Giani Stuparich es uno de los grandes. Dotado para captar
lo sustancial, el escritor soldado narra su vida en la Primera Guerra Mundial
con una estremecedora visión de la desdicha
Después del grato descubrimiento de novelas breves tan perfectas como La
isla y Un año de escuela en Trieste (Minúscula), de Giani
Stuparich (Trieste, 1891-Roma, 1961), leer Guerra del 15 es obligado
para cuantos ya nos declaramos adeptos de este gran escritor.
Claudio Magris ha resaltado la “humanidad” de Stuparich, y Vila-Matas lo ha
elogiado como representante de esa literatura magnífica y evocadora de antaño
que todavía gozaba de buen “fuelle espiritual”; y es que Stuparich, hombre
moralmente íntegro y buen psicólogo, sabía acertar en el núcleo de lo que de
verdad importa. En suma, que es uno de los grandes: sensible, poético y dotado
para captar lo sustancial; emociona e incita a pensar: ¿qué más se puede pedir
a un escritor?
Hay libros memorables con experiencias de la Primera Guerra Mundial; Tempestades
de acero, de Jünger, o Adiós a todo eso, de Graves; sin olvidar Un
año en el altiplano, de Lussu; pero éste de Stuparich es distinto, de aire
más íntimo y espontáneo: son memorias al vuelo que recogen la experiencia de sólo
dos meses de guerra —desde el 2 de junio al 8 de agosto de 1915—; lapso de
tiempo más breve que el de los títulos mencionados; ello no impide que el libro
nos atrape por su cercana viveza, por lo franco de sus observaciones y la
realidad de su ambiente.
'Guerra del 15'
Giani Stuparich
Traducción de Miquel Izquierdo
Minúscula. Barcelona, 2012
196 páginas. 17,50 euros
Giani y su hermano mayor Carlo se alistaron como voluntarios en el Ejército
italiano en 1915. Fueron destinados a una compañía de granaderos del frente de
Friuli, en el sector de Monfalcone, cerca de su Trieste natal, ciudad que
entonces estaba en poder de los austriacos. Ambos ansiaban conquistarla, puesto
que allí tenían su casa, a la madre y la hermana.
Los Stuparich comenzaron su aventura bélica al principio ilusionados porque
aún no habían entrado en combate; su idealismo no les libraba del miedo, pero
les daba alas para superarlo. Pero pronto, la vida militar con sus penosas
marchas, el sofocante calor, la lluvia, el barro y el terror de plomo que
siembran los temibles shrapnels comenzó a enervarlos y entristecerlos.
La narración es impresionista, limitada a un escenario reducido y circular, ya
que Stuparich consigna las idas y venidas de la compañía en el propio
Monfalcone y sus inmediaciones, pues tampoco avanzan mucho más. Aquí y allá
saltan de cuando en cuando instantes poéticos: una bella puesta de sol o un
gracioso conjunto de álamos proporcionan al escritor soldado mínimas escapadas
estéticas a un mundo mejor, plenos atisbos de una belleza y una bondad que
Stuparich anhela en medio del sórdido ambiente de la guerra y copado de lleno
por el verde grisáceo de los uniformes en mezcolanza con el barro y la mugre;
la metralla que silba en pos del soldado agazapado en la inhóspita trinchera;
la noche que desconcierta a los granaderos, cargados como mulos con el equipo
completo y la bayoneta calada, obedeciendo órdenes sin idea de sus porqués. Y a
todo ello enseguida se adhiere la estremecedora visión de la desdicha ajena:
los heridos y los muertos.
Giani Stuparich no se ceba en imágenes crueles, apenas entrevistas;
prefiere dar cuenta de los instantes de camaradería, del recuerdo de la madre o
de la ternura que le inspira su hermano mayor, Carlo, grandote y melancólico,
más indefenso que el larguirucho Giani. Mas ninguno se queja, tampoco dudan; se
resignan, son voluntarios y cargan con las consecuencias; se entristecen, pero
jamás embiste su ánimo el derrotismo o la deserción.
Una noche Giani es herido por un trozo de metralla, quieren darle un
permiso para que se recupere en el hospital, pero él prefiere quedarse en el
frente junto a su hermano. Carlo no sobrevivirá a la guerra, en esta época
Giani lo ignora, aunque a veces lo asalta una angustia premonitoria de la
desgracia; tras dos meses de campaña sabe ya muy bien que sus vidas nada valen
en aquel matadero militar: “Sesenta días de desgaste, ¡sin tregua! Miro las
caras de los compañeros supervivientes y me veo reflejado en ellas: resulta
doloroso notar que el alma ya no brilla en los ojos de nadie” —anota—.
