La crisis del petróleo desencadenó una espiral
inflacionista
El Gobierno de Adolfo Suárez se vio forzado a tomar
duras medidas
El paro se disparó y acabó enquistándose
Manifestación en Vigo contra os Pactos da Moncloa, 1977 |
El 6 de octubre de 1973, día del Yom Kipur, o del Perdón, para los judíos,
las tropas de los países árabes vecinos lanzaron una ofensiva a gran escala
contra Israel. Tras tres semanas de combates, los israelíes —contando con la
ayuda de EEUU— lograron restablecer su hegemonía. Esta breve guerra iba a dejar
un rastro profundo, y no solo en Oriente Próximo. Sabedores del soporte
occidental al Estado hebreo, los países árabes decidieron utilizar el petróleo
como arma económica y bloquearon los envíos previstos a los países que apoyaban
a Israel. Los precios se triplicaron en muy pocas semanas y aún aumentarían más
en los años siguientes. Fue el detonante del fin de la época dorada —la larga
etapa de crecimiento económico que siguió a la Segunda Guerra Mundial—, que en
aquellos momentos sufría ya los efectos de la crisis del sistema monetario
internacional y las consiguientes presiones inflacionistas.
Pocas semanas después, el 20 de diciembre, moría asesinado en Madrid
el almirante Luis Carrero Blanco, presidente del Gobierno español y hombre de
confianza de Francisco Franco, el anciano dictador de 81 años. La muerte de
Carrero, delfín y garante del régimen, significaba el inicio de un proceso de
transición abierto a todo tipo de incertidumbres.
Estos dos acontecimientos y sus secuelas iban a presidir la trayectoria
económica de España en los años siguientes. Para comprender el proceso es
necesario que nos detengamos primero en el estado de la economía española en
vísperas de la crisis del petróleo. Después del inapelable desastre que
significó la autarquía, la liberalización impulsada por el Plan de
Estabilización de 1959, si bien incompleta, abrió el paso a una etapa de
crecimiento económico sin precedentes. Este fue un proceso estrechamente
vinculado a la gran expansión que se producía paralelamente en toda Europa
Occidental. De Europa vinieron los turistas y los capitales que permitieron a
España adquirir la maquinaria y la tecnología con la que se modernizó y amplió
el sector industrial. A Europa fueron centenares de miles de trabajadores que
contribuyeron con sus remesas a la mejora del país, tanto a escala
macroeconómica como familiar.
La economía española creció entre 1960 y 1973 más que ninguna otra de
Europa, una diferencia que se explica en gran medida por la magnitud del atraso
anterior. Las estimaciones más fiables nos hablan de que el PIB por habitante
de España era el 62% del de los principales países europeos antes de la Guerra
Civil y que descendió 20 puntos en los años de la autarquía. El gran
crecimiento de los años sesenta permitió recuperar la cota perdida, pero no ir
mucho más allá: hacia 1973, el PIB por habitante español era el 64% del
europeo. En cualquier caso, esta etapa de fuerte expansión alteró profundamente
la estructura económica de España. La industria se diversificó y extendió sus
raíces más allá de las regiones industriales tradicionales, mientras el auge
del turismo impulsaba la construcción y los servicios. Consecuencia de todo
ello, un fortísimo proceso migratorio convirtió a millones de campesinos
empobrecidos en trabajadores urbanos mejor remunerados y, sobre todo, con
mejores expectativas de futuro.
Este decenio largo de crecimiento acelerado, sin duda globalmente positivo,
no se produjo sin sombras. Algunas de ellas iban a convertirse en amargos
costes en cuanto cesara la expansión. El más importante de estos débitos
derivaba de los efectos que las veleidades políticas del Estado franquista
impusieron sobre el proceso de crecimiento.
