Los censores de Franco mantuvieron una tenaz cruzada
contra lo que consideraban deslices libertinos del pop y el rock. Eliminaban
canciones, cambiaban portadas y estribillos... Un libro recopila una voracidad
represora que llegó al esperpento.
Así quedou o disco de Golden Earing, despois de ser censurado |
La censura franquista tenía poder. En 1972 era capaz de obligar a los
Rolling Stones a preparar una portada alternativa para el primer elepé del
grupo en su propio sello, Sticky fingers (literalmente, Dedos
pegajosos). La prevista, obra de Andy Warhol, ofrecía una foto del pantalón
vaquero de Joe Dallesandro, con la particularidad de que la cremallera se podía
bajar y se veían los calzoncillos del actor. Para España se utilizó una imagen
de unos dedos que salían de una lata de melaza. Inevitablemente, la edición
española -donde también se reemplazaba la dramática Sister Morphine por Let
it rock- se convertiría en objeto de deseo para coleccionistas del mundo
entero.
Pero los censores sobreestimaban su influencia: en 1973, tras escuchar Black
licorice, una historia de amor interracial de Grand Funk Railroad,
exigieron que se cambiara la letra. En vez de "me envuelve con sus finas
piernas / su caliente piel negra pegada a la mía", sugirieron que el grupo
lo regrabara como "me rodea con sus finos brazos / se abraza firmemente a
mí", rimara o no. Dado que, para Grand Funk, España era un mercado mínimo,
la propuesta difícilmente iba a prosperar. El elepé We're an American band
salió aquí sin Black licorice.
Un inminente libro de la editorial Milenio, Veneno en dosis camufladas:
la censura en los discos pop durante el franquismo, contiene docenas de
anécdotas similares. Su autor, Xavier Valiño (Cospeito, Lugo, 1965), sabía que
se ha investigado exhaustivamente la censura en el cine, en la literatura e,
incluso, en la canción politizada. Sin embargo, conocíamos poco sobre los
mecanismos de control de las ediciones discográficas. Esta censura, que
determinaba lo publicable (o no) en España, se institucionalizó en 1966, por
orden de Fraga Iribarne, entonces ministro de Información y Turismo. Don Manuel
pretendía traer aires liberalizadores al país, pero ocurrió todo lo contrario en
el campo de la edición fonográfica: al crear el órgano se desarrolló la
función. Entre 1966 y 1977, los centinelas musicales fueron implacables y
asombrosamente activos para tratarse de cuatro personas, en comparación con la
plantilla de entre 25 y 30 que vigilaba los libros. Técnicamente no debía de
ser tarea sencilla: carecían de reglas tan nítidas como las cinematográficas y
solían ser puenteados por discográficas con acceso a sus superiores.
Valiño acudió al Archivo General de la Administración, en Alcalá de
Henares, donde localizó montañas de expedientes que incluían las denegaciones,
los recursos de las empresas y demás correspondencia oficial. Hay un lamentable
vacío documental respecto a la supervisión de portadas: cabe imaginar que,
debido al incómodo tamaño de las carpetas de los elepés (31×31 centímetros),
seguramente terminaron en el basurero en algún traslado. Valiño se ha tomado el
santo trabajo de comparar centenares de portadas sospechosas con los originales
internacionales.
Algunos son estropicios famosos, merecedores de figurar en la historia del
absurdo. Leonard Cohen puede recibir hoy reconocimientos oficiales, como el
Príncipe de Asturias, pero en 1974 se manipuló la portada de New skin for
the old ceremony, basada en un grabado del siglo XVI que hubiera encajado
perfectamente en cualquier museo diocesano.
Los señores censores daban mucho trabajo a los departamentos de diseño de
las disqueras españolas. En el libreto de Quadrophenia se mostraba
el dormitorio del protagonista, con una pared cubierta con fotos de desnudos.
Dado que The Who era un grupo vendedor, alguien tuvo que "vestir" a
las descocadas modelos. Más perverso fue el tratamiento aplicado a Some time
in New York City, el doble elepé de unos John Lennon y Yoko Ono
radicalizados. La funda imitaba la primera página de The New York Times,
con columnas ocupadas por las letras. Aparte de eliminar fotos, en la edición
española, los textos fueron reemplazados por garabatos sin sentido.
No se libraba nadie. Los Brincos, grupo modélico bien conectado con el
régimen, vio proscritas sucesivamente dos portadas pensadas para lo que sería
su disco final, Mundo, demonio, carne. Una de ellas era un retrato del
notable pintor hiperrealista Claudio Bravo, pero ¡estaban desnudos de cintura
para arriba! Los Canarios también tuvieron sus encontronazos, aunque cantaran
en inglés. Sus letras eran "tendenciosas", sentenció el cancerbero encargado
de escrutar el elepé Libérate! Ya en 1968 se manifestaba la
capacidad de Teddy Bautista como encantador de serpientes, si hemos de creerle.
