Vasili Grossman e Ilyá Ehrenburg reunieron testimonios y
documentos sobre la aniquilación de los judíos para 'El libro negro', un
catálogo de la infamia cuyas particularidades no por ya mejor conocidas ahora
dejan de ser escalofriantes: violaciones en masa, sadismo, pogromos, inanición,
quema de personas vivas, estrangulamiento de niños, gases letales…
Como muchos textos gestados en la Rusia soviética, El libro negro
arrastra tras de sí una historia penosa y delirante. Destinado a recoger los
atroces crímenes en masa perpetrados por los fascistas alemanes contra los
judíos, nunca vería la luz en la Rusia de Stalin. De hecho, no llegó
íntegramente a las librerías rusas hasta 1993. La idea, acopiar material que
brindase evidencias documentales de lo que más tarde se llamaría el Holocausto,
contó al principio con el beneplácito de las autoridades soviéticas. Una vez
ganada la guerra, sin embargo, esa actitud cambió de raíz: se borró de un
plumazo la solidaridad internacional para con los judíos y la histeria
antisemita reapareció en Rusia. Tampoco jugó a favor el incipiente clima de la
guerra fría.
En Gentes, años, vida, las voluminosas memorias de Ilyá Ehrenburg
que se publicarán en la editorial Acantilado, el escritor dice: “A finales de
1943, junto con V. Grossman, empecé a trabajar en una compilación de
documentos… Decidimos reunir diarios, cartas personales, relatos de víctimas
supervivientes o de testigos oculares de la aniquilación de los judíos cometida
por los nazis en los territorios ocupados”. Así es. Al frente de este ambicioso
proyecto concebido por el físico Albert Einstein, en el que colaboraron más de
cuarenta periodistas sobre todo entre 1944 y 1946, estuvieron dos
personalidades tan contrapuestas como Ehrenburg y Grossman. Si bien poseían
muchas cosas en común —ambos eran escritores soviéticos de familias judías que
gozaban de gran prestigio y visibilidad por las crónicas de guerra que
redactaban para el periódico militar Estrella Roja—, discreparon
abiertamente tanto por su manera de ser como de entender la obra. Mientras que
Ehrenburg era un pragmático que procedía según las exigencias del momento y se
movía como pez en el agua entre la nomenklatura, Grossman era un epígono
del humanismo ruso y europeo para quien la Solución Final tenía una gran carga
emotiva debido, sobre todo, al asesinato de su madre. Así, Ehrenburg, más sagaz
políticamente, entendía que para burlar la censura se debían soslayar ciertos aspectos.
Por ejemplo, la colaboración de ciudadanos soviéticos con los alemanes o el
excesivo hincapié en la condición judía de las víctimas. No se equivocaba. La
comisión encargada de revisar el material detectó un “grave error”: “En los
textos presentados se aprecian descripciones demasiado pormenorizadas de la
abyecta actividad de los ucranianos, letones y representantes de otras
nacionalidades que traicionaron a la patria. Con ello, se rebaja la acusación
principal y definitiva que presume al libro, a saber, la acusación contra los
alemanes”. Y, no obstante, para extirpar al Untermensch (subhumano), las SS de
Himmler tuvieron que servirse de todo tipo de ardides y de mucha planificación.
Sin la colaboración local, difícilmente se habría ejecutado con tanta eficacia
el genocidio. La línea oficial de Stalin en el tratamiento del Holocausto fue
“no dividáis a los muertos”, algo que Ehrenburg llevó a la práctica como
marxista consagrado a la idea de la fraternidad universal.
El libro negro estuvo auspiciado por el
Comité Judío Antifascista, creado tras la invasión de Rusia por los alemanes en
1941, cuando Stalin ansiaba ganarse el apoyo internacional judío que había
perdido con la invasión conjunta de Polonia por Alemania y la URSS, a raíz del
Pacto Ribbentrop-Mólotov. La prohibición de que se publicara esta acta de la
brutalidad no fue más que el preludio a la ejecución de varios miembros del
comité. La ola de antisemitismo que atravesó Rusia tendría uno de sus máximos
exponentes en el llamado “Complot de los médicos”, en virtud del cual se
acusaba a doctores judíos de haber intentado envenenar a los dirigentes del
Kremlin. En este sentido, Grossman fue más lejos que Solzhenitsin, al dejar al
descubierto no sólo la corrupción del marxismo-leninismo, sino también el
espíritu xenófobo imperante en Rusia. Si bien el autor de El archipiélago
Gulag reconoce la existencia de pogromos en Ucrania, por ejemplo, negó que
en Rusia hubiese un sentimiento racista.
