Rafael Sanz Lobato, pionero del fotoperiodismo y el
documentalismo antropológico, sale de su ostracismo para evocar una vida
dedicada sin descanso a la fotografía
Camuñas (Toledo), 1975 |
Artista casi legendario entre la gran familia de los fotógrafos españoles,
creador semiclandestino por culpa de mil y un avatares, Rafael Sanz Lobato
(Sevilla, 1932) acepta salir de un ostracismo de años solo rasgado por el
Premio Nacional que le fue concedido el año pasado “por su forma de contar la
trasformación del mundo rural tradicional y su influencia en el fotoperiodismo
contemporáneo”, según razonó entonces el jurado. Cristina García Rodero le
reconoce como uno de sus grandes maestros. Él no duda en asegurar que ella es
la mejor fotógrafa española del siglo XX. Pero mientras que la obra de García
Rodero ha sido justamente reconocida y aplaudida, la suya ha sufrido un castigo
de oscuridad tan severo como injusto.
Sanz Lobato vive solo en un tercer piso sin ascensor, lleno de goteras, del
centro de Madrid. Es el mismo que ha ocupado durante las últimas décadas y en
el que mantiene el estudio en el que ha retratado a una buena parte de la clase
política española para lo que él llama sus trabajos de supervivencia. Con los
dos ojos afectados por una enfermedad degenerativa, el fotógrafo se ayuda de
unas potentes lupas y de un aparato instalado por la ONCE para leer y
distinguir detalles de algunos de sus trabajos. Las paredes de su casa estás
llenas de esas series realizadas a lo largo de su vida y que en muy contadas
ocasiones han sido expuestas: la Semana Santa en Bercianos de Aliste, las
viejas de las Hurdes, los toreros y los maletillas o las series más recientes,
inspiradas en Man Ray o Morandi.
En ese ambiente de aislamiento profesional, que no personal, Rafael Sanz
Lobato, republicano de izquierdas y sin pelos en la lengua, reflexiona sobre el
olvido y relegamiento que su obra ha sufrido a lo largo de décadas. Mientras
habla, con música barroca de fondo, fuma un cigarrillo tras otro de tabaco de
pipa. “Moriré con un porrito de estos en la boca y tras haber cenado un buen
plato de judías del Barco. Así me gustaría acabar”, dice.
Sin temor a exagerar, puede decirse que su obra se ha movido casi en las sombras
de la clandestinidad. “Las causas son muchas”, explica. “En el fondo hay una
sucesión de historias, todas desafortunadas. Mi primer conflicto fue en Arte
Fotográfico, la revista que dirigió la vida de la fotografía española hasta
1980, único reducto para ver otro tipo de fotografía. En ella mandaba la Real
Sociedad Fotográfica de Madrid, en la que entré en los 1962 y no tuve más que
desencuentros con personajillos como Gerardo Vielba [presidente de la Real
Sociedad Fotográfica desde 1964 hasta 1992], que me vetó una y otra vez. La
fotografía española ha estado siempre dejada de la mano de los dioses. Luego,
en los 80 surgieron otros centros para ver fotografía creativa. Apareció EL
PAÍS con grandes fotógrafos como Marisa Flórez, quien como yo, es de las que
creen que hay que separar radicalmente lo profesional de lo creativo personal.
Yo nunca hablo de los 25 años que he estado haciendo publicidad para el
ministerio de Cultura, grandes almacenes o campañas políticas como la que hice
para el PP”.
En aquellos años, los fotógrafos llamados creativos solo se relacionaban a
través de sociedades profesionales como la Real Sociedad Fotográfica. Se
relacionaban entre ellos, y aspiraban a dar a conocer su trabajo en revistas
especializadas. En Madrid, donde se formó, existía una auténtica Escuela.
Dentro de ella, un grupo formó La Palangana (Paco Ontañón, Doncel, Massat,
Cualladó, Paco Gómez) y otros La Colmena, grupo al que se sumó Sanz Lobato y
que desde el primer momento llevaron la etiqueta de perdedores. “Nos
consideraban un grupo de desharrapados sin obra... En el 71 tuve una bronca
definitiva y me marché. Había entrado en la Sociedad en 1962. Llevaba diez años
haciendo fotos, pero no me atrevía con el documentalismo. Me daba vergüenza.
Tenía yo 30 años y solo había hecho fotos familiares. Algunos retratos,
cositas. Pensé que al vincularme a los de La Colmena, todo sería más sencillo,
pero no”.
