Las jóvenes de la península Arábiga quieren tomar las
riendas de su destino
Cuestionan las costumbres patriarcales y los matrimonios
forzosos
“Quiero librarme de mi familia y
vivir mi vida”, espeta Fadwa en un arranque de sinceridad. La confidencia, que
suena a pataleta de adolescente, adquiere un significado diferente cuando la
pronuncia una mujer en una de las monarquías de la península Arábiga, donde el
petróleo parece haber anestesiado a la población frente a los vientos de cambio
que sacuden la zona. El conservadurismo, fruto tanto de los valores tribales y
religiosos como de la reacción a la apresurada modernización de estas
sociedades, ha sido un lastre para el avance de las mujeres. Ahora el acceso
generalizado a la educación, la televisión por satélite, los viajes, Internet y
la urbanización están transformando de forma irreversible sus aspiraciones.
Fadwa (nombre supuesto para proteger su identidad) no es una niñata en
medio de un arrebato de rebeldía. A sus 23 años tiene detrás una dura historia
personal de matrimonio impuesto, maternidad temprana, depresión y divorcio.
Detrás de la mesa de su despacho, la joven, cubierta de negro de la cabeza a
los pies, transmite una imagen engañosa de conformidad con su destino. Sin
embargo, nunca se ha resignado.
“Quería estudiar y mis padres me dejaron claro que si no aceptaba casarme,
no podría hacerlo”, relata sin aparente rencor. Que los progenitores elijan a
los maridos de sus hijas es todavía habitual entre las familias de la península
Arábiga. Fadwa tenía 18 años y el candidato era un primo al que no conocía.
Decidida a lograr su objetivo, dio su consentimiento y pudo graduarse en
administración de empresas.
“Lo pasé muy mal, me causó problemas
psicológicos, he estado en tratamiento”, admite satisfecha de haber dejado
atrás esa etapa oscura. Queda no obstante un hijo de tres años que, tras el
divorcio y hasta que cumpla 11 años, permanecerá a su cargo. “Lo cuida mi
madre”, confía. Eso es lo que le ha permitido aceptar este trabajo de
secretaria en una oficina del Gobierno. “Gano menos de lo que podría con mi
título, pero planeo hacer un máster y aquí tengo más tiempo”, explica con
determinación.
Es entonces cuando se le escapa el “quiero librarme de mi familia y vivir
mi vida”. Enseguida matiza que no desea cortar radicalmente con ellos, pero que
necesita más espacio personal, más libertad. Es una aspiración que comparten
muchas de las jóvenes universitarias de esta parte del mundo que ven como sus
sociedades abrazan las innovaciones tecnológicas a la vez que se aferran a
costumbres y tradiciones que frenan la reforma de su estructura patriarcal.
La educación ha sido clave en el avance de las mujeres de las seis
monarquías petroleras del golfo Pérsico, donde no tuvieron acceso a la
enseñanza hasta los años sesenta del siglo pasado. Han aprovechado bien las
oportunidades. Hoy, constituyen entre el 60% de los universitarios (en Arabia
Saudí) y el 77% (en Emiratos Árabes Unidos). Incluso descontando que los hombres
salen a estudiar fuera con mayor frecuencia, las cifras son significativas. La
Universidad les ha permitido salir del núcleo cerrado de la familia al que los
sectores más tradicionales aún desean relegarlas. Con sus diplomas bajo el
brazo, quieren trabajar y tomar las riendas de su destino.
Dada la escasa población autóctona de estos países, sus gobernantes apoyan
(con distinto entusiasmo) esas aspiraciones. En EAU, uno de los más vocales en
la promoción de la mujer, las licenciadas han llegado a profesiones
habitualmente dominadas por los hombres como ingeniería, ciencia, informática,
derecho, comercio o la industria del petróleo. Constituyen el 35% de la
población nacional activa y rondan el 60% en la administración pública,
incluida alguna ministra y embajadora. También tienen el mayor número de
empresarias de la región. Los negocios, junto al funcionariado, son el ámbito
favorito de empleo porque da flexibilidad para combinar el trabajo con la
responsabilidad en el hogar que les asigna la tradición.
