Las hijas de Stalin, Himmler, Fidel Castro, Franco y
Ratko Mladic han vivido historias trágicas
A sus ojos, sus padres pasaron de héroes a dictadores y
criminales
¿Los juzgan? ¿Se hereda la culpa?
Familia Franco |
Oscar Wilde escribió: “De pequeños, los hijos quieren a sus padres; de
mayores, los juzgan, rara vez los perdonan”. Como todos los aforismos, este
admite salvedades y matices; hay hijos que no quieren a sus padres, los hay que
nunca los juzgan. Para bien o para mal, la familia nos determina desde el
primer día que asomamos al mundo nuestra cabecita. Nuestros padres configuran
nuestra identidad: nos dan el nombre y los apellidos, que nos señalan como
hijos suyos. En el imaginario colectivo, los hijos pertenecen a los padres, son
una extensión suya. En la Biblia, Dios ordena a Abraham que le sacrifique a su
hijo Isaac, y solo una vez ha comprobado que Abraham le obedece, manda a un
ángel para que impida el sacrificio. Ese es el término empleado: sacrificio, no
ejecución, ni asesinato, ni, en terminología jurídica moderna, parricidio.
Abraham al matar a su hijo se sacrifica; ofrece a Dios algo suyo. Ninguna
divinidad ha exigido nunca a un hijo que le demuestre su fidelidad
sacrificándole a su padre. Los padres no pertenecen a los hijos. Quizá por ello
los descendientes heredan la culpa, y no al revés.
¿Qué sucede cuando las leyes del Estado las dicta tu padre? ¿Cuando lo que
está bien y lo que está mal, no solo en el seno familiar, sino en todo el país,
lo determina su voluntad o su capricho? Cuando tu padre es lo más parecido a
una divinidad de carne y hueso que conoces; cuando su efigie adorna los
billetes, cuando las calles llevan su nombre… Y de pronto llega un día en que
el mundo que conoces sufre un vuelco y tu padre, que era un héroe, se convierte
en el enemigo público número uno y los medios de comunicación denuncian sus
crímenes. ¿Cómo es la vida de la hija de un tirano? ¿Se hereda la culpa?
¿Juzgan a sus padres? Y si lo hacen, ¿los absuelven o los condenan?
La conclusión a la que he llegado tras analizar las biografías de las hijas
de cinco tiranos, o dictadores, o genocidas, Svetlana Stalina, Carmen Franco,
Alina Fernández (hija de Fidel Castro), Gudrun Himmler y Ana Mladic, es que, como
era previsible, no hay una norma o un patrón general: unas buscan sacudirse la
pesada carga del apellido paterno cambiándoselo y huyendo a otro país; otras,
por el contrario, se enorgullecen de su filiación y reivindican con fanatismo
la figura del padre, cuyos crímenes niegan; la quinta y última, Ana Mladic,
tiene una reacción trágica e imprevisible. Unas se presentan como víctimas,
otras eligen ser cómplices; de lo que no cabe duda es de que su trayectoria
personal, su identidad, lo que hacen o dicen, quiénes son y cómo las ven los
demás, viene determinado por su apellido y que ninguna de ellas ha logrado
evadirse de la ominosa sombra paterna.
I. Svetlana
Svetlana Alilúyeva, nacida Svetlana Stalina, fue la única hija de Iósif
Stalin. Nació en Rusia el 28 de febrero de 1926. Murió en Wisconsin el 22 de
noviembre de 2011 bajo el nombre de Lana Peters.
Según contó en un libro autobiográfico, Veinte cartas a un amigo,
tuvo una infancia privilegiada, de princesa comunista: la educó una institutriz
y su padre la adoraba. La llamaba “mi pequeño gorrión”, le regalaba juguetes
fuera del alcance de otros niños rusos, solía cogerla en brazos, besarla,
acariciarla… Hay fotos que inmortalizan esos recuerdos; en una de ellas se ve a
Svetlana, una niña de unos diez años, en brazos de un mostachudo Stalin, de
uniforme y con gorra de plato. Su madre, Nadya, era más distante con ella,
menos cariñosa. En noviembre de 1932, los jerifaltes comunistas celebraron un
banquete en conmemoración del decimoquinto aniversario de la revolución. Stalin
exigió en público a su mujer que bebiera alcohol; Nadya se negó. Su marido
insistió hasta que Nadya se levantó de la silla, salió corriendo de la sala y
regresó a su apartamento en el Kremlin, donde se pegó un tiro. A la pequeña
Svetlana le dijeron que su madre había muerto de apendicitis. Circularon
rumores que atribuían la muerte de Nadya al propio Stalin. Svetlana desmiente
esa acusación; su madre se suicidó y dejó una carta dirigida a su marido llena
de reproches y acusaciones, no solo personales, sino también políticas.
