En el año 1962 las huelgas de los mineros asturianos
y la reunión de vencedores y vencidos significaron el fin de las consignas de
la guerra civil para casi todos los españoles, excepto para los franquistas
En 1962, hace 50 años, en España pasaron muchas cosas. Tantas, que
cambiaron de forma sustancial las relaciones internas en un país que vivía ya
más de dos décadas de opresión por la dictadura franquista.
España era entonces un país miserable en lo material, azotado por las
secuelas de la guerra, y por los efectos de un Plan de Estabilización que
pretendía abrir, por primera vez desde 1939, las fronteras a la economía
mundial. En el occidente de Europa, en un proceso que todavía estaba lleno de
contradicciones, se estaba construyendo el mejor de los sueños, el de una
economía potente que crecía a un ritmo con pocos precedentes, dentro de unas
normas democráticas que permitían a los ciudadanos expresarse en libertad tanto
en la calle como en las urnas, y curar las heridas que había dejado abiertas el
gran conflicto mundial de 1939 a 1945.
España era, además, un país miserable en lo político. El abominable
dictador que gobernaba a su antojo estaba apoyado en una extensa base social
adoctrinada por la Iglesia más regresiva; aterrada por un ejército de pacotilla
que sólo servía para recordar pasadas glorias y reprimir las ansias de libertad
de los vencidos y de muchos de los que habían sido vencedores; y encuadrada
obligatoriamente por una nutrida multitud de hombres del Movimiento, que se
quedaban con los puestecillos de medio sueldo y los pequeños cargos en
sindicatos y la administración del Estado a cambio de ejercer el matonismo
ideológico en cada pueblo. Con ellos, una clase empresarial acostumbrada al
dinero fácil, a los obreros humillados y el favor del Estado.
En aquel ambiente de colores grises y discursos tabernarios, se produjeron
dos acontecimientos que hicieron que las cosas comenzaran a cambiar: las
huelgas asturianas de la primavera, y la reunión de Múnich, donde por primera
vez se sentaron a una misma mesa representantes de los vencedores y los
vencidos de la guerra civil para buscar, juntos, una salida política al
sofocante régimen franquista.
La primavera asturiana fue un hecho insólito. Millares de mineros fueron a
una huelga general que no había convocado nadie ni fue, en principio,
encabezada por nadie. Un acto colectivo de enorme trascendencia política que
trajo de cabeza al régimen, porque no sabía cómo combatirlo. Los mineros
asturianos no actuaban empleando la violencia, ni apenas podían celebrar
asambleas. Todas sus acciones se fueron desarrollando en silencio, con gestos
de hombres que no se ponían el mono o mujeres que arrojaban maíz al paso de los
esquiroles para llamarles gallinas. La policía no sabía a quién detener, porque
los heroicos militantes comunistas que, de cuando en cuando, se atrevían a
desafiarles, estaban en la cárcel o no eran los promotores; ni los socialistas
de la UGT, a los que su dirección en Francia había prohibido participar en
conflictos que les pudieran llevar a la cárcel; ni los anarquistas, casi
desaparecidos.
Los que conducían aquella huelga eran jóvenes que no habían luchado en la
guerra, por mucho que hubieran padecido sus secuelas. Y no tenían nombres que
estuvieran en los ficheros policiales. Eran obreros comunes, muchos de ellos
concienciados, a pesar de la Iglesia franquista, en movimientos como las
Hermandades Obreras de Acción Católica o las Juventudes Obreras Católicas. Se
llamaban Severino, Piti, Lourdes o Aida. Y nadie sabía nada de ellos. Algunos
se convirtieron después en líderes sindicales, y fundaron nuevas asociaciones
como la Unión Sindical Obrera, o participaron en la creación y el desarrollo de
un movimiento que se llamó Comisiones Obreras.
