EL PAÍS 12/03/2012
Por Emilio Grandío Seoane
El recuerdo de Santiago Casares Quiroga está plagado de adjetivos: cobarde,
timorato, tísico, histriónico, individualista, mecenas, liberal… Pero pocos se
han encargado de buscar sustantivos: líder que propició una transición modélica
de la monarquía a la república en Galicia, ministro en varias ocasiones durante
la época republicana, jefe del gabinete ministerial en los días cruciales de
julio de 1936, referente político de Izquierda Republicana tras su salida del
gabinete en los primeros momentos del conflicto… A Casares Quiroga siempre se
le recordará por ser el máximo responsable ejecutivo del Gobierno republicano
durante el pronunciamiento fallido de julio de 1936. Su famosa dimisión del 18
de julio le acompañará permanentemente. Pero sigue teniendo demasiados
claroscuros.
La inmensa mayoría de los contemporáneos que compartieron aquellos hechos
han definido un perfil de Casares prácticamente unánime: en aquel momento
dimite por que no quería armar a los obreros. Esta opinión ha sido elaborada
generalmente a partir de las memorias editadas con posterioridad.
Hay que recordar que en la primavera de 1936 todos los comentarios previos
sobre las posibilidades de Casares como jefe de gabinete ministerial iban en la
dirección de que Azaña gobernaría por persona interpuesta. Presidente de la
República y Jefe de Gobierno en una casi perfecta unidad de acción. Pensamiento
y acción. Azaña temió siempre el torrente revolucionario. Pero, ¿y Casares?
Desde luego si no hubiera dimitido, todo hubiera conducido a la entrega de las
armas a los sindicatos obreros.
Los análisis sobre su figura siempre han adolecido de un punto de debilidad:
no dejó memorias. Es de los pocos dirigentes republicanos con peso en aquel
gobierno que no ha dejado para la posteridad sus impresiones en negro sobre
blanco. Mucho se ha comentado sobre ello. Las especulaciones siguen siendo
numerosas. Sabemos que tuvo ofrecimientos editoriales, pero todos fueron
rechazados. Había algo que le impedía realizarlo de manera sincera y honesta:
la retención de su hija y su nieta en un entorno amenazador y conocido. Desde
los primeros días del golpe militar de julio de 1936 su hija mayor y su nieta
fueron retenidas en su ciudad natal, A Coruña. Y no fue espontáneo. En los
papeles de los sublevados en A Coruña se observa una intención previa por
conseguir este botín humano -nada menos que el entorno familiar más querido y
allegado del Jefe de Gobierno- a través de la desaparición durante las horas
del golpe de la vigilancia oficial de la residencia donde veraneaban madre e
hija.
Desde aquella fecha madre e hija se acostumbraron a una vida en penumbra,
señaljdas de manera constante por buena parte de aquella sociedad herculina que
se sumaba al carro de los vencedores. Tuvieron que sufrir aislamiento y
amenazas, presentaciones cotidianas en los cuarteles, insidias y rumores. Todo
ello en una ciudad que se había convertido de la noche a la mañana en un lugar
provinciano y pacato, triste y temeroso, una sociedad que acechaba a lo que
consideraban distinto y ajeno.
Para la mayoría de casos similares, la política de canjes funcionó durante
la Guerra Civil. En este no. Esther y María Esther fueron liberadas de su
retención domiciliaria en 1955. Cinco años después de la muerte de su padre y
abuelo. Es evidente que esto significó un condicionante sobre Casares que nadie
pudo arreglar: la amenaza sobre sus familiares más queridos permaneció viva
hasta su muerte. Al margen del ensañamiento, ¿habría otro motivo por el que se
amordazó al político durante décadas?