Los siguientes diez años de la vida de Svetlana transcurrieron sin mayores
sobresaltos, en un mundo de privilegios y envuelta en el cariño de su padre,
quien no era igual de tierno con sus otros hijos. Svetlana tenía un medio
hermano, Yakov, que intentó suicidarse, sin conseguirlo, provocando el
comentario de su padre: “Es tan inútil que ni matarse sabe”. Durante la II
Guerra Mundial, Yakov cayó prisionero de los alemanes, quienes exigieron a
Stalin la entrega de un general alemán a cambio de su liberación. Stalin
rechazó el trueque y el ejército alemán ejecutó a su hijo.
Al cumplir Svetlana los 17 años, las relaciones con su padre cambiaron. Fue
cuando descubrió que su madre no había muerto de enfermedad y fue testigo del
maltrato de sus dos hermanos por su padre: a uno lo dejó morir; al otro,
Vassily, lo humilló y acosó de tal modo que se volvió alcohólico. Svetlana
inició un romance con un joven realizador de cine judío. Su padre, antisemita,
montó en cólera al enterarse, la abofeteó y acusó al joven de ser un espía
inglés, deportándolo a Siberia. Svetlana desafió a su padre casándose a
continuación con otro hombre judío, a quien Stalin nunca quiso conocer y del
cual Svetlana se divorció tras dar a luz un niño.
Su segundo matrimonio fue de
conveniencia: por indicación de su padre se casó con el hijo de un alto cargo
del partido, con el que tuvo una hija y de quien también se divorciaría. Tras
la muerte de Stalin en 1953, Svetlana dejó de ser una princesa comunista.
Jruschov denunció públicamente los crímenes de su padre y ella fue despojada de
sus prerrogativas. Su apellido ya no le abría todas las puertas, al contrario:
era el del déspota caído en desgracia, al que todos odiaban. Quizá por eso, en
1957 adoptó de forma legal el apellido de su madre, Alilúyeva. En 1963 se
enamoró de un comunista indio que visitaba Moscú, Brajesh Singh. No llegaron a
casarse, el Gobierno no se lo permitió, aunque ella siempre se refería a él
como a su marido. Singh murió enfermo en Moscú en 1966 y Svetlana obtuvo
permiso para viajar a India con las cenizas de su marido. En ese viaje, la vida
de Svetlana dio un giro: para escándalo del Gobierno soviético y regocijo del
norteamericano, pidió asilo político en la Embajada de Estados Unidos en Nueva
Delhi. Llegó a Nueva York en abril de 1967 y en una multitudinaria conferencia
de prensa tildó a su padre de déspota y de monstruo y afirmó que huía a Estados
Unidos en busca de la libertad de que estaba privada en Rusia, donde imperaba
un régimen corrupto. Dejó en Rusia a sus dos hijos. En Estados Unidos escribió
el libro autobiográfico que he mencionado, por el que cobró medio millón de
dólares y en el que, reconociendo las atrocidades cometidas por su padre,
atenuaba la culpa de este atribuyendo sus desmanes a un trastorno paranoico que
se le habría declarado tras el suicidio de su mujer y a la influencia de su
insidioso jefe de policía, el taimado Beria. En 1970 se casó con el arquitecto
William Wesley Peters, discípulo de Frank Lloyd Wright. Actuó como celestina
Olgivanna, la viuda de Wright, una mujer que creía en el espiritismo y que
había llegado a la conclusión de que Svetlana era la reencarnación de su propia
hija, también llamada Svetlana, quien murió en un accidente de tráfico tras su
matrimonio con Peters. A Olgivanna se le metió en la cabeza casar al viudo con
la reencarnación de su hija y lo consiguió. Peters fue el padre de Olga, la
tercera hija de Svetlana. Ese matrimonio tampoco duró. Svetlana se fue a vivir
a Inglaterra con Olga, y en 1984, en otro viraje sorprendente, volvió a la
Unión Soviética, donde fue recibida como una hija pródiga y donde no se cansó
de condenar “los sufrimientos y miserias” del mundo occidental.