Aquel movimiento huelguístico que acabó contagiando a casi toda España,
desde la siderurgia vasca hasta los latifundios andaluces, pasando por la
industria catalana y madrileña; un movimiento que animó a los estudiantes de
las grandes ciudades a levantarse con coraje contra la dictadura; que movilizó
a los intelectuales para atreverse a firmar cartas públicas contra Franco,
encabezados por gente como Menéndez Pidal. Aquel movimiento significó el
desguace de la organización sindical única, y anunció el nuevo sindicalismo de
clase que fue clave para el final del franquismo por su capacidad de
movilización y su radical exigencia de libertad; mejor dicho, de libertades,
como la de asociación y la de expresión.
Las huelgas de Asturias tuvieron un eco enorme en el exterior, y su
represión provocó la animosidad de toda Europa contra el régimen franquista,
que intentaba mostrar por entonces su cara más amable para llamar a las puertas
de la incipiente unión económica. Los obreros asturianos significaban el final
de la guerra civil y luchaban contra un sistema que seguía en ella, como se
demostró por la represión feroz que desarrolló en aquellos momentos.
La reunión de Múnich tuvo un carácter no menos decisivo. La nómina de los
que acudieron a la ciudad bávara para restañar las heridas que las diferencias
políticas habían provocado durante la guerra entre unos y otros, suena ahora
como si fuera un listado de gentes de otro planeta. A muy pocos jóvenes les
dicen nada hoy los nombres de Salvador de Madariaga, Rodolfo Llopis, José María
Gil Robles, Joaquín Satrústegui o Dionisio Ridruejo.
Son hombres que dejaron de importar para la política española hace ya mucho
tiempo, que ni siquiera tuvieron un papel decisivo en la transición política
comenzada en 1976. Pero que abrieron caminos tan importantes como el de la
reconciliación. No fue un camino sin tropiezos. Ahora pueden resultar incluso
hilarantes las disculpas de Gil Robles para que nadie pensara que había hablado
con algún comunista o que, ¡parece increíble!, alguno llegara a pensar que le
había estrechado la mano al líder socialista Rodolfo Llopis.
La simple firma común de un documento en el que se pedía que España
confluyera con Europa en la aceptación de las libertades políticas y
sindicales, de que se pudiera elegir a los representantes políticos en las
urnas, esa simple firma les condujo a unos al confinamiento lejos de sus
domicilios y a otros al exilio.
No hubo después de Munich un camino común para los firmantes de esos
documentos. Lo que sí se produjo fue la ruptura con el discurso del odio.
Democristianos, liberales, socialistas, republicanos y, desde fuera,
comunistas, pudieron, a partir de entonces, hablar entre ellos sin que la
amenaza física hiciera acto de presencia.
El año 1962 significó el fin de las consignas de la guerra civil para casi
todos los españoles, excepto para los franquistas y, de forma pasiva, para
quienes sufrieron todavía durante muchos años, su represión. Fue la antesala de
la transición de 1976, aunque esta ya tuvo nuevos protagonistas.
¿Sirve de algo recordarlo? No estoy seguro. Sí, para sacar una lección
histórica importante: aquellos acontecimientos decisivos, aquellos momentos
repletos de épica democrática anticiparon un tiempo nuevo, uno de esos momentos
de los que se dice que “ya nada volverá a ser lo mismo”.
Hoy, muchos se preguntan si el movimiento sindical es algo caduco, al
tiempo que vemos cómo los grandes poderes monopólicos dictan sus leyes
implacables con una fuerza que ni siquiera Lenin se atrevió a pronosticar.
Hoy también, muchos se preguntan si la democracia, tal como la entendemos,
es útil para gobernar a los pueblos de Europa, que ven cómo su soberanía se
menoscaba desde las mismas instituciones que han elegido los ciudadanos. Hay
que tomar decisiones inmediatas y no da tiempo a consultarlas, casi ni a
discutirlas, y además no estaban en ningún programa político.
Hoy discutimos si nos sirven los sindicatos que nacieron del impulso de
Mieres, y si están desfasados los manifiestos democráticos redactados por
políticos e intelectuales en Múnich hace 50 años.
Pero lo que latía en aquellos movimientos, lo que impulsaba a aquellas
gentes es lo que España, y Europa, necesitan que reaparezca. Y que lo haga en
cualquier parte. Porque, como diría un castizo, “oye, es que, si no, nos
comen”.
Jorge M. Reverte es periodista y escritor.
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