Con esos condicionantes familiares y sin memoria propia, sólo queda
aproximarse a su figura a través de la reconstrucción realizada por sus
contemporáneos. El análisis de la trayectoria pública de Casares nos muestra un
perfil alejado de esa imagen de político temeroso y cobarde. Sin tener en
cuenta estas interpretaciones, el Casares anterior a ese verano de 1936 puede
calificarse como un líder político que en ocasiones podía ser considerado
arriesgado. Resulta curioso contrastar los hechos con la imagen difundida: si
en estos momentos hay algún miembro del gabinete ministerial dispuesto a tomar
medidas de apoyo a los obreros este es sin duda Casares. Varias circunstancias
podrían apoyar esta tesis: su relación y actitud respecto a los grupos obreros
gallegos en los momentos previos a la proclamación de la República; su opinión
negativa -única en el gabinete ministerial de 1932- a la conmutación de la pena
de muerte para el general Sanjurjo tras su fallida sublevación; su condición de
representante de Izquierda Republicana en la negociación con los grupos
sindicales sobre el apoyo a la plataforma electoral Frente Popular para las
elecciones de febrero de 1936, especialmente con la CNT; sus intervenciones
parlamentarias durante los escasos meses de la legislatura del Frente Popular
en donde interpela directamente al proletariado como el único sector que puede
salvar a la República de la conspiración en marcha; los testimonios directos de
los oyentes de su comunicado de radio en las horas previas a su dimisión…
Pero este perfil aparece con un dibujo más rotundo en lo que ocurre durante
esas horas cruciales del 18 al 19 de julio, un retraso que determinó que en ese
fin de semana se extendiera la llama de la sublevación cual reguero de pólvora
por los cuarteles militares peninsulares. Hechos tras su dimisión: el cambio de
Gobierno con la designación por Azaña como jefe de gabinete a Diego Martínez
Barrio, con el expreso cometido de llegar a un acuerdo con los sublevados y así
no armar a los obreros -si Casares no iba a proveer de armas a los
obreros, ¿qué objetivo tiene hacerlo dimitir?-; la inmediatez y decidida
voluntad de la respuesta de los grupos sindicales en contra de la dimisión de
Casares en las calles madrileñas en las primeras horas del día 19, con la
presión del PSOE, lo que provoca que el Gobierno de Martínez Barrio nunca se
constituya oficialmente y no pase de unas primeras consultas iniciales; tras el
fracaso de la opción Martínez Barrio se nombra un gabinete dirigido por José
Giral, prácticamente idéntico al de Casares –al margen de la ausencia del
político gallego, sólo otro ministro sale del gabinete y por motivos de
enfermedad-, pero con la diferencia sustancial –ahora sí- de dar armas a los
obreros…
Si algo define de manera constante a Casares en su trayectoria pública es
su condición de fiel cumplidor de los deseos de Azaña. El político alcalaíno
siempre consideró, con los altibajos correspondientes en una relación pública
en momentos tan complicados, a Casares como un leal aliado. Es más, en su
Diario textualmente lo califica de amigo, una visión positiva que no se
deteriora sino que curiosamente se incrementa tras los días del golpe militar.
¿Un amigo que ejerce su fidelidad personal hacia la figura de Azaña hasta el
punto de sacrificarse en el momento más álgido de su carrera política?
Algunos historiadores no apuestan decididamente por esta, pero indican que
los hechos no encajan en la versión que se ha convertido en oficial, mantenida
durante décadas. Resulta complicado inclinarse decididamente por alguna
versión, entre otras circunstancias por las dificultades documentales para la
reconstrucción de su figura.
Además hay testimonios de peso que apoyan esta interpretación de la actitud
tomada por Casares el 18 de julio, distinta de la oficializada y
mayoritariamente asumida. Al margen de los testimonios escritos de obreros que
escuchan por radio las primeras actitudes del jefe de gabinete ya mencionadas,
está la opinión de su propia hija, María Casares, en su libro de memorias
Residente Privilegiada. O la interpretación del propio Manuel Portela
Valladares, nada proclive a ser considerado un adulador de Casares, en sus
memorias. Y además en una expresión muy directa:
"En la tarde del 18 acordó el Presidente Azaña, según frase conocida
‘decapitar a Casares’, al oponerse a la entrega de armas al pueblo que éste le
propuso".
La verdad es que tampoco hay pruebas definitivas de esta segunda
interpretación, a falta de una investigación más detenida sobre el personaje.
Pero como no hay pruebas irrefutables de la primera, más alla de una imagen
reproducida durante mucho tiempo. De lo que hablaron Azaña y Casares en esos
dramáticos momentos sólo podían transmitírnoslo directamente ellos dos.
Lo que es evidente es que el político gallego ha sido uno de los personajes
de la Segunda República que ha sido objeto de las críticas por la derrota del
régimen. Todas las opiniones del abanico político lo han convertido en blanco
perfecto para solventar la frustración que representó la caída de la democracia
republicana. Parece haber un algo de complacencia y de alivio de conciencias
detrás de esta imagen. Es cierto que fue un personaje fundamental que vivió el
momento más determinante del siglo XX español en la máxima responsabilidad
gubernativa. Pero… ¿y si Casares quisiera haber sido el Kerenski español?
Emilio Grandío Seoane es
profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Santiago de Compostela
y coeditor del libro La forja de un líder (Eneida) sobre el político
republicano.
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