Su regreso coincidió, y no por casualidad, con la rehabilitación oficial de
la figura de Stalin; Svetlana, que tanto lo había criticado en América, le
dedicó todo tipo de elogios e inauguró un museo en su honor. Volvió a ver a su
hijo Yosef; su hija Ekaterina no quiso encontrarse con ella. El idilio ruso
duró poco; su hijo y ella se pelearon, el Gobierno la trató bien, aunque no
tanto como esperaba, y en 1986 regresó a Estados Unidos, donde llevó una vida
solitaria bajo la identidad de Lana Peters. Allí murió hace unos meses en una
residencia de la tercera edad. ¿Era Svetlana Stalin una oportunista que solo
dejó la URSS tras la muerte de su padre y su caída en desgracia? ¿Lo habría
criticado públicamente en otro caso? Es difícil saber.
Lo cierto es que fue una mujer inestable que no encontró el equilibrio ni
la paz en ningún sitio y que su vida estuvo marcada de principio a fin por su
filiación. “La sombra de mi padre me envuelve haga lo que haga o diga lo que
diga”, se quejó. Puede que fuera eso lo que intentara, inútilmente: escapar de
la sombra del padre, del peso del apellido, del estigma o la mancha de ser la
hija del tirano, de una culpa heredada de la que no consiguió librarse.
II. Carmen
Debe de ser muy extraño criarte en un país en el que las calles principales
de todas las poblaciones llevan el nombre de tu padre, su foto preside las
oficinas administrativas, los despachos oficiales, las aulas escolares, los
hospitales; estatuas suyas a caballo o en pose marcial adornan las plazas, y
los sacerdotes ruegan por su salud y su alma en todas las misas. Es como si el
país entero fuera parte del patrimonio familiar, y todos sus habitantes,
súbditos de tu padre, siervos suyos.
Tu padre hace y deshace a su antojo; ordena construir una carretera o un
aeropuerto, nombra y depone a los ministros del Gobierno, sus subalternos,
dicta las leyes, cambia la geografía: por una decisión suya, un valle entero
queda sumergido bajo un pantano… Tu padre es omnipotente: ante él tiemblan
generales cubiertos de medallas y galones y cardenales purpurados. En las
películas del cine, los actores van cambiando, solo hay uno permanente: tu
padre, en el No-Do, donde a veces también sales tú, acompañando a mamá, las dos
con los brazos cargados de flores. Te acostumbras desde que tienes razón a ver
a tu papá rodeado de cortesanos que le rinden tributo y le lisonjean. Si has de
dar crédito a tus ojos, es un hombre muy querido. Lo llaman salvador de la
patria, Caudillo… Y a ti también te quieren mucho; todo el mundo te hace
fiestas, se te consienten todos los caprichos, las niñas se pelean por ser tus
amigas y hay un consenso unánime sobre lo guapa que eres, lo lista y lo
simpática. Es como vivir en un país encantado, en un lugar de cuento, y como en
los cuentos, también hay malos: los rojos, esos seres siniestros a los que tu
padre derrotó en la guerra, y los judíos y los masones, los cuales están
constantemente conspirando contra ese héroe, tu padre, quien con mano firme los
persigue y castiga: mata a los malos o los mete en la cárcel, hace justicia y
asegura la paz y la prosperidad de esta gran finca vuestra, donde sois tan
amados y que se llama España.
En su familia la llamaban Nenuca y Carmencita. Fue educada
por su madre, porque su padre tenía ocupaciones más importantes. Se casó con el
marqués de Villaverde y tuvo siete hijos, todos nacidos en el palacio del
Pardo. En el año 2008 publicó un libro titulado Franco, mi padre, en el
que cuenta que su padre era muy cariñoso y extravertido y que solía cantar
zarzuela, pero la guerra le cambió el talante “por el sentido de la
responsabilidad”. Dijo que a su padre no le molestaba que le llamaran dictador
porque a él no le parecía que eso fuera algo malo, lo cual es coherente con su
forma de pensar: a Franco lo que le parecía mal era la democracia.
