sábado, 25 de febreiro de 2012

El ajuste económico de la transición


La crisis del petróleo desencadenó una espiral inflacionista
El Gobierno de Adolfo Suárez se vio forzado a tomar duras medidas
El paro se disparó y acabó enquistándose
Manifestación en Vigo contra os Pactos da Moncloa, 1977
El 6 de octubre de 1973, día del Yom Kipur, o del Perdón, para los judíos, las tropas de los países árabes vecinos lanzaron una ofensiva a gran escala contra Israel. Tras tres semanas de combates, los israelíes —contando con la ayuda de EEUU— lograron restablecer su hegemonía. Esta breve guerra iba a dejar un rastro profundo, y no solo en Oriente Próximo. Sabedores del soporte occidental al Estado hebreo, los países árabes decidieron utilizar el petróleo como arma económica y bloquearon los envíos previstos a los países que apoyaban a Israel. Los precios se triplicaron en muy pocas semanas y aún aumentarían más en los años siguientes. Fue el detonante del fin de la época dorada —la larga etapa de crecimiento económico que siguió a la Segunda Guerra Mundial—, que en aquellos momentos sufría ya los efectos de la crisis del sistema monetario internacional y las consiguientes presiones inflacionistas.
 Pocas semanas después, el 20 de diciembre, moría asesinado en Madrid el almirante Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno español y hombre de confianza de Francisco Franco, el anciano dictador de 81 años. La muerte de Carrero, delfín y garante del régimen, significaba el inicio de un proceso de transición abierto a todo tipo de incertidumbres.
Estos dos acontecimientos y sus secuelas iban a presidir la trayectoria económica de España en los años siguientes. Para comprender el proceso es necesario que nos detengamos primero en el estado de la economía española en vísperas de la crisis del petróleo. Después del inapelable desastre que significó la autarquía, la liberalización impulsada por el Plan de Estabilización de 1959, si bien incompleta, abrió el paso a una etapa de crecimiento económico sin precedentes. Este fue un proceso estrechamente vinculado a la gran expansión que se producía paralelamente en toda Europa Occidental. De Europa vinieron los turistas y los capitales que permitieron a España adquirir la maquinaria y la tecnología con la que se modernizó y amplió el sector industrial. A Europa fueron centenares de miles de trabajadores que contribuyeron con sus remesas a la mejora del país, tanto a escala macroeconómica como familiar.
La economía española creció entre 1960 y 1973 más que ninguna otra de Europa, una diferencia que se explica en gran medida por la magnitud del atraso anterior. Las estimaciones más fiables nos hablan de que el PIB por habitante de España era el 62% del de los principales países europeos antes de la Guerra Civil y que descendió 20 puntos en los años de la autarquía. El gran crecimiento de los años sesenta permitió recuperar la cota perdida, pero no ir mucho más allá: hacia 1973, el PIB por habitante español era el 64% del europeo. En cualquier caso, esta etapa de fuerte expansión alteró profundamente la estructura económica de España. La industria se diversificó y extendió sus raíces más allá de las regiones industriales tradicionales, mientras el auge del turismo impulsaba la construcción y los servicios. Consecuencia de todo ello, un fortísimo proceso migratorio convirtió a millones de campesinos empobrecidos en trabajadores urbanos mejor remunerados y, sobre todo, con mejores expectativas de futuro.
Este decenio largo de crecimiento acelerado, sin duda globalmente positivo, no se produjo sin sombras. Algunas de ellas iban a convertirse en amargos costes en cuanto cesara la expansión. El más importante de estos débitos derivaba de los efectos que las veleidades políticas del Estado franquista impusieron sobre el proceso de crecimiento.
Mediante la concesión de vías privilegiadas de crédito y de otras ventajas a determinados sectores y empresas públicas y privadas, los Gobiernos de Franco provocaron que la inversión industrial se distribuyera en función de los intereses políticos o particulares de los dirigentes de turno y no conforme a la rentabilidad o a las expectativas de futuro de cada sector. No olvidemos que el poder se ejercía sin control democrático alguno y bajo la férula de la represión. La economía española presentaba así, a comienzos de los años 1970, una estructura deforme en la que habían adquirido un peso excesivo actividades que nunca fueron rentables y que pronto devendrían insostenibles.
Una segunda sombra surgida en los años del desarrollo fue una fuerte tendencia a la inflación que obligaba a adoptar medidas de reajuste periódicamente. El alza de los precios se tornó especialmente intensa en los ejercicios previos a la crisis petrolera debido en parte a las condiciones internacionales, pero también a factores internos. Entre 1970 y 1973, los precios subieron en España a un ritmo superior al 9% anual.
