Un libro rescata la historia de Rodríguez Saa, célebre
ilusionista de Portomarín
IAGO MARTÍNEZ
A Coruña 17 FEB 2012 - 18:25 CET
Manuel Rodríguez Saa viajó por primera vez a La Habana en el verano de
1921. Tenía 35 años y la misma obsesión con la que se había largado de la aldea
para ponerse a servir en Lugo: conocer mundo y volver forrado. En eso,
Manueliño no era original. A Cuba llegó en un vapor desde México. Le iba bien.
Tenía una reserva en el Plaza, como Sarah Bernhard, y mucho equipaje en el
camarote. Antes de llegar al puerto, hizo llamar a un mozo y le ofreció una
propina. Le brindó un jirón del periódico: “Lo acordado, mozo, y por
adelantado”. El chaval se quedó mirando el pedazo de papel con gesto de haberse
comido alguna cláusula. El gallego se lo arrebató, hizo con él una bola y se lo
puso de nuevo en las manos convertido en un dólar americano. “¿Hay trato?”.
Eran dos de sus trucos favoritos. El del billete y el del rumor.
Seguro que el público que abarrotaba el Gran Teatro de La Habana para verlo
pocos días después no era ajeno al milagro. El Dr. Saa, más conocido como Conde
de Waldemar, procuraba erizar la curiosidad de la parroquia antes de actuar.
Hizo lo mismo en Camagüey, al este de la isla. Nada más subirse a un tranvía,
se acercó al conductor y le sugirió que hiciese bajar al personal. Aquella
máquina no iba a moverse de allí.
Los autores de O misterioso Dr. Saa (Xerais), la biografía de este
singular ilusionista de Bagude, en Portomarín (Lugo), creen que las noticias
del fabuloso tranvía inmovilizado llegaron a La Habana antes de que el
protagonista regresase. Por si acaso, antes de continuar gira hacia Costa Rica
se tomó la molestia de visitar la redacción de El Día y seducirla con lo
que habían escrito sus colegas de El Camagüeyano. Se ve que ese truco
tampoco se le daba mal: volvieron a publicar su proeza.
Aunque se presentaba como profesor de Ciencias Físicas por la Escuela
Mágica de París y miembro de la Academia de Hipnotizadores de Francia, el Dr.
Saa era autodidacta. Jamás le había llevado los cafés a otro mago. Cuentan Xosé
Díaz y Belén Fernández en su libro que todo lo aprendió en los clubes y cabarés
de Montparnasse, donde llegó después de malvivir como camarero en Madrid. Méliès,
otro aficionado al ilusionismo, ya había convertido la pantalla de cine en el
lugar privilegiado del asombro, pero la magia vivía aún su edad dorada. El Gran
Houdini seguía vivo.
Rodríguez Saa se fue a Buenos Aires por amor y acabo debutando, por despecho,
en un casino de Maipú, provincia de Mendoza. Allí comenzó su carrera de éxito,
primero en Europa, durante la guerra, y a partir de su actuación en La Habana,
por todo el continente americano. Luego regresó a Galicia para descansar,
dejarse ver por las calles y las redacciones y actuar para sus vecinos de
Bagude en un fiestón de tres días. Ya tenía en mente el próximo ochomil:
debutar en España.
El 15 de enero de 1925 consiguió por fin estrenar en el Teatro Novedades de
Barcelona. No fue fácil: tuvo que suspender el primer intento porque su
equipaje seguía secuestrado en el paso fronterizo de los Pirineos. Es difícil
saber ahora qué cuota del éxito se debe a la ocurrencia de invitar en las
páginas de La Vanguardia a todos los periodistas, médicos y potentados
de la ciudad, pero pocos días después llegó la confirmación al Hotel España: el
dictador Primo de Rivera lo quería en África, no para combatir sino para
entretener a las tropas que arrasaban Marruecos.
Con razón se haría llamar rey de magos y mago de reyes. Si no hubiese
perdido más de un baúl en su ir y venir, Rodríguez Saa habría conservado las
evidencias de su coqueteo con sátrapas de medio mundo. Le sacó partido a la
debilidad de los poderosos por sus capacidades, eso es cierto. La cigarrera de oro
que le regaló la realeza española llegó a usarla como cebo para su primera gira
gallega. La foto en la que compartía mesa con el emperador Hiro Hito le salvó
la vida durante la invasión japonesa de Filipinas. Pasó de la cola del pelotón
de fusilamiento a ser un intocable.
Llevaba años establecido en Manila. Había conocido a su
mujer en una fiesta privada mientras los militares ultimaban el golpe en
España, en julio de 1936. Teodora Salgado tenía tierras, esclavos y buenas
relaciones, así que vivieron cómodamente hasta 1944. Cuando la aristócrata
murió, sus herederos obligaron al mago a improvisar un número que hasta
entonces no había ensayado. Huyó sin que nadie se diese cuenta en el patio de
butacas y cumplió su promesa de no volver jamás a Filipinas. En noviembre de
1984 lo enterraron en Portomarín. Este es su último truco. Ha vuelto a seducir
a los periódicos.
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