Según carmen franco, su padre
hizo mucho bien: elevó el nivel de vida de España y creó la clase media, “que
ahora existe y antes de él no existía”. El progreso del país, para su hija, fue
mérito de su padre y no de sus habitantes. Sobre la represión política bajo la
dictadura de su padre, aclara que “no se hablaba de eso en casa”, y en cuanto a
la pena de muerte, su padre era partidario de la ley del Talión. También era
muy monárquico, dice, y confiaba en que el rey Juan Carlos seguiría fiel a los
principios del régimen, dando a entender que los franquistas, y entre ellos la
hija de Franco, se han sentido traicionados.
Nuestra transición fue incruenta, por fortuna, pero hubo que pagar un
precio por ello. No hubo condena oficial del régimen franquista, ni de las
atrocidades y excesos del dictador; una ley de amnistía impide pedir cuentas
por los crímenes de la Guerra Civil. La familia de Franco no fue empujada al
exilio, ni desposeída del enorme patrimonio que el dictador acumuló durante sus
años de gobierno; siguieron veraneando en el pazo de Meirás y a Carmen Franco
se le otorgó el título de duquesa de Franco con grandeza de España y vive muy
tranquila, salvo por algún percance, como cuando la detuvo la policía en el
aeropuerto de Barajas, cargada de joyas, con destino a Suiza. Dudo que Carmen
Franco sienta compunción o vergüenza alguna por lo que hizo su padre; supongo
que ella considera que era un mal necesario y que, fuera como fuere, había que
poner coto a los rojos. Por tanto, sospecho que, a diferencia de Svetlana
Stalina, no se siente abrumada por el peso de la culpa de su padre, porque para
ella este no era culpable de nada.
III. Alina
Alina Fernández es la única hija de Fidel Castro, que además tiene siete
hijos varones. Su madre, Natalia Revuelta, pertenecía a la alta burguesía
cubana de la época de Batista. Nati Revuelta era una mujer muy guapa y bastante
osada, que entregó al rebelde Fidel Castro la llave de un apartamento suyo en
La Habana para que este pudiera organizar desde allí sus actividades
clandestinas. Nati y Fidel se hicieron amantes. En 1953, Castro fue detenido y
acabó en prisión, pero siguió comunicándose con Nati en secreto.
Un día envió por error a su mujer, Myrta Díaz-Balart, una carta dirigida a
su amante. El adulterio se descubrió; Myrta Díaz-Balart pidió el divorció y
abandonó Cuba. En 1959, cuando la revolución triunfó, fue el doctor Fernández,
el marido de Nati, quien huyó de Cuba con su hija mayor. En La Habana se
quedaron Nati y Alina, la hija ilegítima y no reconocida de Fidel Castro. Según
Alina, aunque Fidel siguió visitando regularmente a su madre en los primeros
años de la revolución, nunca ofreció casarse con Nati, ni reconoció a su hija
como tal; para Alina, Fidel Castro era un amigo muy simpático de su madre que
le hacía regalos.
A los diez años se enteró de que Fidel Castro era su verdadero padre. En su
libro autobiográfico La hija de Castro: Memorias del exilio de Cuba,
escribió que reaccionó pidiendo a su madre que llamara a Fidel Castro. “Dile
que venga ahora mismo. ¡Tengo tantas cosas que decirle!”, y Nati le contestó
que no podía hacerlo porque no sabía cómo localizarlo. Sea verdad o mentira,
esta es la historia que cuenta Alina. Escribe en su relato que su padre acabó
por reconocerla y le ofreció su apellido, pero ella no lo aceptó, la
oferta llegó demasiado tarde. Sus detractores sostienen que durante su
adolescencia y juventud, Alina gozó de los privilegios propios de los hijos de
los altos cargos del partido comunista: tenía coche, chófer, fue aceptada en el
equipo de natación sincronizada y en la escuela de ballet sin ningún requisito
previo, le bastaba con pedir un trabajo para conseguirlo…
Ella afirma que su vida no fue
fácil; solo una vez visitó en su casa a Fidel Castro, sus contactos con él eran
esporádicos y vivía como cualquier otro cubano “en un país sin comida, ni
electricidad, ni libertad de opinión o movimientos”. Ser hija de Fidel,
protesta, suponía vivir bajo vigilancia permanente. “No puedo poner una pata en
la calle sin que me hagan un informito. Si voy a un cabaret, intimidan a la
gente que me invita. No puedo entrar dos veces a una embajada, está prohibido
que me monte en un avión. No encuentro trabajo si alguien no lo
autoriza. Si me ves con una amiga, se convierte en tu amante. Soy una isla
dentro de esta dichosa isla. ‘¿Quieres que acabe por pegarme un tiro?”, le
preguntó una desesperada Alina al ministro del Interior cuando intentaba
conseguir la autorización de Fidel para casarse, según recoge su autobiografía.
