Una doble muestra reúne en la Thyssen y en CajaMadrid 150
obras procedentes de todo el mundo
Soidade, 1933 |
Marc Chagall atravesó todo un siglo, ¡y menudo siglo!, con sus 98 años de
vida. Hijo de la diáspora y víctima de la más convulsa de las centurias, nacido
en una familia judía de la ciudad rusa de Vitebsk en los estertores del XIX. Su
historia personifica como ninguna otra el drama de la huida permanente y del éxodo
impuesto por las revoluciones y las guerras. Dueño de una extensa obra,
colorista y aparentemente feliz, los acordes de la música y la tristeza de la
poesía fueron el hilo conductor de su producción, rotundamente original pese a
coincidir en el tiempo con los grandes movimientos de las vanguardias y
participar tangencialmente en algunos de ellos.
Su forma de entender la pintura permaneció inalterable toda su vida, como
queda bien claro en la exposición / acontecimiento en La Fundación Thyssen y CajaMadrid.
La muestra se abre mañana al público con una imponente selección de 150 obras.
En ella, se puede comprobar la fidelidad a sí mismo que Chagall se impuso.
No es la primera muestra que se le dedica en España (la anterior estuvo en la Fundación
Juan March), pero sí es la primera que reúne tal cantidad de obras.
Conseguir esta colaboración mundial casi milagrosa ha sido posible gracias a
dos años de trabajo intenso por parte del comisario, Jean-Louis Prat. Guillermo
Solana, director artístico del museo, explicó esta mañana durante la presentación
que, en realidad, el proyecto nació hace 20 años, en la etapa en la que Tomás
Llorens era responsable de la fundación.
En el Museo Thyssen se exhiben sus primeras obras basadas en las
tradiciones, o mejor, en su ruptura con ellas, así como en la relación entre lo
sagrado y la poesía, los sueños y la realidad, la luz del color, el poder
hechizante de los cuentos y fábulas, su interpretación de la Biblia y de
Palestina, lo sobrenatural, la guerra y el Éxodo.
En CajaMadrid están los grandes formatos, la escultura y la cerámica
realizados a partir de su retorno a Francia después de la II Guerra Mundial.
Instalado en el sur, en Vence, lugar en que residió hasta el final de su vida,
experimenta ampliando los márgenes de la pintura. Lleva sus motivos fantásticos
a las vidrieras, a los teatros (el techo de la ópera de París, por encargo
Malraux o aquellos murales para la Metropolitan Opera de Nueva York) y comienza
un tiempo en el que el mundo aplaude su obra con retrospectivas en los
principales museos de Europa y América.
Meret Meyer, nieta del artista, confesaba esta mañana
estar emocionada ante el despliegue de toda una vida dedicada al arte, como si
se tratara de una composición musical. “Entre una sala y otra” ha explicado
Meyer,” no hay barreras artificiales, solo instantes de felicidad".
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