Una
barcelonesa relata en un libro su terrible experiencia de 10 años de prostituta
Una
existencia llena de secretos y mentiras, que equivale a no existir para la
sociedad
Yo pertenecía al grupo de putas de nivel medio. No era ni de las de lujo ni
de las baratas. Porque no es como muchas personas creen, que solo existe la
prostitución de alto nivel y luego la esclavitud, sino que hay mucho más. Una
de las cosas que he comprobado a lo largo de los años es el increíble
desconocimiento que la sociedad en general tiene de cuántas mujeres se dedican
a la prostitución de manera oculta, aunque lo hagan esporádicamente. El puterío
es como la sombra psíquica. Todos creen que “de eso” no tienen, pero rascas un
poco y en todas las familias asoma. Además, el puterío no existiría sin la
sombra, y crece en la sombra.
Yo lo hice durante mucho tiempo solo por las tardes y ni siquiera durante
muchos meses seguidos. No aguantaba tanto, lo dejaba y regresaba cuando se me
acababa el dinero ahorrado. Otras lo hacían solo a ratos; eran las “chicas de
contactos”, una categoría diferente. Otras eran putas de fin de semana; otras,
de a diario durante ocho horas, como en cualquier curro de oficina. Muchas
estaban casadas, o tenían familia con la cual convivían, y les contaban un
cuento. Decían que cuidaban abuelos, niños, o que limpiaban, o que estaban en
una agencia inmobiliaria, o... auténticas películas... y colaban. Lo dicho:
esto es como la sombra. Cuesta ver esa realidad en “tu” familia (...).
En mi caso, y por lo menos en la superficie, lo que me catapultó al puterío
fue el desengaño hacia los hombres, unido a una dificultad económica, en un
momento en que mi proyecto de vida hizo agua. Tenía 21 años y era una chica
culta, universitaria y normalita en todo lo demás. Vivía en casa de mis padres
(...). Pero hoy sé que los problemas con los hombres y con mi manutención, en
mi caso, eran temas directamente relacionados. Y esto nos lleva a otras razones
más profundas para que yo terminara siendo puta, razones no evidentes y
escondidas hasta para mí misma (...).
Tenía 30 años cuando regresé a casa de mis padres y aún tuve suerte porque
me aceptaron sin poner pegas. Pudo haber sido peor; hay mujeres que no tienen
adónde regresar, dónde caerse muertas un tiempo mientras intentan empezar otra
vez de cero. Afronté una nueva etapa de búsqueda de trabajo e inicié nuevos
estudios. Por estudiar que no quedara. Sin embargo, aún tuve que seguir
trabajando de puta, aunque durante menos horas, para pagar mis gastos y
mantener un mínimo de independencia. Era aceptable comer y dormir en casa de
mis padres, pero con 30 años pedirles dinero para comprarme un libro, salir el
fin de semana o pagarme unos nuevos estudios, pues no.
Aquella fue la etapa más dura, porque ya no soportaba prostituirme más y me
enfermaba cada dos por tres. No veía la manera de terminar con mi situación,
porque además parecía que no había modo de encontrar otro trabajo. Enviaba
currículos, pero nadie me llamaba ni para decirme que no. Muchas veces llegaba
hasta el lugar de mi trabajo como puta y sentía que no podía llamar al timbre.
Entrar en el edificio, subir en el ascensor y encerrarme en aquellas cuatro
paredes para ser follada otra vez se me antojaba insoportable, superior a mis
fuerzas. Entonces daba media vuelta, me iba al parque cercano, me sentaba en un
banco y tomaba aire. A veces lloraba de impotencia. Luego me enfadaba por
llorar y me repetía a mí misma: “Piensa, piensa, piensa. ¿No eres tan lista?
Algo se te tiene que ocurrir”.
Pero no sabía qué más pensar. Era como si mi cerebro no supiera funcionar
correctamente en lo relativo a encontrar un empleo. Al final razonaba que de
momento tenía que ir a trabajar de puta un día más. La jefa y los clientes me
estaban esperando unas calles más allá, se trataba de no pensar tanto, era
mejor ir a trabajar y dejar las reflexiones para otro momento. Al final iba. No
me daba cuenta de que en realidad no “tenía” que ir más, y que lo que pasaba es
que no sabía dejarlo. Toda mi estructura mental relativa a la supervivencia
material estaba dañada o distorsionada desde su raíz, desde mi infancia. Por
eso, aunque veía que mi vida iba mal por ese camino, no sabía cambiar. Para
remate, ya no obtenía ninguna satisfacción de mi oficio. A esas alturas de mi
historia, hasta el dinero que ganaba me daba asco. Pero no ganarlo era aún
peor. Estaba hecha un lío.