Enfrentado a la posibilidad de que prohibieran lo que se convertiría en su
máximo momento de gloria, Get on your knees, Teddy desvió la atención de
una letra que sugería una felación. Contó a los censores que pretendía
"bajarle los humos" a una altiva británica a la que había conocido en
Ibiza, que despreciaba todo lo español. Así se coló Get on your knees,
por un alarde de patriotismo genital. Que conste que el editor del disco, el
productor Alain Milhaud, no recuerda semejante contencioso.
Para ejercer de censor convenía tener un afilado sentido de la coyuntura.
Valiño recuerda las cuitas de un quinteto barcelonés llamado Los No,
desaparecidos de las ondas en 1966 por coincidir con un referéndum en el que el
aparato franquista pedía el sí. Para más desdicha, su disco comenzaba
con una canción titulada Moscovit, que en verdad criticaba la vida
cotidiana en la Unión Soviética. Igualmente inoportuno fue un grupo de
laboratorio llamado Doctor Pop, que precisamente en 1975 publicó el retrato de
una bella noctámbula llamada Sofía, víctima de algún trauma:
"Siempre se acuesta de día / va sola, sin compañía". Alguien debió de
pensar que la letra podía ofender en La Zarzuela y la canción se regrabó
inmediatamente como Lucía.
En contra de la caricatura de funcionarios cenutrios, algunos de estos
guardianes de la moral hilaban fino. Detectaron la metáfora erótica de la
serpiente de Jim Morrison en la grabación de los Doors Crawling king
snake. También interpretaron correctamente la referencia a la vagina en I'm
a king bee, el clásico de Slim Harpo. Exhibían conocimientos de la jerga hip
cuando se empeñaban en rechazar una pieza de Ray Charles. Se enzarzaban en
disquisiciones teológicas a partir de Jesus Christ Superstar, cuya
banda sonora fue finalmente autorizada.
Valiño ha identificado a los temibles cuatro censores e incluso llegó a
conversar con dos de ellos. Sus perfiles resultan insospechados: uno de ellos,
exiliado tras la Guerra Civil, supuestamente había sido oficial del Ejército
Rojo y, de vuelta en España, consiguió entrar en el ministerio por su
conocimiento del ruso; otro tenía vocación literaria y aseguraba que rompió con
el régimen cuando le impidieron la publicación de un libro, refugiándose en
Francia. Carecían de motivaciones ideológicas: era "un trabajo más".
Cierto que sus penalidades personales no justifican su voracidad represora.
El estudio de Valiño sirve como catálogo de monumentales aberraciones. Enfrentados
a letras poéticas o misteriosas, inmediatamente imaginaban blasfemias o
referencias a la homosexualidad, la prostitución o la mítica subversión. Veían
la sombra del comunismo donde seguramente solo había algún eco del jipismo o
una torpe expresión juvenil.
Hay que entender que se jugaban el cargo. Y cometieron pifias como dar el
beneplácito a Je t'aime... moi non plus, de Serge Gainsbourg y Jane
Birkin. Circulan diferentes versiones sobre ese despiste. Quizá hubo picardía
de la discográfica al presentar el tema como "instrumental" y
eliminar el desnudo de la inglesa. Otra explicación es que los señores censores
no escuchaban los discos en cuestión, realizando su labor a partir de
transcripciones de las letras proporcionados por las editoras, no siempre con
sus traducciones. Y allí no se consignaban los jadeos.
El sello Hispavox sufrió una de las más humillantes intervenciones de la
censura. La distribuidora poseía los derechos para España de uno de los éxitos
más contagiosos de 1972, American pie, de Don McLean. Se trataba de una
parábola sobre la evolución del rock, pivotando sobre el accidente de avioneta
que acabó con las vidas de Buddy Holly, Ritchie Valens y The Big Bopper, a los
que McLean denominaba "el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo". La Dirección
General de Cultura Popular se negó a bendecir semejante irreverencia y se llegó
a una solución de compromiso: editarlo con un pitido que tapaba las palabras
"ofensivas".
Los archivos de Alcalá guardan una correspondencia
alucinante donde se discutía sobre el escaso nivel de inglés de los
españolitos, la dificultad de traducir el slang o la tolerancia del
pacifismo como ideal. Tras la muerte de Francisco Franco, la censura perdió
fuelle, aunque sus colaboradores siguieron en nómina. El elepé Zuma,
de Neil Young, fue publicado íntegro, con la única modificación de disimular el
título de Cortez the killer, donde se acusaba a Hernán Cortés de
genocida, rebautizado como Cortez Cortez. Para entonces, los tijeretazos
hasta se habían convertido en argumento de mercadotecnia: la reedición en 1976
de Rock'n'roll animal, de Lou Reed, proclamaba orgullosa que incluía el
anteriormente denegado tema Heroin.
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