Mediante la concesión de vías privilegiadas de crédito y de otras ventajas
a determinados sectores y empresas públicas y privadas, los Gobiernos de Franco
provocaron que la inversión industrial se distribuyera en función de los
intereses políticos o particulares de los dirigentes de turno y no conforme a
la rentabilidad o a las expectativas de futuro de cada sector. No olvidemos que
el poder se ejercía sin control democrático alguno y bajo la férula de la
represión. La economía española presentaba así, a comienzos de los años 1970,
una estructura deforme en la que habían adquirido un peso excesivo actividades
que nunca fueron rentables y que pronto devendrían insostenibles.
Una segunda sombra surgida en los años del desarrollo fue una fuerte
tendencia a la inflación que obligaba a adoptar medidas de reajuste
periódicamente. El alza de los precios se tornó especialmente intensa en los
ejercicios previos a la crisis petrolera debido en parte a las condiciones
internacionales, pero también a factores internos. Entre 1970 y 1973, los
precios subieron en España a un ritmo superior al 9% anual.
Sobre este escenario de desequilibrio estructural y de fuerte inflación
impactó la multiplicación súbita de los precios del petróleo. El barril de
Arabia ligero (el de mayor consumo en España) pasó de 3 a 11,70 dólares entre
octubre de 1973 y enero de 1974. Dos terceras partes del consumo energético
español dependían de las importaciones de crudo. La factura a pagar aumentó en
2.500 millones de dólares, lo que significaba, por sí solo, un incremento del
déficit comercial del 50%. Un impacto de esta magnitud iba a tener,
inevitablemente, importantes consecuencias. A corto plazo implicaba un
empobrecimiento colectivo por transferencia neta de recursos al exterior, un
aumento de las presiones inflacionistas y la aparición de serios desajustes
fiscales. A nivel más profundo, el cambio en los precios relativos de la
energía conllevaba una alteración de las condiciones de producción y hacía
inevitable un reajuste de carácter estructural. Todo ello en un contexto
internacional de gran incertidumbre.
Ante este panorama, las autoridades se vieron abocadas a tomar decisiones
que iban a tener consecuencias de amplio calado. La primera de ellas, y la más
trascendente a corto plazo, era la referida a los precios de venta interior de
los derivados del petróleo. Una repercusión plena del alza del crudo implicaba
(como mínimo) doblar los precios de venta de los productos derivados, algo que hubiera
tenido repercusiones depresivas inmediatas sobre la actividad económica. No se
trataba solo del transporte; recordemos que la mayor parte de la electricidad
se producía en centrales térmicas consumidoras de fuel.
Ante esta eventualidad, el último Gobierno de Franco optó por una
repercusión tan solo parcial, absorbiendo el Estado una parte del aumento del
coste del crudo por la vía de reducir los impuestos que gravaban el consumo de
derivados. Así, mientras los precios de las gasolinas y el fuel aumentaban tan
solo en torno a un 20% en términos reales, los ingresos del Estado por la venta
de derivados del petróleo disminuían un 35%.
El mismo objetivo de soslayar los efectos de la crisis internacional tuvo
la segunda gran decisión de estos meses cruciales: el mantenimiento de una
política monetaria laxa destinada a evitar dificultades de financiación a las
empresas. Se trataba de sostener la demanda interior ante el fuerte declive que
estaba experimentando la demanda exterior. Tengamos en cuenta que, a diferencia
de España, los países europeos de nuestro entorno adoptaron de inmediato
políticas de ajuste, transfiriendo los aumentos del precio del crudo a los
consumidores y adoptando al tiempo medidas de control de la oferta monetaria.
La consiguiente contracción económica de estos países tuvo efectos inmediatos
sobre España: en términos reales, los ingresos procedentes del turismo
descendieron más de un 30%, y las exportaciones, casi un 8%.