Lo cierto es que pese a su carácter rebelde, su apoyo a la disidencia y sus
críticas constantes al Gobierno de su padre, no fue perseguida ni encarcelada:
es obvio que sí tenía privilegios, por lo menos este. Su padre quería que
estudiara Químicas; ella emprendió, y no terminó, estudios de medicina, fue
modelo, editora y prostituta (“jinetera”), o eso afirma, para poder dar de
comer a su hija. “Ser hija de Fidel Castro no es fácil, ni en Cuba ni fuera”,
se lamenta. “Cuando la gente me ve, se acuerda de su verdugo. Cuando me
encuentro con sus víctimas, no puedo evitar angustiarme, sentir culpa”.
Se casó con un mexicano y pidió permiso para viajar a México; le fue
denegado. En 1993, haciéndose pasar por una turista española, con un pasaporte
falso y una peluca, escapó de Cuba y se instaló en Miami, sede del exilio
cubano. Como Svetlana Stalin, huyó sola, dejando atrás una hija, Mumin, aunque
poco después Castro permitió que saliera del país para reunirse con su madre.
Alina Fernández ha dedicado su vida en el exilio a criticar a su padre y su
régimen político. Dice de Fidel que en un principio fue un revolucionario,
empeñado en lograr la justicia social, pero que cuando accedió al poder y
empezó a fusilar gente, el revolucionario se tornó en déspota. Ella se presenta
como otra víctima más de Fidel Castro. Puede que influya en su reacción el ser
hija ilegítima y no querida, tal vez haya un fondo de resentimiento en su
postura. Al igual que Svetlana Stalin, tiene un carácter inestable, con bruscos
cambios de humor. Ha tenido problemas de anorexia, dicen de ella que es
imprevisible y caprichosa. Niega haber sido nunca una hija de papá y se
considera una disidente como cualquier otra. “Nuestros padres son un accidente
genético, no los escogimos”, alega, y lleva razón, pero es y será hasta que
muera la hija de Fidel, el héroe para algunos, el tirano para otros; como
Svetlana Stalina, haga lo que haga, diga lo que diga, no podrá escapar de su
sombra.
IV. Gudrun
La culpa heredada puede ser colectiva. En la Alemania de la posguerra, una
generación de niños creció sabiendo que sus padres habían sido nazis. Para
escribir su libro Nacido culpable, Peter Sichrovsky entrevistó a 40
descendientes de nazis. La mayoría de ellos confesaron que una cosa es condenar
los asesinatos, las torturas, las vejaciones cometidas por los nazis, y otra,
enterarte de que tu padre fue uno de ellos. En muchos casos lo descubrieron
tarde y a través de terceras personas, en sus familias había un pacto de
silencio.
Las reacciones de los hijos de los nazis oscilaban del odio y el rechazo a
la vergüenza callada, la distancia, el disgusto o la lealtad. Ninguno hablaba
de amor al referirse a su padre. Peter Sichrovsky estaba empeñado en que esos
hijos se atrevieran a preguntar a sus padres: “¿por qué lo hiciste?”, y esa,
quizá, es la pregunta que no querían o no podían hacer, por temor a la
respuesta: “Porque para mí estaba bien, no me arrepiento de nada; lo volvería a
hacer”.
