Ver árboles y no agotarse por los pasillos, convalecer en
un espacio doméstico en vez de encerrarse en un hospital. Muchos proyectistas,
como Alvar Aalto en Finlandia y Lelé en Brasil, investigan la relación entre la
salud y el diseño de las clínicas
Centro Maggie de Nottingham, de Piers Gough |
La azotea del sanatorio de Paimio, en Finlandia, no se podría construir
hoy. No cumple la normativa. Su barandilla es demasiado baja y algún niño
despistado podría caerse. Pero hace casi un siglo, en 1929, el arquitecto Alvar
Aalto la ideó para alegrar la vida de los tuberculosos que, tumbados en sus
hamacas y embutidos en forros de lana, respiraban allí aire puro, trataban de
capturar el calor de algún rayo de sol y contemplaban un horizonte de pinos sin
que una barrera les estropeara las vistas. Paimio es el edificio más
racionalista del arquitecto finlandés. Todavía hoy, con la tuberculosis
erradicada, resulta ejemplar. Es un monumento al cuidado y respeto por los
pacientes y una carta abierta para mejorar la vida en un lugar en el que
habitualmente se respira preocupación, tristeza y mucho miedo.
La arquitectura no cura. Pero puede alegrar la vida. Han sido muchos los
proyectistas empeñados en investigar la relación entre la buena salud y la
orientación, distribución, ubicación y hasta decoración de los edificios. Al
mismo tiempo que Aalto completaba su hospital, en Los Ángeles, Richard Neutra
construía la casa para un médico naturópata, el doctor Philip Lowell. En 1954,
el arquitecto escribió un libro, Survival through design, que recogía el
ideario de su arquitectura. Tomaba como centro a las personas y trataba de
luchar contra la irritante amenaza que suponía la construcción que atenta
contra la vitalidad. En síntesis, el libro abogaba por recuperar la relación
con la naturaleza. Y esa idea es, en realidad, la base de la mayoría de las
prácticas que defienden la existencia de una arquitectura curativa, más humana
y mejor integrada en el medio.
Hasta tal punto existe esa creencia que la arquitecta Beatriz Colomina
sostiene, desde sus clases en la Universidad de Princeton, que la arquitectura
moderna era entendida como un equipo médico "para proteger, y mejorar, el
cuerpo". Colomina ha argumentado que fue la tuberculosis precisamente la
que decidió el aspecto y las formas de la arquitectura racionalista de los años
veinte y treinta. Y cree que en ese ideario purista resultó clave la obsesión
médica de ese momento: "Los vanguardistas de las primeras décadas del
siglo XX presentaron su nueva arquitectura como un instrumento que induce a la
salud". Colomina apunta incluso que la transparencia en la arquitectura
moderna estaba directamente relacionada con la tecnología médica para explorar
el cuerpo -las máquinas de rayos X-, pero más allá del blanco aséptico y de las
transparencias, que nada ocultan, quedan los colores de edificios
excepcionales, como el sanatorio de Paimio. En Finlandia hay poco sol, pero
Alvar Aalto lo pintó en el pavimento amarillo de la escalera de su hospital,
junto a los grandes ventanales que dejan pasar la luz y en las paredes de todo
el recorrido que debían seguir diariamente los pacientes. Cuando la penicilina
no había sido descubierta, la única cura para los enfermos de pulmón era así de
sencilla y así de difícil en países en los que nieva todo el invierno: aire
fresco, sol y ejercicio suave. La escalera de Aalto concentra toda esa
medicina. Además de los brillos amarillos, los peldaños son bajos, como los
pomos de las puertas ergonómicos para que abrir una puerta no suponga un
esfuerzo. Para que un enfermo no se convierta, automáticamente, en un inútil.
El rechazo a la actitud pasiva, a tratar a los enfermos como si nada se
esperara ya de ellos, está prohibido en los centros Sarah. En la otra cara del
mundo, en Brasil, Lelé, el arquitecto carioca João Filgueiras Lima, lleva una
década proyectando hospitales que llevan ese nombre. Hoy, la red de centros
públicos para víctimas de politraumatismos y enfermos con parálisis faciales o
espina bífida se extiende a varios Estados. Las clínicas llevan el nombre de la
que fuera primera dama de ese país, Sarah Kubitschek, en la época en la que se
fundó Brasilia, en 1960. Lelé ha sido un profesor inolvidable y un magnífico
arquitecto empeñado en desarrollar la prefabricación del hormigón para
construir magníficos, sencillos, eficaces y humanos hospitales.
Las terapias de los centros Sarah, que rechazan el conformismo, enseñan a
convivir con las enfermedades y admiten la presencia de los familiares, ayudan
a que los pacientes se esfuercen en sonreír, pero son los jardines, los amplios
espacios, las terrazas y las pasarelas ventiladas e iluminadas las que hacen
que los enfermos tengan una vida alegre, una cotidianidad con vistas y lleguen
a recuperar la ilusión. "El que quiera proyectar un hospital debería pasar
tres meses con Lelé". La frase es de Oscar Niemeyer. Los hospitales de
Filgueiras Lima tienen árboles y cables. Son prefabricados, pero humanos. Se
trata de una arquitectura económica y, sin embargo, cercana. Lelé sabe
construir. Ese es su secreto. Tras viajar por Polonia, Rusia y la antigua
Checoslovaquia para estudiar sistemas de prefabricados durante los años
sesenta, ideó un método que emplea placas de hormigón de escasísimo espesor
(apenas cuatro centímetros) para luego poder domarlo y, dulcemente, moldear sus
formas . Así, tiene tanta fe en la arquitectura como para idear edificios
abiertos y sinuosos para quienes apenas pueden moverse.
