La Constitución gaditana fue el primer esfuerzo
democrático de la España contemporánea, que no cuajó hasta la Transición. La
celebración del bicentenario es un momento propicio para revisar el relato
canónico. Nuevos libros, exposiciones y música revisan el texto de 1812.
Entre 1808 y 1814, en los seis años que rodearon la fecha cuyo bicentenario
se cumple ahora, se acumuló una secuencia vertiginosa de acontecimientos: un
"motín", preparado por los "fernandinos" —partidarios del
príncipe heredero al trono y enemigos del valido Godoy—, que obligó a abdicar
al monarca en ejercicio y fue el primero de una larga serie de golpes de
Estado; una sustitución de la familia reinante por otra —los Borbón por los
Bonaparte—, francesas de origen ambas; un levantamiento que inició una guerra que
afectaría a la totalidad del territorio y de la población peninsular y que en
parte fue una guerra civil y en parte internacional —enfrentamiento entre
Francia e Inglaterra, las dos grandes potencias del momento—; un vacío de
poder, en la zona insurgente, por ausencia de la familia real al completo, que
hubo que llenar con distintas fórmulas, hasta culminar en una convocatoria de
Cortes; una Constitución, elaborada por aquellas Cortes, que, sumada a la
decretada en Bayona por Bonaparte, inauguraba otra larga lista de textos
constitucionales; una serie de medidas revolucionarias, emanadas igualmente de
aquella asamblea, tendentes a destruir o modificar radicalmente las estructuras
del Antiguo Régimen, asentadas en el país desde hacía siglos; un estallido del
imperio americano, que acabaría generando una veintena de nuevas naciones
independientes en América y que relegaría a la monarquía española a un papel
prácticamente irrelevante en el escenario europeo; y el nacimiento de toda una
nueva cultura política, a la que con mucha generosidad se llamó
"liberal", que marcaría como mínimo todo el siglo siguiente.
El conjunto reviste una enorme complejidad. Pero ha sido simplificado y
elevado a mito fundacional, por considerarlo el origen de la nación moderna; y
se ha presentado como un unánime levantamiento popular contra un intento de
dominación extranjera; como una guerra de "españoles" contra
"franceses", con una victoria de los heroicos aunque desarmados
descendientes de saguntinos y numantinos contra el mejor ejército del mundo,
invicto hasta aquel momento; como un intento simultáneo de liberación, gracias
a los diputados gaditanos, frente a toda tiranía interna o externa; o como una
sana defensa de la religión, el rey y las tradiciones, traicionada por las élites
permeadas por secretas sectas satánicas… Como buen relato mítico, se ha cargado
de héroes, mártires, villanos, hazañas y momentos sacrosantos que encarnan los
valores que sirvieron y todavía hoy deberían seguir sirviendo de fundamento a
nuestra sociedad. Todo un montaje sencillo, pero no fácil de cuestionar, ni aun
casi de reflexionar críticamente sobre él, sin correr serios riesgos de ser
acusado de antipatriota.
Pero las investigaciones recientes arrojan muchas dudas sobre este relato
canónico. El apoyo popular a la causa antifrancesa fue, desde luego,
generalizado. Pero no es claro que dominara entre los sublevados la motivación
patriótica, sino la reacción contra los abusos y exacciones de las tropas
francesas, sumada a la galofobia o la propaganda contrarrevolucionaria de signo
monárquico o religioso; y son abrumadores los datos referidos a enfrentamientos
y problemas internos —muy documentados por Ronald Fraser—, por ejemplo por el
reparto de levas o de los impuestos extraordinarios de guerra.
Que la religión y el trono fueran más importantes que la "nación"
no quiere decir que no surgiera en esos años la formulación moderna del sujeto
de la soberanía. Por el contrario, fue la pieza clave de la retórica liberal; y
los liberales dominaron, a la postre, las Cortes gaditanas. Pero es difícil que
ese discurso, elaborado en una ciudad sitiada y mal conectada con las demás zonas
en que se combatía a los josefinos, fuera el resorte movilizador en el resto
del país. Por el contrario, es razonable suponer que los argumentos
tradicionales sobre el origen divino del poder dominaran sobre la defensa de la
soberanía nacional, su justificación revolucionaria. Incluso entre los llamados
"liberales", muy interesantes estudios recientes, como los de R.