Sanz Lobato descubrió su fascinación por la fotografía documental en las
revistas extranjeras que le mandaba un primo suyo. Quería hacer lo mismo que
veía en esas páginas en blanco y negro, pero se sentía incapaz de romper la
intimidad de un mundo ajeno al suyo.
Le daba auténtico pánico. Se moría de vergüenza solo de pensar en ponerse
delante de ellos. Por eso se aproximó a los integrantes de la Real Sociedad
Fotográfica, donde algunos cogían sus coches los domingos muy temprano y se
iban a los pueblos próximos a Madrid: Chiloeches, Chinchón... “Pregunté y me
dejaron ir con ellos. Éramos ocho en dos coches. Los dejábamos en las afueras
para no romper la estética interior. Nada más aparcar salieron todos disparando
sus cámaras como locos. Me quedé pasmado. Estupefacto. Creo que llevaba una
Reflex. Me fui despacito hasta donde había unos niños a los que mis compañeros
estaban friendo a fotos. Luego vi que hacían lo mismo con dos ancianas y me
quedé perplejo. No había que pedir permiso y a la gente no parecía importarle.
Todo el pánico que tenía larvado en el cerebro se me fue de golpe. Me liberé y
empecé a trabajar con normalidad. Al poco me compré mi primer 600 y ya podía
irme solo yo por los pueblos”.
Nunca le gustó la fotografía urbana porque le desagradan los coches y el
asfalto. Hizo sus primeras fotos atraído por los libros sobre fiestas y
tradiciones que entonces empezó a publicar el Ministerio de Información y
Turismo que inventó Manuel Fraga y él consiguió que le reconocieran algunos
trabajos.
“Yo entonces era fotógrafo de fin de semana y a diario trabajaba en una
empresa americana de aparatos de compresión. No trabajábamos los sábados y a
primera hora cogía mi coche, mi dos nikons compradas a plazos y elegía un sitio
del mapa: los caballos de Galicia, los toros de la vega... y ahí empezó mi
documentalismo antropológico. Era el 72, el año en el que compré el coche. Un
fin de semana hacía las fotos y otro las revelaba. Fueron 15 o 16 años
frenéticos, disfrutando muchísimo y trabajando más”, relata.
Pese a estar entonces casado y ser padre de dos hijos, su familia no le
acompañaba nunca por esos viajes de la España profunda. El documentalismo es un
acto solitario. Cuando íbamos todos los fotógrafos juntos no funcionaba, porque
todos teníamos las mismas fotos. Y a la familia no me la podía llevar porque me
hubieran distraído. ¿Esa devoción por la fotografía no le creaba tensiones con
su mujer? “Pues no sé. Lo cierto es que ahora estoy solo y he tenido cinco
parejas”.
La gente de los pueblos de la España de entonces le recibía con amabilidad.
Nunca tuvo ningún percance. Le permitían que hiciera sus fotos sin pedir nada a
cambio. Y jamás les daba indicaciones. “Nunca he manipulado ni alterado lo que
estaba ocurriendo. Se nota. Lo huelo a tres kilómetros. Cuando veo fotografías
en las que percibo esa manipulación, me enfado muchísimo. Y lo veo muchas
veces”.
Los impedimentos físicos no le restan entusiasmo. Su última excursión le
llevó a a Piornal, al noroeste de Cáceres a la fiesta del Jarramplas. “Es una
fiesta de origen remoto en la que se trata de castigar al ladrón de ganado, el
Jarramplas. La costumbre, que persiste, era tacarle con nabos. Jarramplas sale
con una prótesis que pesa 43 kilos, una máscara de resina de 11,5 kilos. Lleva
protección en muslos, brazos, tobillos. Le lanzan nabos con tal intención asesina
que el Jarramplas tarda más de 15 días en recuperarse de las magulladuras. El
tema es que ya no puedo salir a darme esos trotes”.
Con cierta amargura, reconoce que fue el más sorprendido
cuando le dieron el Premio nacional de Fotografía. “No me lo esperaba. Me lo
han dado tarde, a destiempo. Todo el mundo me decía ‘qué bien, menudo premio’.
La verdad es que no. Mi premio fueron los 15 o 16 años durante los que estuve
haciendo fotografías por los pueblos. Ese momento en el que descubres una
situación o una persona que es justo lo que estabas buscando, es un momento
impagable. No hay nada igual. El premio me ha dado un dinero que me ha venido
muy bien. Pero si no me lo hubieran dado, pues no habría pasado nada de nada.
Yo no busco reconocimiento. No soy nada ambicioso. Cristina (García Rodero) me
aconseja que me deje querer, que exponga, que no sea tan salvaje”.
Ningún comentario:
Publicar un comentario