luns, 7 de xuño de 2010

Los caminantes


ANTONIO MUÑOZ MOLINA
BABELIA - 05-06-2010

Las fotografías en blanco y negro traen el recuerdo de un tiempo en el que caminar era un acto revolucionario. En el Museo del Bronx las fotos componen el gran friso histórico de las caminatas por los derechos civiles en el sur de Estados Unidos, que comenzaron con el boicot a los autobuses públicos de Montgomery, en Alabama, en diciembre de 1955, y culminaron en la apoteosis de la gran marcha sobre Washington en 1963. En otro lugar de Nueva York, el admirable Centro Internacional de Fotografía, se ven también algunas de esas fotos que ya son parte de la memoria pública de un siglo -Coretta King en el entierro de su marido asesinado, los perros de la policía desgarrando la ropa de un manifestante negro-, pero además se completan con otras imágenes del cine, la televisión, la publicidad, la industria de consumo, que revelan la omnipresencia siniestra del racismo, la burla perpetua, entre benévola e injuriosa, la contumaz negativa a aceptar no ya la ciudadanía sino hasta la plena humanidad de los negros. En el cine o en la televisión, cuando no eran grotescos o serviles eran invisibles. En una serie de carteles patrióticos editados durante la II Guerra Mundial para exaltar la causa de la democracia contra el fascismo hay niños jugando en los parques o estudiando en las escuelas o grupos de hombres entregados al trabajo, en una representación a la vez terrenal e idealizada de la gente común: pero en ninguno de esos carteles hay una sola cara que no sea anglosajona y blanca. El mismo país que estaba batiéndose en una guerra formidable contra el nazismo segregaba a los soldados negros en las filas del ejército. Lena Horne, que se murió hace unas semanas, recordaba el insulto de una ocasión en la que tenía que cantar para las tropas en el frente europeo: en las primeras filas estaban los soldados blancos americanos y los prisioneros de guerra alemanes; al fondo, los soldados negros. En un anuncio de una revista en colores lujosos de los años cincuenta dos doncellas de cofia y mandil blanco discuten en una parodia fonética del acento afroamericano: una de ellas se muestra agradecida porque sus señores le dan un día libre entero a la semana; la otra declara, con esa arrogancia de la favorita de los dueños de la plantación, que sus señores son más generosos todavía, porque gracias a la aspiradora eléctrica que acaban de comprarle termina más rápidamente sus tareas y tiene mucho más tiempo libre. Una de las escenas más delicadas del cine musical es esa en la que Lena Horne canta el Stormy Weather de Harold Arlen junto a una ventana por la que se ve una calle de Nueva York batida por una tormenta súbita. Pero los productores se aseguraban de que tales escenas fueran muy breves y no tuvieran mucha relación argumental con el resto de la película, a fin de poder cortarlas en las versiones que se exhibían en los cines del sur.

Una niña con coletas, con vestido blanco y calcetines blancos, como arreglada para la iglesia un domingo, camina hacia la escuela custodiada por altos guardias armados mientras a unos pasos la chusma racista le tira cosas y le grita insultos que ella parece no oír. La niña camina con la misma dignidad serena, con la misma fragilidad indestructible que hay en todos los héroes comunes de aquellos años, hombres y mujeres, negros y también blancos, porque muchos blancos de buena voluntad y corazón progresista participaron en la lucha, en la que alguno de ellos se dejó la vida. Lo que me produce más emoción es ver en las fotografías y en las imágenes confusas de los noticiarios cómo el heroísmo consistió en hacer con naturalidad cosas perfectamente habituales. Caminar, permanecer sentado. Caminar durante horas o días, durante meses, sin más descanso que el preciso para reponer las fuerzas y seguir caminando; sentarse en el taburete de plástico acolchado de una cafetería y apoyar los codos en la barra; subir a un autobús y sentarse en un asiento de las primeras filas, no de las últimas, y mirar hacia el paisaje como si no ocurriera nada.

Ha habido revoluciones sanguinarias que en nombre de la fraternidad humana y del paraíso terrenal se convirtieron en grandes fábricas de crímenes. En España todavía quedan sueltos algunos chacales que para vindicar el idilio de un edén paleolítico consideran necesario el asesinato. En Montgomery, Alabama, el primero de diciembre de 1955, una costurera de aire tranquilo, Rosa Parks, dignamente vestida con un abrigo y un sombrero, con unas gafas que acentuaban la dulzura de su cara, inició una de las grandes revoluciones del siglo con el solo gesto de sentarse en un autobús, mirando al frente, sujetando el bolso sobre el regazo. Muchas veces, a lo largo de los años, negó que el motivo para sentarse en una de las primeras filas en lugar de seguir avanzando hacia el fondo, hacia las reservadas a los negros, fuera el agotamiento, o el dolor de los pies. Lo hizo, decía, con aquella expresión de templanza que tuvo hasta el final de su vida, porque decidió que tenía que hacerlo, que no podía aguantar más pasivamente la injuria de la segregación. La amenazaron, la detuvieron, la encerraron. Policías brutales la zarandeaban y le gritaban insultos acercándole mucho a la cara serena sus grandes bocas torcidas de ira.

Las calles, las orillas de las carreteras, se fueron llenando de caminantes. Hombres y mujeres vestidos con esa formalidad que resalta más gracias al blanco y negro de las fotografías se levantaban de noche y empezaban a caminar para llegar a tiempo a los trabajos sin tomar los autobuses que pasaban una y otra vez vacíos. Caminar es el acto más primordial, el más simple. Con sus trajes oscuros, sus corbatas, sus pequeños sombreros, los negros caminaban por las carreteras del sur con la misma majestad que si pisaran los caminos polvorientos de África. Porque se los representaba como a bufones o mendigos ellos extremaban la severidad de sus modales y sus ropas. Porque les decían "boy" negándoles hasta la condición de adultos ellos empezaron a utilizar "man" como vocativo. En la foto de la huelga de los trabajadores de la limpieza de Memphis, en 1968, una pancarta única se multiplica sobre las cabezas de los caminantes, "I'am a Man". Por debajo de las sirenas y los altavoces de la policía y los ladridos de sus perros avanzaría el gran rumor de los pasos humanos.

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