No me arrepiento de nada es
precisamente el título de una biografía de Rudolph Hess publicada por su hijo,
Wolf-Rüdiger Hess, negador del Holocausto y quien sostiene que su padre no
murió de forma natural en la cárcel, sino que fue asesinado. Niklas Frank, uno
de los dos hijos de Hans Frank, el gobernador nazi de Polonia, contó a la
revista alemana Stern que el día que ahorcaron a su padre tras el juicio
de Núremberg se masturbó sobre una foto de aquel hombre a quien calificaba de
cobarde, corrupto, ansioso de poder, cruel y asesino, “el hombre que hizo
posible Auschwitz”.
Niklas Frank dedicó gran parte de su vida a publicar libros y artículos
contra su padre. Su hermano Norman declaró en 1959 que su progenitor era
culpable sin paliativos. “Cometió crímenes terribles y pagó por ello con su
vida”. Norman no ha querido tener hijos propios para no propagar la simiente
maldita, para extinguir ese apellido infame.
Martin Bormann, el hijo del lugarteniente de Hitler, se aplicó a la misión
de investigar la vida de su padre, con un objetivo: averiguar si aquel tenía
conocimiento del Holocausto y los crímenes perpetrados por el régimen al que
sirvió o si era inocente. Llegó a la conclusión de que su padre lo sabía todo;
su firma estaba al pie de demasiados documentos y órdenes importantes. Sin
embargo, lleva siempre en su bolsillo una vieja postal que su padre le mandó en
1943 en la que le llamaba “hijo de mi corazón”. Se disculpa diciendo: “Entienda
usted que esa es la imagen que yo tengo como hijo y no me la pueden quitar”.
Dentro de la jerarquía de los criminales nazis, tras Hitler, quizá el que
más horror o espanto provoca es Heinrich Himmler, el jefe de las temibles SS,
quien dirigió, como ministro del Interior, a la policía secreta de la Gestapo y
fue el impulsor, organizador y responsable del programa de exterminio de los
judíos, a los que odiaba. Himmler se enorgullecía de sus SS, en sus palabras
“una Organización Nacional Socialista integrada por hombres escogidos por sus
características nórdicas y unidos por un juramento de sangre… Con el coraje de
ser impopulares… Con el valor de ser duros e insensibles…”. En esa alocución de
octubre de 1943, Himmler explicó a sus generales de las SS que “el pueblo judío
está siendo exterminado… Muchos de vosotros sabréis lo que es contemplar una
montaña de 100, 500 o 1.000 cadáveres… Esta es una página gloriosa de nuestra
historia”.
Los judíos, según himmler, aunque
física y biológicamente idénticos a los demás seres humanos, eran mental y
espiritualmente inferiores, menos que animales: subhumanos. Himmler era un
fanático, un tipo gris, frío, metódico, tremendamente eficaz, obsesionado con
medrar y complacer al Führer, pero era también un padre cariñoso que idolatraba
a su única hija, Gudrun, una niña rubia de aspecto angelical a quien llamaba Puppi
(muñeca). En una fotografía muy difundida se ve a Heinrich Himmler ataviado con
el uniforme negro de las SS, en la manga izquierda un brazalete con la
esvástica, sosteniendo en sus rodillas a la pequeña Gudrun, y hay un gran
contraste entre ese hombre de perfil ratonil, con nariz afilada, gafas
redondas, bigotito fascista, mejillas fofas y barbilla huidiza y esa niña
guapa, de trenzas rubias, piel transparente y rasgos delicados, la perfecta
aria. Gudrun adoraba a su padre; solía entretenerse recortando las fotos de
Himmler que aparecían en la prensa y pegándolas en un álbum.
Al final de la guerra, Himmler fue capturado por los ingleses y se suicidó
antes de ser juzgado, como su venerado Hitler. Gudrun y su madre fueron
detenidas en Italia por los americanos, quienes las recluyeron en un campo de
prisioneros, donde Gudrun dio muestras de su obstinación y su carácter. En el
libro My Father’s Keeper (en español, Tú llevas mi nombre), de
Stephan y Norbert Lebert, sobre las vidas de seis hijos de gerifaltes nazis, se
recoge una anécdota muy ilustrativa: a Gudrun no le gustaba el rancho que les
daban los americanos e inició una huelga de hambre. Se puso enferma, perdió
peso de forma alarmante, pero consiguió su propósito: al cabo de unas semanas,
ella y su madre fueron las únicas prisioneras que tenían el privilegio de comer
lo mismo que los oficiales norteamericanos. Gudrun y su madre pasaron dos años
en sucesivos campos de concentración; las llevaron a Núremberg, en calidad de
testigos. A Gudrun le preguntaron si alguna vez había ido a un campo de
concentración.