Sobre este escenario de desequilibrio estructural y de fuerte inflación impactó la multiplicación súbita de los precios del petróleo. El barril de Arabia ligero (el de mayor consumo en España) pasó de 3 a 11,70 dólares entre octubre de 1973 y enero de 1974. Dos terceras partes del consumo energético español dependían de las importaciones de crudo. La factura a pagar aumentó en 2.500 millones de dólares, lo que significaba, por sí solo, un incremento del déficit comercial del 50%. Un impacto de esta magnitud iba a tener, inevitablemente, importantes consecuencias. A corto plazo implicaba un empobrecimiento colectivo por transferencia neta de recursos al exterior, un aumento de las presiones inflacionistas y la aparición de serios desajustes fiscales. A nivel más profundo, el cambio en los precios relativos de la energía conllevaba una alteración de las condiciones de producción y hacía inevitable un reajuste de carácter estructural. Todo ello en un contexto internacional de gran incertidumbre.
Ante este panorama, las autoridades se vieron abocadas a tomar decisiones que iban a tener consecuencias de amplio calado. La primera de ellas, y la más trascendente a corto plazo, era la referida a los precios de venta interior de los derivados del petróleo. Una repercusión plena del alza del crudo implicaba (como mínimo) doblar los precios de venta de los productos derivados, algo que hubiera tenido repercusiones depresivas inmediatas sobre la actividad económica. No se trataba solo del transporte; recordemos que la mayor parte de la electricidad se producía en centrales térmicas consumidoras de fuel.
Ante esta eventualidad, el último Gobierno de Franco optó por una repercusión tan solo parcial, absorbiendo el Estado una parte del aumento del coste del crudo por la vía de reducir los impuestos que gravaban el consumo de derivados. Así, mientras los precios de las gasolinas y el fuel aumentaban tan solo en torno a un 20% en términos reales, los ingresos del Estado por la venta de derivados del petróleo disminuían un 35%.
El mismo objetivo de soslayar los efectos de la crisis internacional tuvo la segunda gran decisión de estos meses cruciales: el mantenimiento de una política monetaria laxa destinada a evitar dificultades de financiación a las empresas. Se trataba de sostener la demanda interior ante el fuerte declive que estaba experimentando la demanda exterior. Tengamos en cuenta que, a diferencia de España, los países europeos de nuestro entorno adoptaron de inmediato políticas de ajuste, transfiriendo los aumentos del precio del crudo a los consumidores y adoptando al tiempo medidas de control de la oferta monetaria. La consiguiente contracción económica de estos países tuvo efectos inmediatos sobre España: en términos reales, los ingresos procedentes del turismo descendieron más de un 30%, y las exportaciones, casi un 8%.
Esta política acomodaticia o compensatoria continuó tras la muerte de Franco y el inicio efectivo de la Transición. Sus resultados fueron, por un lado, un retraso en el proceso de ajuste, con el consiguiente mantenimiento de tasas de crecimiento relativamente altas, pero a costa de un agravamiento de los desequilibrios de fondo. Entre 1973 y 1976, el PIB español creció un 16%, mientras que en los principales países de Europa Occidental el crecimiento fue tan solo del 5,5%. Pero en julio de 1976, cuando la dimisión forzada de Carlos Arias Navarro —legatario de Franco— permitió el acceso de Adolfo Suárez a la presidencia del Gobierno, la situación ya era muy delicada. La inflación interanual se acercaba al 20%, el déficit de la balanza exterior por cuenta corriente superaba los 4.000 millones de dólares y el déficit del Estado aumentaba. La permisividad monetaria no había podido evitar, por otro lado, el ascenso del desempleo, que afectaba ya a más de medio millón de personas, el triple que tres años antes.
Los meses siguientes fueron los más intensos de la transición política. La prioridad otorgada al delicado proceso de demolición del régimen autoritario hizo que la adopción de medidas económicas correctoras tuviera que esperar a la elección del primer Gobierno democrático. A primeros de julio de 1977, el presidente Suárez, ratificado en las primeras elecciones libres, nombraba vicepresidente del Gobierno para asuntos económicos al profesor Enrique Fuentes Quintana, uno de los más prestigiosos economistas del país. Se iniciaba una nueva etapa en la que el ajuste económico se convertiría en el elemento central del escenario público.
El retorno al equilibrio exigía, en primer lugar, poner fin a la enloquecida espiral de aumentos de precios y salarios que estaba en la base del desbordamiento inflacionario. El Estado, por otro lado, debía reducir el déficit público y el consecuente recurso a la deuda, para evitar que el endeudamiento alcanzara niveles insoportables. Una operación de este calado resultaba imposible, en aquella situación, sin contar con el consenso de los estamentos sociales más relevantes. Recordemos que el partido gobernante, la UCD de Adolfo Suárez, no disponía más que de mayoría relativa en el Parlamento y que el ajuste económico se iba a implementar mientras se desarrollaba el debate sobre la nueva Constitución democrática que habría de regir los destinos del país. El Gobierno, en consecuencia, promovió una negociación multilateral en la que, además del propio Ejecutivo, participaron las fuerzas políticas con representación parlamentaria, los sindicatos y las entidades patronales, y que desembocó en los llamados Pactos de la Moncloa, firmados en octubre de 1977. Los elementos fundamentales del acuerdo pueden resumirse en dos:
1. Un ajuste económico a corto plazo basado en la contención salarial, una política monetaria restrictiva, la reducción del déficit público y la adopción de un sistema de cambios flotantes para la peseta, con la consiguiente devaluación.
