”.
Estamos rodeados de la memoria infantil de Azaña; por aquí correteó el
muchacho y deambularon personajes que luego serían trasuntos de algunas de sus
ficciones; aquí está la escalera de caracol que aparece en La vocación de
Jerónimo Garcés; por aquí corría detrás de su madre, y estos artesonados y
estas estanterías fueron algunas de sus primeras visiones, como las del oratorio
y las visitas a las monjas, que fueron sus amigas (y que lo siguen siendo, como
dice José Aparicio).
Desde esta alcoba, en la que está una de las mesas que restituyó Carmen
Hernández, se veía el patio castellano donde crecían el pino y la higuera a cuya
sombra él leía los libros que ya no están… Él se llevó libros, cajas y cajas,
quizá están ahora en La Sorbona, quién sabe…
Hay dormitorios y despachos que están sin tocar, por así decirlo; en la
restauración que han elaborado María José Navarro y José Aparicio para que la
casa de Azaña sea también habitable en el siglo XXI se han respetado cuartos,
dormitorios y despachos, que reproducen el ambiente dieciochesco de las viejas
estancias en las que pulió su espíritu el niño Manuel Azaña. Aquí está, señala
María José, la tarima original, y está la mesa sobre la que él escribía o leía;
había una chimenea que se llevaron, y no están los libros, claro, dejaron tan
solo un ejemplar de La Ilustración española y americana de 1878 y las Doloras
de Campoamor, marcadas con el sello de la Falange…
Pepita volvió del exilio (con su sobrina Pepita, con Concha, hijas de
Gregorio, muerto en 1934; Pepita es la madre de María José; a Concha la adoptó
como hija la hermana de Azaña) cuando su hermano Manuel murió en Montauban… Era
1940; hasta 1953 no le fue posible recuperar la casa incautada, y murió seis
años después, tras una vida en la que el susto y las depresiones fueron
compañeras del miedo… La casa fue recuperada gracias a las gestiones que, en
medio de la oscuridad del régimen, hizo el marido murciano de la sobrina
Pepita. María José, niña aún, fue a algunas de esas visitas lúgubres. “Recibían
a mi padre en estancias oscuras, y quien lo atendía debía ser un juez de
Responsabilidades Políticas; se comportaba con mucha educación. Yo era una
niña, así que solo recuerdo la oscuridad, aquellos salones inmensos y
oscuros…”. Mientras tanto, Pepita Azaña y los suyos deambularon por otras casas
de Alcalá, donde llevaron consigo los objetos restituidos por Carmen Hernández…
Ahora, en una de las camas que forman parte del abigarrado mobiliario de
los Azaña, reposa una muñeca desnuda que fue de Pepita; hay abanicos, una
virgen (que restituyó Carmen Hernández)… Todo lo que hay de esa época de los
Azaña, recuerda María José, “lo devolvió Carmen; le tenía gratitud a mi tío
abuelo, seguramente porque él le ayudaría en algún momento con algún trabajo;
lo cierto es que lo ponía bien en las conversaciones, y en aquel tiempo de
posguerra eso era mucho más que arriesgado”.
Como si quisieran borrar un pasado que desmentía la imagen de un Azaña
comecuras, los desvalijadores no dejaron nada del oratorio… Pepita volvió a
Alcalá con la madre de María José; esta se casó aquí, con José Navarro,
abogado, él fue quien hizo las gestiones para recuperar la casa. En ese
deambular melancólico que ella distrajo recordando qué había en la casa
desvalijada, notó la ignominiosa frialdad que la posguerra reservaba aquí para
los que fueron vencidos. “Muy desolada”, cuenta María José, “fue a ver a los
que eran más amigos, y ahí también se encontró que tenía que seguir con una
mano delante y otras detrás, sin amistades, solo con la memoria que la
perseguía”.
Arruinadas y saqueadas, aquellas mujeres (“aquí me encontré a cuatro
mujeres asustadas”, dice ahora José Aparicio, que encontró a la familia Azaña
cuando empezó a cortejar a María José) empezaron a vender lo que les quedaba
del patrimonio familiar. “Pero nunca, ni en los primeros momentos, ni antes de
su muerte, en 1959, escuché a mi tía abuela, ni a mi madre, que murió en 1985,
decir nada sobre la guerra, sobre los sufrimientos que padecieron… No contaban
ni siquiera lo que le pasó a Gregorio, hijo del hermano de Azaña, a quien
fusilaron en Córdoba el 19 de agosto de 1936.
El cuaderno en el que Pepita Azaña Díaz describió el contenido del despojo
“fue un desahogo”, dice ahora su sobrina nieta… El tiempo fue pasando en esta
casa de Alcalá, hasta su muerte; recuperó algunos de sus amigos, venían a
merendar a estas estancias, jamás hablaron de política… Mientras no pudo
volver, María José, que era una niña, entraba por el jardín, escuchaba a lo
lejos los cánticos de Falange, se asomaba a los balcones que habían sido el
soporte de la mirada adolescente de Manuel Azaña, y volvía adonde estaba
Pepita:
–¡Tía, he visto tus balcones!
Mientras tanto, Pepita Azaña Díaz se vengaba del expolio
luchando con la memoria para establecer por escrito todo lo que había sido suyo
y ahora estaba en manos de los que habían vencido… En 1980, todavía, cuando aún
vivía la madre de María José, en el centenario de Azaña, los herederos del
despojo lanzaron pintura roja contra la placa que recuerda que aquí nació el
presidente de la República, aparecieron esvásticas, lanzaron un petardo… “Mi
madre lo vivió con miedo”. Como si volviera la oscuridad. José Aparicio avisó a
los facciosos: ni un paso más en la ignominia. Y ya no hubo más. La desolación
está en estas hojas que ellos guardan ahora como un testimonio de lo que la
memoria puede contra la desolación pavorosa que dejó la guerra en la familia
Azaña.
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