ANTONIO MUÑOZ MOLINA
Las fotografías en blanco y negro traen el recuerdo de un tiempo en el que caminar era un acto revolucionario. En el Museo del Bronx las fotos componen el gran friso histórico de las caminatas por los derechos civiles en el sur de Estados Unidos, que comenzaron con el boicot a los autobuses públicos de Montgomery, en Alabama, en diciembre de 1955, y culminaron en la apoteosis de la gran marcha sobre Washington en 1963. En otro lugar de Nueva York, el admirable Centro Internacional de Fotografía, se ven también algunas de esas fotos que ya son parte de la memoria pública de un siglo -Coretta King en el entierro de su marido asesinado, los perros de la policía desgarrando la ropa de un manifestante negro-, pero además se completan con otras imágenes del cine, la televisión, la publicidad, la industria de consumo, que revelan la omnipresencia siniestra del racismo, la burla perpetua, entre benévola e injuriosa, la contumaz negativa a aceptar no ya la ciudadanía sino hasta la plena humanidad de los negros. En el cine o en la televisión, cuando no eran grotescos o serviles eran invisibles. En una serie de carteles patrióticos editados durante la II Guerra Mundial para exaltar la causa de la democracia contra el fascismo hay niños jugando en los parques o estudiando en las escuelas o grupos de hombres entregados al trabajo, en una representación a la vez terrenal e idealizada de la gente común: pero en ninguno de esos carteles hay una sola cara que no sea anglosajona y blanca. El mismo país que estaba batiéndose en una guerra formidable contra el nazismo segregaba a los soldados negros en las filas del ejército. Lena Horne, que se murió hace unas semanas, recordaba el insulto de una ocasión en la que tenía que cantar para las tropas en el frente europeo: en las primeras filas estaban los soldados blancos americanos y los prisioneros de guerra alemanes; al fondo, los soldados negros. En un anuncio de una revista en colores lujosos de los años cincuenta dos doncellas de cofia y mandil blanco discuten en una parodia fonética del acento afroamericano: una de ellas se muestra agradecida porque sus señores le dan un día libre entero a la semana; la otra declara, con esa arrogancia de la favorita de los dueños de la plantación, que sus señores son más generosos todavía, porque gracias a la aspiradora eléctrica que acaban de comprarle termina más rápidamente sus tareas y tiene mucho más tiempo libre. Una de las escenas más delicadas del cine musical es esa en la que Lena Horne canta el Stormy Weather de Harold Arlen junto a una ventana por la que se ve una calle de Nueva York batida por una tormenta súbita. Pero los productores se aseguraban de que tales escenas fueran muy breves y no tuvieran mucha relación argumental con el resto de la película, a fin de poder cortarlas en las versiones que se exhibían en los cines del sur.
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