Breña o J. M. Portillo, subrayan la pervivencia de una herencia iusnaturalista
procedente del escolasticismo que anclaba sus teorías en una visión
colectivista y orgánica de la sociedad muy alejada del individualismo liberal.
En el llamativo fenómeno del "clero liberal", decisivo en las
votaciones gaditanas, parece detectarse más jansenismo —un proyecto de creación
de una iglesia regalista, ahora nacional— que liberalismo.
Sobre la guerra en sí y su resultado final, los historiadores tienden a dar
una relevancia creciente a los factores internacionales. Lo cual quiere decir
prestar atención a los movimientos del ejército de Wellington, por un lado, y
atender también al resto de las campañas napoleónicas, que obligaron al
emperador a retirar de la Península una gran cantidad de tropas en 1811-1812
para llevarlas al matadero ruso. No por casualidad fue entonces cuando
Wellington decidió por fin abandonar su refugio en los alrededores de Lisboa e
inició así el giro de la guerra hacia su desenlace final. Las guerrillas, en
cambio, tienden ahora a verse como grupos de desertores o soldados derrotados
en batallas previas que sobrevivieron a costa de los habitantes de las zonas
vecinas, a los que sometían a exigencias similares a las de los ejércitos
profesionales del momento, cuando no a las del bandolerismo clásico. Y no
desempeñaron, desde luego, ningún papel de importancia en la fase final, y decisiva,
de la guerra.
Aquella secuencia de hechos inició toda una nueva cultura política. Uno de
sus aspectos consistió, sin duda, en la creación de una imagen colectiva de los
españoles como luchadores en defensa de la identidad propia frente a invasores
extranjeros, lo que reforzaba una vieja tradición que articulaba toda la
historia española alrededor de las sucesivas resistencias contra invasiones
extranjeras, evocada por nombres tales como Numancia, Sagunto o la casi
milenaria "Reconquista" contra los musulmanes. Según esta
interpretación, la nueva guerra había dejado sentada la existencia de una
identidad española antiquísima, estable, fuerte, con arraigo popular, lo cual
parece positivo desde el punto de vista de la construcción nacional. ¿Qué más
se podía pedir que una guerra de liberación nacional, unánime, victoriosa pese
a enfrentarse con el mejor ejército del mundo, que además confirmaba una forma
de ser ya atestiguada por crónicas milenarias? Pero el ingrediente populista
del cuadro encerraba consecuencias graves. Era el pueblo el que se había
sublevado, abandonado por sus élites dirigentes. Lo que importaba era el alma
del pueblo, el instinto del pueblo, la fuerza y la furia populares, frente a la
racionalidad, frente a las normas y las instituciones. Como escribió Antonio de
Capmany, la guerra había demostrado la "bravura" o "verdadera
sabiduría" de los ignorantes frente a la "debilidad" de los
filósofos. Se asentó así un populismo romántico, que no hubieran compartido los
ilustrados (para quienes el pueblo debía ser educado, antes de permitirle
participar en la toma de decisiones), que no existió en otros liberalismos
moderados (y oligárquicos), como el británico, de larga vida en la retórica
política contemporánea, no sólo española sino también latinoamericana.