La red de hospitales Sarah tiene sedes en Macapá, Salvador, Recife,
Curitiba, Fortaleza, Belo Horizonte, Río o São Luís Maranhão. Y en ellos el
arquitecto carioca -a punto de cumplir 80 años- está presente en todo: desde
las camas móviles de los pacientes hasta la ausencia de aire acondicionado
(emplea un sistema de ventilación cruzada). Convencido de que con pocos medios
se puede conseguir una arquitectura estimulante, el arquitecto vive volcado en
sus hospitales. El último fue construido hace tres años cerca de la laguna de
Jacarepaguá de Río de Janeiro.
Hay más hospitales pensados para ayudar a motivar a los pacientes. Y
algunos de ellos también tienen nombre de mujer. Los centros Maggie comenzaron
a construirse en Reino Unido hace quince años. Un poco antes, la paisajista
Maggie Keswick Jencks supo que un cáncer de pecho se había extendido a sus
huesos. Murió en 1995, pero durante su tratamiento ideó los croquis de un lugar
en el que poder vivir mejor estando mal. Quiso dejar una herencia a los futuros
pacientes de su enfermedad para evitar que pasaran por la penuria de las salas
oncológicas. Su idea era que los convalecientes se sintieran personas delante
de un jardín, preparándose un té en una cocina o leyendo en un rincón de un
salón que parece, porque lo es, una casa de verdad. Su marido, el arquitecto
Charles Jencks, la apoyó. Y hoy existen nueve centros en Reino Unido que se
ajustan a lo que Maggie quiso dejar: un lugar en el que poder convivir con el
cáncer y más allá de él. Las familias y los amigos son bienvenidos en esos
pabellones. La idea combina ayuda profesional, respaldo comunitario y
arquitectura de primera línea. Pero hay algo más. Nada cuesta dinero en los
centros Maggie. Un lugar en el que poder olvidar los costes ciertamente parece
acercarse al paraíso.
En la actualidad son muchos los arquitectos que como Frank Gehry, Zaha
Hadid, Richard Rogers o Rem Koolhaas han donado sus diseños para levantar un
centro Maggie en el que hacer más llevaderos los malos tragos de los enfermos
oncológicos. Calidez, vistas, privacidad y trato humano son algunas de las
claves de unos edificios nacidos de una arquitectura que celebra la vida en
lugar de protegerla como si fuera algo con los días contados. La iniciativa ha
crecido y hoy la institución anuncia la próxima apertura de un centro en Hong
Kong.
La democracia de la enfermedad hace que desde la escasez de África se
entienda perfectamente ese idioma de ánimo y renovación. Aunque allí los
problemas sean otros. Y las curas, también. El arquitecto Michael Murphy es
idealista. Ha encontrado motivos para serlo. Estudiaba en la escuela de diseño
de Harvard cuando decidió ofrecer sus servicios a comunidades en las que la
arquitectura pudiera transformar la vida de la gente. Fue un encuentro con el médico
Paul Farmer, de la asociación Partners in Health, lo que le dio la idea. Ya
graduado, fundó el estudio Mass Design Group y, con la ayuda de la Facultad de
Medicina de su Universidad, diseñó el hospital de Butaro, en Ruanda. El
objetivo inicial era curar a pacientes con enfermedades contagiosas, pero el
edificio ha contribuido también a aliviar la pobreza de la zona.
En Ruanda, Murphy entendió que tan fundamental como curar
era construir un ejemplo. Además de un hospital, la clínica debía ser una vía de
futuro. Hoy allí se trata a los enfermos, pero el sanatorio también se ha
convertido en un generador de puestos de trabajo. La cura que puede
relacionarse con la arquitectura obedece a métodos sencillos: no hay pasillos
(en los que se produce buena parte de los contagios) y la circulación
perimetral, por galerías que rodean el hospital, consigue ventilación natural.
Hoy los pacientes miran hacia el paisaje a través de grandes ventanales
protegidos del sol por esa galería perimetral. Colores, en lugar de carteles,
indican las zonas de acceso prohibido. La vida allí permite esperar algo del
futuro. Así lo han entendido los socios de Mass Design Group, un estudio de
Boston que tras pasar por Butaro ha seguido trabajando en África. Han diseñado
un hospital para mujeres en Burundi y han extendido su ideario, y sus
edificios, hasta Haití. Allí levantarán el hospital Gheskio para enfermos de
tuberculosis. Saben que la arquitectura no cura, pero están convencidos de que
cierto diseño y ciertos proyectos mejoran la vida.
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