En el terreno social, los cambios van más despacio. Perduran todavía
limitaciones legales (como el derecho a trasmitir la nacionalidad, el divorcio
en las mismas condiciones que los hombres, y la custodia de los hijos tras la
separación), de movimiento (Arabia Saudí es el caso extremo), o simplemente,
para elegir la vida qué quieren vivir. Trasnochados códigos de honor o la
presión del qué dirán aún pesan como una losa sobre muchas mujeres, en especial
de familias beduinas o asentadas en localidades del desierto, lejos del
cosmopolitismo de las ciudades costeras.
“Quiero casarme por amor”, espeta Nayma ante la aprobación de su
inseparable amiga Alia. Ambas, estudiantes de Filosofía, comparten el mismo
sueño romántico que sus madres atribuyen a “demasiadas películas americanas”.
Hasta ahora, su edad y sus estudios les han librado del enfrentamiento
familiar, pero se acerca el momento de la verdad. “Mi hermana pequeña contrae
matrimonio este verano y voy a ser la única de los siete hermanos que queda en
casa”, admite Nayma con preocupación. “Mi madre tampoco eligió y no entiende mi
empeño”, añade la joven que a los 18 años sigue sometida a la autoridad del padre
a pesar de ser mayor de edad.
Hay sin duda un cambio generacional, agrandado además por la globalización
de los medios de comunicación. La madre de Nayma apenas aprendió a leer y a
escribir en un país que hasta el descubrimiento del petróleo vivía del pastoreo
y de la pesca. Ahora Nayma acude a uno de los campus femeninos de la
Universidad Nacional, en cuya residencia viven numerosas estudiantes. Aunque la
educación es segregada (“no creo que muchas familias enviaran a sus hijas a la
universidad si fuera mixta”, apunta una profesora extranjera), el contacto
entre las chicas, algunas de países con culturas diferentes, y la relativa
independencia que eso supone, abren nuevos horizontes.
Nayma parece no obstante más preocupada por su futuro sentimental que por
el profesional. “¿Qué te parece?”, inquiere mientras muestra en el móvil al
causante de sus desvelos. A la pregunta de cómo le ha conocido, responde que a través
de Internet. Pero también han hablado por teléfono. No dice si han llegado a
encontrarse a solas, algo que sus padres no tolerarían.
Es fácil tachar su actitud de inmadura, pero revela que se están
produciendo cambios fuera del radar de la generación gobernante. La versión
oficial presenta a una juventud moderna en el uso de la tecnología, pero
respetuosa con las normas y tradiciones que sostienen el status quo. “Tenemos
apego a nuestra religión y nuestra cultura, pero vivimos en el mundo, no estamos
aisladas”, explicaba recientemente a un medio local Fatma al Hashemi, una
estudiante de 20 años de Dubái, con motivo de una exposición sobre la mujer
emiratí. Tampoco Nayma da la impresión de querer saltarse las reglas. Pero
Shahla ya lo ha hecho.
Su mera presencia en vaqueros y camiseta escotada, en medio de un mar de abayas
negras, es toda una declaración de intenciones. El centro no impone normas de
vestido más allá de la modestia aunque una de las vigilantes le ha llamado la
atención por llevar al cuello “una prenda masculina”, un pañuelo palestino. “Me
cubro cuando voy a casa los fines de semana porque si no a mi madre le da un
patatús”, admite con franqueza esta estudiante de urbanismo. “Sospecha que aquí
no me pongo la abaya y el pañuelo, pero considera que es una crisis de
rebeldía pasajera y que terminaré pasando por el aro”.
La rebeldía vestimentaria es sólo un signo de algo más profundo, un deseo
de ser ella misma y decidir lo que hace, a dónde va y con quién.
Pero Shahla no espera que le concedan nada. Lo toma por sí misma, incluso
corriendo grandes riesgos. Su dominio del inglés le ha dado acceso a un puñado
de amigos extranjeros con los que sale muchos fines de semana mientras sus
progenitores la creen en la residencia universitaria y los responsables de ésta
piensan que se ha ido a su casa. Ir a bailar o a tomar una copa constituye todo
un desafío al orden establecido.
A sus 24 años ha tenido varios novios, una tacha
inconfesable en su entorno, y sopesa si su actual pareja merece la pena como
para romper con su familia y su país. Aunque confiesa haber pensado también en
optar, como hizo Fadwa, por la vía del matrimonio y el divorcio con chico de su
país, como un medio para obtener la libertad sin tener que abandonar a su
familia. Sería una decisión sin vuelta atrás, como el proceso de cambio que se
está produciendo a fuego lento en toda la región.
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