Varios letrados estudian retomar en los juzgados una causa en la
que nunca hubo indemnizaciones
MERCEDES CERNADAS 24/09/2010
El mayor envenenamiento de la historia de España con cuna en
Ourense, el Caso Metílico, es un capítulo de la memoria histórica gallega con
cuentas pendientes casi cincuenta años después. Los afectados, más bien sus
descendientes –la gran mayoría murieron sin que se hiciese justicia– están
dispuestos a recuperar en los tribunales las herida de cientos de muertes y
cegueras que se pagaron con condenas que el franquismo redujo e indemnizaciones
que nunca llegaron a pagarse.
La bebida asesina, como la bautizó la prensa de la época,
provocó más de mil muertos en el año 1963, según los datos del fiscal que llevó
el caso, Fernando Seoane, a pesar de que las investigaciones judiciales se
basaron solo en las pruebas de la exhumación de 51 cadáveres, en los que se
hallaron restos de alcohol metílico en sangre, y nueve personas ciegas. La
magnitud de los hechos no permitió conocer nunca la cifra exacta de muertos, ya
que el venenoso licor llegó a distribuirse desde Galicia a Canarias, Madrid,
Cataluña, Andalucía, Melilla, Santander, Aragón, el País Vasco, Sudamérica,
Alemania, EE UU, Guinea Ecuatorial o el Sáhara español.
En la primavera de 1963, decenas de campesinos de O Carballiño
fallecían en un corto período de tiempo, y a la vez que ellos, múltiples
marineros de Lanzarote. Una farmacéutica asturiana que abandonó su tierra tras
un fracaso sentimental acabó en la isla y decidió investigar por qué se
producían tantas muertes entre los marineros.
Se decidió y fue a las tabernas, analizó lo que bebían y
determinó que estaban sirviéndoles veneno. Con la presión y amenazas de los
almacenistas, descubrió que los cargamentos llegaban desde Vigo a través de la
etiqueta Lago e Hijos S.L. que estaba en los barriles de ron de un mayorista
canario.
La viguesa Casa Lago compraba la materia prima de sus licores al
industrial ourensano Rogelio Aguiar, quien a su vez le había comprado a una
empresa de Madrid 750.000 litros de alcohol metílico que consumió entre
diciembre de 1962 y abril de 1963. Su empleo estaba prohibido para “uso en
boca” y podía matar a una persona que ingiriese el equivalente a una sola copa
de licor. Las bebidas fabricadas con este alcohol poseían una graduación mayor
que las del etílico, lo que obligaba a los acusados a añadir agua a sus
productos para disimular la diferencia.
A partir de ahí, 35.000 folios de sumario, la instrucción más
amplia en aquel entonces después de la Causa General de la Guerra Civil,
resumieron una catástrofe imparable de la que el Gobierno de la dictadura se
desentendió sin asumir responsabilidades por permitir el libre comercio de esta
sustancia. El negocio parecía redondo para los bodegueros: un litro de metílico
costaba 14 pesetas por litro, unas 16 pesetas más barato que el de alcohol
etílico, y no daba olor, color ni sabor.
Fernando Méndez, periodista que investigó en profundidad el caso
y escribió los libros Historia dun crime: o caso do metílico y Mil muertos de
un trago tras decenas de viajes y entrevistas, cuenta que el fiscal intuía que
la tragedia fue mucho mayor de lo que nunca se supo. “Me decía que, al ser
gente del rural, había mucha que no se atrevía a decir que su pariente había
muerto por beber alcohol, y por eso en muchos casos la vergüenza llevó a que
permanecíesen para siempre en silencio”, explica. “Os velliños da aldea e os
negriños de Guinea caeron como moscas”, contaba el fiscal Seoane.
Fueron cuatro años de investigación del sumario 1/1963, cuya
instrucción fue llevada a cabo por el magistrado José Cora Rodríguez. Las
declaraciones de 133 testigos, un juicio que duró un mes y el informe de
Fernando Seoane, de siete horas de duración, acabaron con dos responsables
civiles subsidiarios y once bodegueros condenados a penas que entre todas
sumaban 140 años de cárcel e indemnizaciones por un importe de más de veinte
millones de pesetas. El juzgado reconocío que los procesados no tuvieron
intención de matar o causar lesiones, pero obraron “con un afán desmedido de
enriquecimiento, a costa de la comercialización del metílico”.
Por poner dos ejemplos, en Madrid se confiscaron 1.452 litros de
licor café, ginebra y aguardiente procedentes de Casa Barral –un cliente de
Rogelio Aguiar– y en Barcelona fueron intervenidos 300 litros de aguardiente
que había comprado el Centro Gallego.
Sin embargo, donde el producto tuvo más aceptación fue en
Ourense, por su bajo precio en una etapa económica complicada. Los taberneros
elaboraban el licor café con esta sustancia sin conocer sus efectos, y los
pequeños cosecheros del Ribeiro usaban el licor para encabezar el vino. El
metílico servía también para rellenar botellas de marcas conocidas y revenderlas
e incluso las conserveras emplearon el vinagre del metílico para sus
escabeches, en una década en la que el 45% de las fábricas de escabeche de toda
España estaba en Galicia. El aislamiento del rural no benefició que hubiese
diagnósticos rápidos ni remedios eficientes.
Las amenazas al fiscal no faltaron en los días previos al juicio
en un caso que podía responsabilizar a algunos hombres pudientes. El Gobierno
zanjó el tema diciendo que ni el juez ni el fiscal tenían competencias para
poder valorar informes de los jefes agronómicos que ellos habían solicitado
antes. Los abogados del Estado le comunicaron al juez que se adentraba en un
“derrotero impreciso”, con delitos que eran difíciles de prever. “Las
actuaciones criminosas de este tipo monstruoso suelen sorprender siempre al
hombre normal y a la administración más cuidadosa”, aseguraron con diplomacia.
La sociedad consideró justa la sentencia, pero el que más años
de pena cumplió finalmente se quedó en seis o siete, y casi cincuenta años
después, ni las familias ni las víctimas han recibido un solo céntimo de
indemnización. “Al día siguiente de conocerse el fallo, la prensa, con generosa
tipografía, recogía el dictamen judicial, y muchos se apresuraron a recortar
los artículos para guardarlos en las hemerotecas. Había que prevenir, por si
acaso el tiempo decidía curar la herida que alguien abrió utilizando la
confianza del pueblo, pero la herida del metílico aún sigue abierta”, dice el
periodista Fernando Méndez.
Tras salir publicados sus libros, varios de los
perjudicados buscan el reconocimiento de sus antepasados y están hablando con
letrados para lograr reabrir un caso que quedó en el olvido sin que nunca se
hiciese justicia. Es la memoria histórica de un envenenamiento masivo.
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