–Una vez fui a Dachau –respondió.
¿Con tu padre?
–Sí.
–¿Y qué viste allí?
–Mi padre me mostró un jardín plantado con hierbas y me enseñó a
diferenciar unas de otras –dijo Gudrun.
–Ya veo… ¿Quieres darme a entender que no viste a ningún prisionero?
–Vi algunos prisioneros… –admitió Gudrun.
–¿Y qué te explicó tu padre sobre ellos?
–Me dijo que los que llevaban un triángulo rojo eran presos políticos, y
los otros, criminales.
No le pudieron sacar nada más. Gudrun se enteró de la muerte de su padre
por casualidad, sus captores se la habían ocultado, pero un día un periodista
americano fue a entrevistar a la mujer de Himmler en su celda y Gudrun
aprovechó para hacerle aquella pregunta que nadie le respondía:
–¿Dónde está mi padre?
–Muerto –respondió el periodista–. Se envenenó con cianuro hace algún
tiempo.
Gudrun, que ya había cumplido los quince años, sufrió un colapso físico y
mental. Era una chica pálida, enfermiza, extremadamente delgada, propensa a los
desmayos y poco desarrollada; a los dieciséis años la tomaban por una niña de
doce. Siempre ha negado el suicidio de su padre y afirma que fue asesinado. Los
americanos no sabían cómo sacarse de encima a la viuda y la hija del gerifalte
nazi. Estas les confesaron que no tenían familia, ni conocidos, ni nadie a
quien acudir. Estaban solas en el mundo y tenían un apellido maldito. Los
americanos les aconsejaron que se lo cambiaran, pero Gudrun se resistió;
mantuvo el apellido Himmler, y cuando le preguntaban sobre la ocupación de su
padre, contestaba: “Era el jefe de las SS”.
Tuvo problemas para ser admitida en la escuela y en la universidad y perdió
varios trabajos debido a su apellido, pero se negó en redondo a modificarlo;
por voluntad propia se convirtió en una especie de mártir del nazismo. Con el
tiempo se casó y pasó a llamarse Gudrun Burwitz. Tuvo varios hijos y fue una
típica madre de familia alemana, con un hobby muy especial: Gudrun
Burwitz es el alma de una organización de apoyo a los exmiembros del régimen
nazi denominada Stille Hilfe (ayuda tranquila), que les presta ayuda
financiera, médica y legal, tanto en Alemania como en otros países donde
buscaron refugio los nazis prófugos. Stille Hilfe nació en 1951 como una
organización humanitaria, promovida por la aristocracia nazi, la Iglesia
católica y la protestante, que contó con el beneplácito del papa Pío XII, de un
obispo y del sacerdote responsable de Cáritas de Alemania. Dispone de amplios
recursos y más de un millar de benefactores. Gudrun Burwitz es asidua a los
mítines neonazis y ha consagrado su vida a rehabilitar la figura de su padre y
a glorificar su memoria. Es una nazi convencida; para ella, su padre no fue
culpable, sino víctima. Al parecer, tiene mal carácter, es una mujer áspera,
desabrida y terca que ha hecho de su vida una cruzada: Gudrun Himmler contra el
mundo.
V. Ana
Hace seis años leí en el periódico inglés The Times una historia que
me impresionó sobre una joven serbia, de 23 años, atractiva, simpática y muy
estudiosa, que cursaba el último curso de Medicina en la Universidad de
Belgrado, quizá para cumplir la vocación frustrada de su padre, quien la quería
con locura. Era una hija modelo y se llamaba Ana; su padre es Ratko Mladic,
también conocido como el Carnicero de Srebrenica, comandante en jefe del
Ejército serbobosnio, el Himmler de Karadzic, a quien se imputan, entre otros
crímenes de guerra, el prolongado asedio de Sarajevo y la matanza de 8.000
musulmanes en Srebrenica, la mayor masacre en suelo europeo desde la II Guerra
Mundial.