Esta política acomodaticia o compensatoria continuó tras la muerte de
Franco y el inicio efectivo de la Transición. Sus resultados fueron, por un
lado, un retraso en el proceso de ajuste, con el consiguiente mantenimiento de
tasas de crecimiento relativamente altas, pero a costa de un agravamiento de
los desequilibrios de fondo. Entre 1973 y 1976, el PIB español creció un 16%,
mientras que en los principales países de Europa Occidental el crecimiento fue
tan solo del 5,5%. Pero en julio de 1976, cuando la dimisión forzada de Carlos
Arias Navarro —legatario de Franco— permitió el acceso de Adolfo Suárez a la
presidencia del Gobierno, la situación ya era muy delicada. La inflación
interanual se acercaba al 20%, el déficit de la balanza exterior por cuenta
corriente superaba los 4.000 millones de dólares y el déficit del Estado
aumentaba. La permisividad monetaria no había podido evitar, por otro lado, el
ascenso del desempleo, que afectaba ya a más de medio millón de personas, el
triple que tres años antes.
Los meses siguientes fueron los más intensos de la transición política. La
prioridad otorgada al delicado proceso de demolición del régimen autoritario
hizo que la adopción de medidas económicas correctoras tuviera que esperar a la
elección del primer Gobierno democrático. A primeros de julio de 1977, el
presidente Suárez, ratificado en las primeras elecciones libres, nombraba
vicepresidente del Gobierno para asuntos económicos al profesor Enrique Fuentes
Quintana, uno de los más prestigiosos economistas del país. Se iniciaba una
nueva etapa en la que el ajuste económico se convertiría en el elemento central
del escenario público.
El retorno al equilibrio exigía, en primer lugar, poner fin a la
enloquecida espiral de aumentos de precios y salarios que estaba en la base del
desbordamiento inflacionario. El Estado, por otro lado, debía reducir el
déficit público y el consecuente recurso a la deuda, para evitar que el
endeudamiento alcanzara niveles insoportables. Una operación de este calado
resultaba imposible, en aquella situación, sin contar con el consenso de los
estamentos sociales más relevantes. Recordemos que el partido gobernante, la
UCD de Adolfo Suárez, no disponía más que de mayoría relativa en el Parlamento
y que el ajuste económico se iba a implementar mientras se desarrollaba el
debate sobre la nueva Constitución democrática que habría de regir los destinos
del país. El Gobierno, en consecuencia, promovió una negociación multilateral
en la que, además del propio Ejecutivo, participaron las fuerzas políticas con
representación parlamentaria, los sindicatos y las entidades patronales, y que
desembocó en los llamados Pactos de la Moncloa, firmados en octubre de 1977.
Los elementos fundamentales del acuerdo pueden resumirse en dos:
1. Un ajuste económico a corto plazo basado en la contención salarial, una
política monetaria restrictiva, la reducción del déficit público y la adopción
de un sistema de cambios flotantes para la peseta, con la consiguiente
devaluación.
2. La introducción de algunas reformas consideradas indispensables en el
nuevo contexto político: modernización del sistema fiscal, aprobación de un
nuevo marco legal para las relaciones laborales y liberalización del sistema
financiero.
Los efectos estabilizadores de las medidas adoptadas se observaron a lo
largo de 1978 y 1979: la devaluación hizo que la balanza por cuenta corriente
se tornara positiva, mientras la política monetaria y el acuerdo de rentas
permitían reducir la tasa de inflación del 25% al 15%. Como era de esperar, el
enfriamiento económico tuvo efectos sobre el crecimiento, que se contrajo y se
convirtió en levemente negativo en 1979.
Cuando el ajuste parecía próximo a completarse y se empezaba a detectar
cierta recuperación, la economía mundial —y la española— se vio sacudida por la
segunda crisis del petróleo. Esta vez, la razón fue el derrocamiento del sah y
la instalación de un régimen de base religiosa en Irán, uno de los principales
países productores de crudo, y el inmediato estallido de una guerra abierta
entre ese país y el vecino Irak, asimismo un gran productor. De nuevo, los
precios se multiplicaron: de 12,70 dólares por barril de principios de 1979 se
pasó a 26 dólares a principios de 1980 y a 37 dólares a finales de ese mismo
año.
