El fotógrafo francés Jacques Henri Lartigue contribuyó al
lenguaje de la fotografía desde la felicidad antropológica que imprimía a sus
imágenes al disparar
Cuando se le preguntaba por su trabajo, espetaba con la ingenuidad con la
que apretaba el disparador de su cámara: “Nací feliz. Eso ayuda, ¿no?”. El
fotógrafo francés Jacques Henri Lartigue
(1894-1986) construyó una obra sobre la inocencia del asombro y la ilusión por
lo que le rodeaba. Elevó el concepto de álbum familiar a categoría desde “la
ambigüedad esencial de la fotografía en relación al campo artístico”, apunta
Alberto Martín, crítico de fotografía y colaborador habitual de Babelia.
“Amateurismo frente a arte, uso privado o reconocimiento artístico, son los
extremos de esa ambivalencia que acompaña a la fotografía y en especial a
Lartigue”.
Hijo de un industrial adinerado, su vida en París cambió el día en que le
regalaron una cámara de fotos. Encontró en la efervescencia de un niño que se
zambulle en el agua, o en las inconveniencias de llevar vestido con fuerte
viento, una manera de contribuir al lenguaje fotográfico, sin necesidad de usar
el zoom para llegar hasta los campos de batalla y las consecuencias
execrables de la I Guerra Mundial o los tenebrosos albores del nazismo. “La
libertad de Lartigue, no condicionada por los acontecimientos, las necesidades
o imposiciones del oficio (de fotógrafo), es esencial en su obra”, dice Martín.
Tan liberado estaba tras el objetivo que no se convirtió en un referente
mundial de la fotografía hasta que el MoMA de Nueva York presentó su trabajo en
1963, cuando ya era un señor de casi 70 años. “La operación de legitimación
estética a la que fue sometida su obra en ese momento de la mano de Szarkowski
es determinante para entender su huella”, apunta Martín. Extremo en el que
abunda el último número de la publicación C Photo, editada por Ivory Press. Tobia Bezzola, comisario del Kunsthaus de Zúrich, interpretado por la
escritora neerlandesa Connie Palmen, aprovechan el título del fotolibro para
situar a Lartigue como “el primero de los maestros de la fotografía no posada”.
Espontáneo, feliz, fugaz, inconsciente, aunque capaz de hacer realidad la
historia, salvada por la luz.
“De Lartigue se señala, casi como un tópico, su actitud de eterno
adolescente”, dice Martín ante la justificación constante de la felicidad
antropológica del fotógrafo. “Pero más allá, estaría la utilización de la
fotografía como una herramienta de apertura al mundo, al exterior, y para la
conexión con los demás. Un instrumento tanto psíquico como lúdico, que permite
la construcción de imágenes que dialogan y conectan con el ámbito afectivo, con
la emociones y con las experiencias visuales que forman parte de nuestra
relación con el mundo”.
Las imágenes de Lartigue convierten al espectador en
testigo del testimonio de un costumbrista, sin olvidar, que en el ojo saltan
como resortes los recuerdos, experiencias y evocaciones propias. “Tanto el
fotógrafo como quien mira las fotografías concurren en la operación”, recuerda
el crítico de fotografía. Tal vez por esto Lartigue se convirtió en maestro en
el ocaso de una vida de luz. Necesitaba al espectador y el experto para que su
pequeña contribución a la historia de la fotografía se comprendiera, por fin,
como eso, la fotografía en sí misma.
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