Con mucho retraso, nos llega este catálogo de la infamia cuyas
particularidades no por ya mejor conocidas ahora dejan de ser escalofriantes:
violaciones en masa, sadismo, pogromos, inanición, quema de personas vivas,
estrangulamiento de niños, gases letales, perros entrenados para morder órganos
sexuales. Historias cuya veracidad se ha discutido largamente encuentran aquí
pruebas, como el jabón hecho de cadáveres humanos: “Los alemanes seleccionaban
a los presos más corpulentos, los asesinaban y los cocían para fabricar jabón
con su grasa”. El libro presenta cierto carácter soviético: alguna referencia
positiva al genio estratégico de Stalin, el énfasis en la ayuda brindada por
los no judíos a las víctimas y la escasa mención al colaboracionismo, pero su
significado no queda oscurecido. Cuando Grossman llega a Treblinka y ve el
campo desmantelado por los nazis antes de la llegada del Ejército Rojo, se
pregunta: ¿acaso creían que el crimen sería olvidado? Si por un instante el
escritor quiso pensar que todo era fruto de una pesadilla, los mechones de pelo
que escupía la tierra vinieron a confirmar las declaraciones de los testigos. El
libro negro es un documento perturbador, valiente y controvertido. Con su
publicación en nuestro país se salda una cuenta pendiente. Ninguna historia del
Holocausto estará completa sin hacer referencia a él.
La sencilla aritmética del
salvajismo
Al inicio de Vida y destino se expresa el
carácter inhumano de la barbarie nazi con la descripción de la llegada de un
tren a un campo de concentración en cuyo diseño reina el orden y la lógica
fabril. Dos son las aportaciones personales de Grossman a El libro negro,
‘El asesinato de los judíos de Berdíchev’ y ‘Treblinka’, y en ambas reitera el
mismo mensaje: lo sucedido no fue consecuencia de un rapto de odio o locura
contagiosa. Es errónea, afirma nada más acabar la guerra, la percepción de que
fue un caos irracional el que propició la destrucción de vidas y el paisaje como
el “más terrible de los huracanes”. Hubo un corpus teórico, un aliento medido,
una planificación consensuada y fue necesaria la orden que accionase toda la
maquinaria, bien afinada y dispuesta. La industria de la muerte no permitía
improvisaciones.
Empotrado en el Ejército Rojo,
escribió lo que se consideran las primeras páginas del genocidio. “Todo un
pueblo ha sido brutalmente exterminado”, dice en Ucrania sin judíos. Cuando
regresa a Berdíchev, su ciudad natal, conocida entre los antisemitas como “la
capital de los judíos” y, por tanto, objetivo prioritario de los nazis, ve la
fosa al lado del aeropuerto donde arrojaron a su madre. La visión de ese lugar,
incluido en la última carta que Anna Strum dirige a su hijo en Vida y
destino, supone una brusca sacudida en todo su ser. El Holocausto, que
empieza en Berdíchev el 15 de septiembre de 1941, se convierte desde ese
momento, junto con el totalitarismo, en el pilar de su obra literaria. Grossman
fue el primero en entrevistar a los supervivientes de Treblinka. Aun consciente
de que sólo las víctimas pueden describir el auténtico horror, acometió la
difícil tarea de hablar por aquellos que reposan bajo tierra. Con todo el
oficio narrativo que le granjeó el periodismo de guerra, sin faltar a la verdad
del dato ni al deber del recuerdo, diseccionó el operativo del campo de
exterminio. Grossman, notario del siglo de los perros lobo, incluyó estos dos
informes para que no permaneciéramos nunca indiferentes ante los demás ni
indulgentes con nosotros mismos.
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