2. La introducción de algunas reformas consideradas indispensables en el nuevo contexto político: modernización del sistema fiscal, aprobación de un nuevo marco legal para las relaciones laborales y liberalización del sistema financiero.
Los efectos estabilizadores de las medidas adoptadas se observaron a lo largo de 1978 y 1979: la devaluación hizo que la balanza por cuenta corriente se tornara positiva, mientras la política monetaria y el acuerdo de rentas permitían reducir la tasa de inflación del 25% al 15%. Como era de esperar, el enfriamiento económico tuvo efectos sobre el crecimiento, que se contrajo y se convirtió en levemente negativo en 1979.
Cuando el ajuste parecía próximo a completarse y se empezaba a detectar cierta recuperación, la economía mundial —y la española— se vio sacudida por la segunda crisis del petróleo. Esta vez, la razón fue el derrocamiento del sah y la instalación de un régimen de base religiosa en Irán, uno de los principales países productores de crudo, y el inmediato estallido de una guerra abierta entre ese país y el vecino Irak, asimismo un gran productor. De nuevo, los precios se multiplicaron: de 12,70 dólares por barril de principios de 1979 se pasó a 26 dólares a principios de 1980 y a 37 dólares a finales de ese mismo año.
La elevación de los precios del crudo produjo otra vez un fuerte desajuste macroeconómico. La inflación dejó de reducirse y se mantuvo durante varios años en torno al 15% anual, mientras que el déficit público pasaba del 1,7% a casi el 6% del PIB y la balanza por cuenta corriente se volvía de nuevo negativa por unos 5.000 millones de dólares anuales. El Gobierno optó en esta ocasión por repercutir en los consumidores el incremento de los precios del crudo. El precio del fuel pasó de 8.300 a más de 20.000 pesetas por tonelada. La economía española se estancó de nuevo y no volvió a la senda de la recuperación hasta bien entrado 1982. Los años siguientes, ya bajo Gobierno socialista, la recuperación prosiguió hasta alcanzarse tasas de crecimiento del producto en torno al 3%.
En buena medida, sin embargo, la crisis de estos años se cerró en falso. La economía volvió a crecer, pero sin haber solventado algunos desequilibrios básicos. Como indicábamos más arriba, la indispensable reconversión industrial solo se abordó a la llegada del partido socialista al poder, y aún entonces de forma harto tímida. La inflación había descendido hasta el 7%, pero seguía siendo más elevada que la de los países vecinos. Finalmente, esta crisis dejó enquistado el problema del paro. La intensidad del ajuste industrial significó una gran sangría de puestos de trabajo. El desempleo llegó a afectar a tres millones de personas (un 22% de la población activa; ver gráfico 2). Lo más significativo, sin embargo, es que solo cuando el crecimiento fue superior al 3% se produjo aumento neto de empleo. Un rasgo de nuestra economía que ha seguido vigente hasta hoy.
En definitiva, la crisis de los años 1973-1985 fue una crisis de carácter mundial, pero que tuvo en España características específicas que podemos resumir en dos: la debilidad de los Gobiernos que tuvieron que afrontarla y una economía con graves defectos estructurales, surgidos de un crecimiento fuertemente intervenido y protegido de la competencia exterior. Las necesarias decisiones de ajuste se tomaron con retraso y arrostraron en consecuencia un mayor coste, y las deformaciones estructurales pasaron su factura en forma de unas tasas de paro muy superiores y más persistentes que las sufridas por otros países. Aunque la crisis se superó a mediados de la década de 1980, quedó por realizar buena parte de la reestructuración industrial y empresarial. Algo que finalmente tuvo que hacerse unos años después con no pocas dificultades.
Dicho esto, el lado positivo del balance no debe olvidarse. En aquellos años turbulentos, España consiguió transitar en paz de un sistema autoritario a la democracia en un proceso que, con todas sus limitaciones, cabe calificar de éxito. Sin duda se cometieron errores en la gestión de los asuntos económicos, tanto en las decisiones adoptadas como en las eludidas, pero considero que sería injusto olvidar que el objetivo prioritario era entonces la transición política y que a ello hubieron de supeditarse otros objetivos, por importantes que fuesen.
Algunos de los rasgos de aquella crisis parecen comunes a los de la crisis actual: un origen exterior, una economía con serios problemas estructurales y, por razones diferentes, cierta debilidad en la acción política. No me corresponde analizar tales similitudes, pero resulta interesante constatar que la crisis que hoy padecemos es ya en estos momentos mucho más grave que la vivida hace tres décadas. La contracción máxima del PIB que se produjo entonces no llegó al 1%, mientas que desde principios de 2008 la caída ha sido ya del 5%. En lo que atañe al desempleo, los cinco millones actuales de afectados representan el 22% de la población activa, la proporción máxima alcanzada en 1985.

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