Finalmente, conocí a una mujer terapeuta, pero desde que la conocí hasta
que empezó a tratarme aún pasaría un año. Durante ese tiempo trabajaba cada vez
menos y peor, porque ya no podía más. Tenía síntomas raros, médicamente no
explicables, porque en las analíticas no veían nada. Cistitis crónica no
infecciosa, inflamación en los ovarios, vaginitis inespecífica, vértigos,
contracturas aquí y allá sin razón aparente. O sensaciones extrañas, como notar
un frío gélido que me envolvía la cintura, el vientre, las lumbares. Y no se
aliviaba con nada: ni con baños calientes, ni envolviéndome telas de lana
alrededor del cuerpo, ni metiéndome en la cama. Me dolía todo el cuerpo, casi
no podía follar, porque cada penetración me dolía como si me golpearan el
cuello del útero con una barra de hierro. Sentía que perdía energía, que mi
cuerpo era como un vaso rajado desde el que se escapaba el agua. A veces me
sentía vieja y agotada, y andaba como zombi. Me medicaba constantemente para
los espasmos musculares, las contracturas, las migrañas, las anginas crónicas,
los resfriados, los hongos, qué sé yo. Estaba harta de recurrir al
Gine-Canestén o a los óvulos de blastoestimulina en el coño para poder
trabajar. Ya no sabía cómo era mi cuerpo en estado natural.
El colmo fue cuando empecé a tener pequeños sangrados rectales, unidos a
dolores internos extraños. Sentía como si tuviera púas metálicas atravesándome
el colon y me acojoné. ¿Qué cuernos me estaba pasando? Tuve miedo, no de
morirme, que hubiera sido un alivio, sino de mal morirme. Porque los médicos no
veían nada superficial. Debía de ser algo escondido, profundo. Tenían que
hacerme pruebas a fondo en el hospital y el pavor me invadió. Me vi entrando en
una espiral de médicos, pensé en tumores, cáncer, qué sé yo. No fui capaz de
decirlo en casa. He aquí una muestra de la gran confianza que ha existido entre
mis padres y yo. Todo lo escondí. Aparentemente yo era feliz, todo estaba bajo
control, pero mi vida hacía agua.
En ese estado de pánico y agobio, al fin me entregué a las sesiones de
terapia. Pensé que tal vez fuera a morir, pero al menos quería hacerlo del
mejor modo posible. No quería meterme en un hospital sin más y dejar que me
llevaran de aquí para allá, que todos empezaran a decidir por mí, sin haber
tenido ni tiempo de detenerme, de descansar de mi vida, de revisar mi interior,
de reflexionar. Entonces, gracias a la terapia descubrí... Ah, ¡no puedo
resumirlo! Tengo que utilizar una metáfora. Tengo que decir que fue como en la
película de Matrix. Vi. Y lo que vi, aunque me dejó KO, me hizo
despertar, cambiar.
Pero ahora digamos, para acabar, que dejé la prostitución gracias a dos
cosas: una, a haber cuidado mis relaciones humanas y amistosas ajenas al
ambiente de trabajo, gracias a las cuales ciertas personas finalmente me
ayudaron (terapeuta incluida). Dos, a haberme atrevido a ver, a elegir
siempre consciencia frente a inconsciencia. Por duro que sea lo que descubras
acerca de tu vida o de la vida en general, por mucho que al destapar la caja de
Pandora te parezca que la realidad es horrorosa o un espanto, es mejor saber.
Eso te permite afrontar el verdadero origen de tus males y dejar de odiarte;
además, te capacita para entender mejor la realidad en que vivimos. De otro
modo, no puedes buscar caminos de vida diferentes. Estás atrapado, como en la matrix,
en inercias, programas mentales, etcétera.
Tal vez lo más difícil sea lo segundo: asumir ser
conscientes, elegir siempre saber frente a no saber. No es un camino que todos
deseen andar. Mi mejor amiga de la prostitución murió, en parte, porque no
quiso andarlo. Le daba más miedo afrontar su realidad y pedir ayuda como puta
confesa que sufrir una larga y penosa enfermedad, como finalmente sucedió.
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