Stuparich fue condecorado al final de la guerra con la medalla de oro al
mérito militar (momento que recoge la fotografía de la cubierta del libro);
ignoramos los pormenores de su gesta, pues las anotaciones de Guerra del 15
son anteriores; por lo demás, sabido es que los hombres valientes rara vez
mencionan su valor, hablan más de sus miedos, igual que en este libro de
trágica belleza.
'Parte de guerra '
Edlef Köppen
Traducción de Rosa Pilar Blanco
Sajalín Editores. Barcelona, 2012
500 páginas. 25 euros
A la par que el diario de guerra del triestino Stuparich aparecen ahora en
castellano dos inusitados testimonios literarios de la Gran Guerra: el del
alemán Edlef Köppen y el del estadounidense William March.
Köppen (1893-1939) fue uno más de los innumerables jóvenes que se alistaron
como voluntarios al estallar la guerra; dejó sus estudios de filosofía para
servir como artillero en Francia. Estuvo en la “trituradora de Verdún” y en el
Somme, donde británicos y franceses lucharon contra los alemanes en la batalla
más espeluznante de la contienda: desde el 1 de julio de 1916 al 24 de
noviembre perecieron sólo allí 1.250.000 hombres. Adolf Riesiger, trasunto
literario de Köppen, es un soldado intachable; cumple y calla, atento a su
deber, pero reflexiona sobre lo que ve. Las experiencias que narra en esta
atípica novela, cruda y expresionista, fueron compartidas por miles de
combatientes de distintas naciones en cuanto empezaron a sonar los primeros
disparos y cayeron los primeros muertos; su fe en cualquier clase de idealismo
se hizo trizas, aplastada por la imperiosa realidad de una contienda que, antes
que una guerra “convencional”, era una carnicería inútil, un matadero a gran
escala de reses humanas.
El libro tiene escenas espeluznantes y de gran tensión dramática (una
soberbia carga de caballería, bombardeos), pero sobre todo abunda en cadáveres
y muerte. Soldados abatidos por enjambres de proyectiles o por tormentas de
obuses: decapitados, desmembrados o despanzurrados, salpicando con su sangre a
los atónitos supervivientes, oscuridad, miedo y suciedad sin fin. Las
peripecias de Riesiger se alternan con partes de guerra, comunicados de las
autoridades y anuncios curiosos aparecidos en periódicos de la época, así el
lector puede captar en paralelo el contraste entre las mentiras oficiales y la
realidad del frente.
'Compañía K'
William March
Introducción de Philip D. Beidler
Traducción de Bianca Southwood
Libros del Silencio. Barcelona, 2012
310 páginas. 18 euros
El libro del americano March —seudónimo de William Edward Campbell (1893-
1954)— constituye un hito en la literatura norteamericana: entre La roja
insignia del valor de Stephen Crane y Trampa 22 de Joseph Heller,
fue la primera novela estadounidense en la que un verdadero combatiente aporta
su visión de la guerra, sus vivencias crudas y descarnadas, alejadas de
cualquier atisbo de arenga patriótica. Compañía K es un libro atípico,
tanto como el de Köppen; lo componen breves capítulos que responden al nombre
de un soldado de la compañía (113 en total); cada uno da pie a una anécdota, un
pequeño absurdo, una boutade o un crimen: no hay gestos heroicos, piedad
ni cariño; tan sólo necedad, cobardía y crueldad. El lector asiste entre
divertido y horrorizado a los razonamientos con los que aquellos hombres
“normales” convertidos en soldados justifican sus acciones, a menudo propias de
auténticos descerebrados.
March sólo contó lo que vio, mas la imagen de sus compañeros de armas es,
por desgracia, arquetípica, pues bien puede corresponder a soldados de
cualquier ejército, y hasta a los soldados de hoy en Afganistán o Irak. El
trato constante con la muerte impide pensar, aliena y descorazona a los
hombres, que, convertidos en puro instinto, se erigen en carniceros de otros,
pero también de sí mismos: “Son hombres cuya mente han raptado los muertos”,
cantó Wilfred Owen, el poeta inglés de las trincheras, muerto en 1918 en
Francia, en los mismos campos donde combatieron March y Köppen (véase sus Poemas de
guerra, en Acantilado).
En suma, Parte de guerra y Compañía K son
libros diferentes en la forma y coincidentes en el fondo; joyas antibelicistas
y subversivas, pues, lo mismo que Owen con sus poemas, disipan “la vieja
mentira: Dulce et decorum est pro patria mori”, y tantas otras que
todavía hoy se esgrimen para justificar cualquier guerra.
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