Un revolucionario ensayo plantea una historia universal
de la disciplina y cuestiona el peso de la tradición occidental
Tras visitar la austera villa imperial de Katsura, cerca de Kioto, un
viajero de 1650 podría llegar hasta el palacio Potala que levantaron en Tíbet
los partidarios del quinto Dalai Lama. Podría luego remontar el río Yamuna para
ver el Taj Mahal en Agra (India) y, más tarde, contemplar la vasta extensión de
la plaza urbana de Isfahán, en la antigua Persia. Tras admirar la mezquita
Suleymaniye, en Estambul, concluiría su periplo visitando il Redentore, la
iglesia que Andrea Palladio levantó en Venecia para agradecer el fin de la
peste que terminó con el 30% de la población. Por esas mismas fechas, en Londres
se estaría levantando la Banqueting House de Inigo Jones, uno de los primeros
edificios ingleses proyectados a la manera italiana moderna y representante de
un poder que empezaba a crecer, aunque fuera todavía marginal comparado con el
de los chinos, otomanos y holandeses. Por entonces, la política exterior
inglesa la dirigían más los piratas que los políticos. Y parece ser que la
arquitectura traducía esa situación. Ese viajero que visitara edificios
mongoles, tibetanos o islámicos no podría admitir que el estilo que imperaba en
el mundo era el del último Renacimiento después de lo que había visto. Este
viaje puede realizarse en las páginas de Una historia universal de la
arquitectura, de Francis D. K. Ching, Mark M. Jarzombek y Vikramaditya
Prakash (Editorial Gustavo Gili). Es un análisis cronológico que permite
comparar edificios y realizar una revisión crítica y que se completa ahora con
la traducción del segundo y último tomo al castellano.
No es habitual que un libro de historia universal de la arquitectura sea
realmente universal. Al contrario, los libros con vocación global constituyen
la excepción a la hora de explicar la historia, también de los edificios. Ha
habido intentos. A finales del XIX, Sir Banister Fletcher trazó un atlas de
estilos con esa ambición. Pero lejos de comparar lo que sucedía
cronológicamente lo recogió en capítulos ordenados geográficamente. Es justo
decir que el espléndido tomo de Fletcher no engañaba. Se titula Una historia
de la arquitectura. Incluso Spiro Kostof en su monumental Historia de la
arquitectura de 1985, en la que no marcaba distinciones entre alta y baja cultura
y hablaba de la disciplina como reflejo de la historia de las personas,
limitaba el repertorio de construcción “no occidental” a lo que se había
levantado en Asia.
En realidad, la mera manera de nombrar la otra arquitectura resulta
reveladora: “Arquitecturas premodernas”, “estilos no históricos” o
“arquitectura preoccidental”. El eurocentrismo ha sido la clave a la hora de
abordar una historia que, cuando se revisa, revela hipótesis como la posible
aparición de la nervadura gótica en Oriente Próximo —que llegaría a España tras
emplearse en Bulla Regia (Túnez) y desembocar en la Mezquita de Córdoba— mucho
antes de la supuesta aparición del arte gótico.
Las sucesivas historias parciales retratan menos esa arte que a las
sociedades desde las que se escribieron. Revisar los hechos como la historia de
una adaptación constante es lo que, con afán pedagógico, pretenden los tres
profesores estadounidenses en su fascinante invitación al conocimiento.
Varios historiadores sitúan la Edad Media como el umbral del fin del
interés por lo ajeno. Y un clásico de la modernidad, Henry Rusell-Hitchcock,
consideró el Renacimiento como el principio de la Edad Moderna, pero cuando
Leonardo da Vinci fue invitado a construir un puente en Estambul, se levantaba
allí una arquitectura otomana tan influyente como la renacentista. Así, la
catedral de Pisa se levantó al tiempo que la pagoda de madera de Yingxian, en
China y los logros estructurales de la Parroquia de Cristo Obrero del uruguayo
Eladio Dieste podrían compararse a los de la Ópera de Sidney de Jorn Utzon.
También la construcción de la Alhambra coincidió con la de la catedral de
Amiens en una época en la que el mundo no sabía que era global.
Más allá de desvelar conexiones, esta nueva historia indaga sobre cómo
viajaba la información y relaciona la arquitectura con contextos, económicos,
religiosos y sociopolíticos como la colonización y la conquista. Pero frente a
la idea, tan actual, de microrregionalizar la historia, propone una lectura de
la arquitectura más como espacio de intercambio que como símbolo nacionalista.
Y aclara que la ausencia de yacimientos prehistóricos en África puede deberse a
la ausencia de un trabajo de investigación. Es el caso del mundo precolombino,
del que “sabemos poco, porque solo se han excavado el 15% de los sitios
arqueológicos”, afirman los autores, que defienden el cosmopolitismo de obras
como el Wat Pra Kaew en Bangkok con azulejos exteriores de estilo persa y el
recurso barroco de colocar al Buda sobre una estructura dorada.
A pesar de que los orígenes debieron ser parecidos en
muchos lugares de la Tierra, está claro que los caracteres no fueron uniformes.
Desde el principio hubo sociedades pragmáticas y sociedades simbólicas, pueblos
que pusieron mayor esfuerzo en construir graneros y otros que prefirieron
dedicarse a erigir templos. Examinar esa diversidad resulta sumamente
enriquecedor. Y aunque la Historia de la arquitectura universal de Ching,
Jarzombek y Pakash está todavía lejos de ese mapa borgiano que sería la
universalidad total (se centra en los monumentos descuidando la arquitectura
popular para acotar el contenido del libro) estos volúmenes sí son una suma de
todas las historias locales. Además no tienen eje fijo para recodarle al lector
que el planeta no empieza en el este o en el oeste sino por cualquier punto.
Como los propios autores apuntan, una panorámica global sería una quimera, pero
estudiando los vínculos y las conexiones entre las arquitecturas del mundo se
abre un camino para comprender las fuentes universales ahora que tanta
arquitectura es global.
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