La elevación de los precios del crudo produjo otra vez un fuerte desajuste
macroeconómico. La inflación dejó de reducirse y se mantuvo durante varios años
en torno al 15% anual, mientras que el déficit público pasaba del 1,7% a casi
el 6% del PIB y la balanza por cuenta corriente se volvía de nuevo negativa por
unos 5.000 millones de dólares anuales. El Gobierno optó en esta ocasión por
repercutir en los consumidores el incremento de los precios del crudo. El
precio del fuel pasó de 8.300 a más de 20.000 pesetas por tonelada. La economía
española se estancó de nuevo y no volvió a la senda de la recuperación hasta
bien entrado 1982. Los años siguientes, ya bajo Gobierno socialista, la
recuperación prosiguió hasta alcanzarse tasas de crecimiento del producto en
torno al 3%.
En buena medida, sin embargo, la crisis de estos años se cerró en falso. La
economía volvió a crecer, pero sin haber solventado algunos desequilibrios
básicos. Como indicábamos más arriba, la indispensable reconversión industrial
solo se abordó a la llegada del partido socialista al poder, y aún entonces de
forma harto tímida. La inflación había descendido hasta el 7%, pero seguía
siendo más elevada que la de los países vecinos. Finalmente, esta crisis dejó
enquistado el problema del paro. La intensidad del ajuste industrial significó
una gran sangría de puestos de trabajo. El desempleo llegó a afectar a tres
millones de personas (un 22% de la población activa; ver gráfico 2). Lo más significativo,
sin embargo, es que solo cuando el crecimiento fue superior al 3% se produjo
aumento neto de empleo. Un rasgo de nuestra economía que ha seguido vigente
hasta hoy.
En definitiva, la crisis de los años 1973-1985 fue una crisis de carácter
mundial, pero que tuvo en España características específicas que podemos
resumir en dos: la debilidad de los Gobiernos que tuvieron que afrontarla y una
economía con graves defectos estructurales, surgidos de un crecimiento
fuertemente intervenido y protegido de la competencia exterior. Las necesarias
decisiones de ajuste se tomaron con retraso y arrostraron en consecuencia un
mayor coste, y las deformaciones estructurales pasaron su factura en forma de
unas tasas de paro muy superiores y más persistentes que las sufridas por otros
países. Aunque la crisis se superó a mediados de la década de 1980, quedó por
realizar buena parte de la reestructuración industrial y empresarial. Algo que
finalmente tuvo que hacerse unos años después con no pocas dificultades.
Dicho esto, el lado positivo del balance no debe olvidarse. En aquellos
años turbulentos, España consiguió transitar en paz de un sistema autoritario a
la democracia en un proceso que, con todas sus limitaciones, cabe calificar de
éxito. Sin duda se cometieron errores en la gestión de los asuntos económicos,
tanto en las decisiones adoptadas como en las eludidas, pero considero que
sería injusto olvidar que el objetivo prioritario era entonces la transición
política y que a ello hubieron de supeditarse otros objetivos, por importantes
que fuesen.
Algunos de los rasgos de aquella crisis parecen comunes a
los de la crisis actual: un origen exterior, una economía con serios problemas
estructurales y, por razones diferentes, cierta debilidad en la acción
política. No me corresponde analizar tales similitudes, pero resulta
interesante constatar que la crisis que hoy padecemos es ya en estos momentos
mucho más grave que la vivida hace tres décadas. La contracción máxima del PIB
que se produjo entonces no llegó al 1%, mientas que desde principios de 2008 la
caída ha sido ya del 5%. En lo que atañe al desempleo, los cinco millones
actuales de afectados representan el 22% de la población activa, la proporción
máxima alcanzada en 1985.
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