A principios de marzo de 1994, en plena guerra de Bosnia, Ana fue a Moscú
con compañeros de curso en viaje de fin de carrera. A su regreso era otra: se
quejaba de un incesante dolor de cabeza, de no poder concentrarse en el estudio
de los exámenes finales, estaba triste, abatida, apenas hablaba… La noche del
24 de marzo de 1994, Ana se disparó un tiro en la sien con la pistola favorita
de su padre, quien se hallaba en el frente. Esa pistola tenía un significado
especial en la familia: era la que regalaron sus compañeros al general cuando
se graduó como el mejor cadete de su promoción en la academia militar de
Belgrado. Mladic había dicho que solo la dispararía para celebrar el nacimiento
del primer nieto que llevara su apellido. En la casa había otras dos pistolas.
¿Por qué eligió aquella Ana? La hija de Mladic no dejó ninguna nota que
explicara sus motivos. Tras su muerte se dispararon los rumores: se decía que
Ana había descubierto en Moscú las atrocidades perpetradas por su padre y que
esa revelación la empujó al suicidio. Mladic sigue sin aceptar que su hija se
quitara la vida; sostiene que fue asesinada o que alguien en Moscú le inoculó
un veneno que le trastornó la mente. “Mi hija nunca se mataría con esa
pistola”, afirma. “Sabía lo que significaba para mí”.
Si con su gesto Ana mandó a
su padre un mensaje cifrado que buscaba hacerle recapacitar, no lo consiguió:
tras la muerte de su hija, la crueldad de Mladic se desató hasta extremos
inconcebibles. Pocos días después del entierro emprendió la ofensiva de Gorazde,
que bautizó con el nombre de Operación Estrella, apelativo cariñoso que daba a
su hija. En julio de 1995 invadió Srebrenica; en menos de cuatro días, las
fuerzas de Mladic ejecutaron a sangre fría a 8.000 varones musulmanes de entre
12 y 75 años, todos civiles, que se habían refugiado en la base militar de la
ONU de Potocari. Los cadáveres fueron arrojados a fosas comunes. Diecisiete
años después, un equipo internacional de forenses continúa trabajando en la
apertura de las fosas y en la exhumación de los cuerpos para su identificación.
Ratko Mladic permaneció fugitivo de la justicia durante 15 años; era el
criminal de guerra más buscado de Europa. Poco después de su captura en Serbia,
en mayo de 2011, Ratko Mladic pidió al Gobierno serbio que antes de extraditarlo
a La Haya le permitieran visitar la tumba de su hija, “o si no, que me traigan
su ataúd a la cárcel”, dijo. Está previsto que mañana, 14 de mayo, comience la
vista oral de su juicio en La Haya.
El caso de Ana Mladic es excepcional. Las otras hijas de
genocidas y tiranos que acabo de mencionar, bien han reaccionado negando los
crímenes de sus progenitores, bien han procurado librarse de la culpa heredada
mediante la huida y una nueva identidad. Ana Mladic se quitó la vida cuando su
padre era un héroe para los que le rodeaban, cuando aún no había perdido la
guerra ni había caído en desgracia. Ana era una joven nacionalista serbia que
creía firmemente en la causa del general Mladic y en su visión maniquea de la
contienda: nosotros somos los buenos, y ellos, los musulmanes, los malos; hay
que aniquilarlos para que no acaben con el pueblo serbio. Pero algo sucedió en
Moscú que resquebrajó esa certidumbre. Todo hace pensar que tuvo lugar una
lucha entre el amor filial y su sentido de lo que estaba bien y lo que estaba
mal: se atrevió a dudar, a enfrentarse a la verdad. He empleado tres años en
investigar la vida de Ana Mladic y el conflicto bélico de los Balcanes. En mi
novela La hija del Este mezclo realidad y ficción; creo que el lector
advertirá cuán cercano le resulta el personaje y se dirá, como me decía yo en
el curso de mi investigación: “Podría haber sucedido aquí, podríamos ser
nosotros”.
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