A cambio de esa idealización de lo popular, el Estado, desmantelado de
hecho en aquella guerra, se vio además desacreditado por la leyenda. Los
expertos funcionarios de Carlos III y Carlos IV, muchos de ellos josefinos,
desaparecieron de la escena sin que nadie derramara una lágrima por ellos. El
Estado se hundió y hubo de ser renovado desde los cimientos, como volvería a
ocurrir con tantas otras crisis políticas del XIX y del XX (hasta 1931 y 1939;
afortunadamente, no en 1976). A cambio de carecer de normas y de estructura
político-burocrática capaz de hacerlas cumplir, surgió un fenómeno nuevo, que
difícilmente puede interpretarse en términos positivos: la tradición
insurreccional. Ante una situación política que un sector de la población no
reconociera como legítima, antes de 1808 no se sabía bien cómo responder, pero
sí a partir de esa fecha: había que echarse al monte. Nació así la tradición
juntista y guerrillera, mantenida viva a lo largo de los repetidos
levantamientos y guerras civiles del XIX. Una tradición que se sumó, además, a
un último aspecto del conflicto que no se puede negar ni ocultar: su extremada
inhumanidad. Los guerrilleros no reconocían las "leyes de la guerra"
que los militares profesionales, en principio, respetaban. Ejecutaban, por
ejemplo, a todos sus prisioneros. O mataban en la plaza pública, como
represalia, a unos cuantos vecinos seleccionados al azar de todo pueblo que
hubiera acogido a las tropas enemigas. O se fijaban como objetivo bélico los
hospitales franceses, en los que entraban y cortaban el cuello a los infelices
heridos o enfermos del ejército imperial que recibían cuidados en ellos. Los
enemigos eran agentes de Satanás y no tenían derechos. Fue una guerra de
exterminio, que inició una tradición continuada hasta 1936-1939.
Lo más positivo de aquella situación fue el esfuerzo, verdaderamente
inesperado y extraordinario, de un grupo de intelectuales y funcionarios para,
a la vez que rechazaban someterse a un príncipe francés, adoptar lo mejor del
programa revolucionario francés: en Cádiz se aprobó en 1812 una Constitución
que estableció la soberanía popular, la división de poderes o la libertad de
prensa. Fue el primer esfuerzo en este sentido en la historia contemporánea de
España. Un esfuerzo fallido, por prematuro, ingenuo, radical y mal adaptado a
una sociedad que no estaba preparada para entenderlo. Costó mucho, hasta 1978,
verlo plasmado en una forma de convivencia política democrática y estable.
Ahora, que celebramos el bicentenario de aquella Constitución, es el momento de
conmemorar aquel primer intento de establecer la libertad en España, en lugar
de dedicarnos a exaltar la nación. Entonces era el momento de hacerlo, ya que
se inauguraba una era dominada por los Estados nacionales. Pero ahora,
doscientos años después, estamos ya en el momento posnacional.
José Álvarez Junco ha publicado recientemente El
emperador del paralelo: Lerroux y la demagogia populista (RBA. Barcelona, 2012.
432 páginas. 29 euros) . También es autor de La Constitución de Cádiz:
historiografía y conmemoración (J. Álvarez Junco y Javier Moreno Luzón,
editores. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2006) y de Mater
dolorosa. La idea de España en el siglo XIX (Taurus, 2001).
Entre los últimos libros publicados
sobre el tema se encuentran: Génesis de la Constitución de 1812. De muchas
leyes fundamentales a una sola constitución. Francisco Tomás y Valiente.
Prólogo de Marta Lorente Sariñena. Urgoiti Editores. Pamplona, 2011. 160
páginas. 20 euros (edición original: 1995). La Constitución de Cádiz. Origen,
contenido y proyección internacional. Ignacio Fernández Sarasola. Centro de
Estudios Políticos y Constitucionales. Madrid, 2011. 466 páginas. 24 euros. Luz
de tinieblas. Nación, independencia y libertad en 1808. Antonio Elorza. Centro
de Estudios Políticos y Constitucionales. Madrid, 2011. 356 páginas. 20 euros.
Mendizábal. Apogeo y crisis del progresismo civil. Historia política de las
Cortes constituyentes de 1836-1837. Alejandro Nieto. Ariel. Barcelona, 2011.
959 páginas. 49 euros (electrónico: 15,99). Otros libros publicados por el
Centro de Estudios Políticos y Constitucionales (CEPC) sobre la Constitución de
Cádiz: www.cepc.es/Actividades/bicentenario_Consti tucion_1812/librosCEP.
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