Esplendorosa y miserable, escenario de revoluciones y
guerras, icono del amor y la moda, protagonista de la literatura y el cine:
siglo y medio de fotografías en la capital francesa
Una gaviota despistada -las barcazas la han traído- sobrevuela la Place
Dauphine. Estalla la tarde de un día cualquiera, amenaza aguanieve desde el
color panza de burro del cielo, bajo el pájaro círculos concéntricos de un aire
gris y helado se desmoronan sobre una cabeza, por ejemplo, la nuestra, apoyada
en las tablas de un banco: un runrún lejano de bocinas y un concierto cercano
de hojas, las de los castaños de la plaza, mezclan sus pentagramas salvajes
para distraernos, distraernos de lo esencial: el paso urgente de las mamás con
niños, el deambular sin porqués ni dóndes de un paseante despreocupado, el patrón
de Chez Paul fumando un pitillo mientras los tardones apuren sus aguardientes.
Place Dauphine, en París, una tarde cualquiera...
Es uno de esos lugares recónditos incrustados en el centro de la gran
ciudad, un islote de paz dentro de una isla, Île de la Cité, la almendra
medieval de la eterna Lutecia, germen de París. El triángulo es perfecto: a
partir de la imponente mole del Palacio de Justicia se van alineando y cerrando
en el punto de fuga las mansiones burguesas de techos infinitos, los diminutos
cafés donde abuelas sacadas de un libro de Colette juegan a las cartas delante
de un chocolate caliente, los árboles, los bancos, los adoquines, la gente, los
perros, la vida, todo. A la vuelta de la esquina, Yves Montand y Simone
Signoret vivieron, bebieron y se amaron como fieras en su entresuelo del Quai
des Orfèvres (esa calle-muelle inmortalizada por Simenon en su novela y por
Henri-Georges Clouzot en su película), que asoma la nariz a los muelles del
Sena y que, por la noche, engalana sus fachadas con las luces de los bateaux
mouches atestados de turistas.
Si a la escena se le pusiera como banda
sonora las notas agridulces de Le temps des cerises (El tiempo de las
cerezas), por ejemplo, en la voz del propio Montand, o de Charles Trenet, o
de Juliette Gréco, o de cualquiera de aquellos pobres diablos de la Comuna que
en 1871 creyeron poder subvertir el orden natural de las cosas (poder, dinero,
tiranía) antes de ser masacrados... todo resultaría casi inhumanamente
perfecto. Mejor apartemos la música: tanta perfección puede matar de felicidad.
Prisionero de nostalgias y amores o de aventuras y frustraciones, y sobre
todo de ese enésimo sorbo de calvados o de licor de pera, el viajero podrá
sentirse tentado de saltar al muelle, robar una gabarra y navegar en sentido
contrario, río arriba, hasta pasar bajo las gárgolas insomnes de Notre Dame y
plantarse en las rampas de piedra que van a dar a la segunda isla, Île
Saint-Louis, refugio de escritores, artistas, músicos, cineastas... En una guía
de París de reciente publicación podía leerse algo así como que no había
edificios históricos especialmente interesantes en la isla. Eso es algo así
como despachar de un ignorante plumazo todo el catálogo de palacetes y
palacios, de mansiones, de mansardas y portales con entrada de carruajes, el
estudio en el que Camille Claudel esculpió, amó a Rodin y se volvió loca de
celos, la espalda de la catedral de Notre Dame...
En la isla de Saint-Louis (uno de los lugares más embriagadores y, por
tanto, más exclusivos y, por tanto, más caros de la ciudad), pero sobre todo en
el vecino barrio del Marais, están las casas de los ricos aristócratas que, en
los días anteriores y posteriores a la toma de la Bastilla -sangriento, heroico
y excesivo 1789-, tuvieron que salir zumbando para evitar que la cuchilla de
Monsieur Guillotin cercenara sus ilustres cabezas. Pero París y sus hijos están
acostumbrados al jaleo: los hunos entraron en la ciudad a sangre y fuego en el
año 451; los vikingos llegaron por el Sena en el siglo IX; en 1789, los
revolucionarios más hartos de tiranía y más ávidos de sangre real también
disfrutaron bastante con el derramamiento de hemoglobina, sustituyendo los
excesos del poder por los de aquel que persigue el poder (qué tema tan
moderno); la Comuna resistió mientras pudo y como pudo el cruel asalto de las
fuerzas al servicio de la tiranía, que acabaron matando a más de 25.000
personas en la semana sangrienta de mayo de 1871; casi un siglo después, los
díscolos bisnietos y tataranietos de aquellos parisienses ocuparon la calle al
grito -tan romántico y, ay, pelín impostor- de "¡bajo los adoquines, la
playa!"; y antes, los habitantes de París (no todos, no siempre, el
periodo de la ocupación ha generado muchas dudas, y en este punto resulta tan
imprescindible como placentero leer a escritores como Patrick Modiano e Irène
Némirovsky) resistieron al invasor alemán, al que plantaron cara en las
barricadas...
Una ciudad capaz de las
más embriagadoras ensoñaciones románticas y de las más salvajes escenas de
guerra urbana. Una ciudad que ama. Una ciudad que vive. Una ciudad que sufre.
Una ciudad que resiste...
Zola, Balzac, Perec, Céline, Victor Hugo, Julio Cortázar... son otros de
los bardos que mejor y con más conocimiento escribieron sobre esta ciudad
imposible, gris, poética, hostil y deseable como una cortesana que esconde sus
encantos tras un biombo de cristal. El viaje al final de la noche, la
novela publicada en 1932 por el colaboracionista filonazi y genio literario
llamado Louis-Ferdinand Destouches (Céline), padre del inolvidable Bardamu, uno
de los antihéroes más gloriosos de la historia de la literatura, resume ese
crisol que el amante fiel de París guarda en el baúl de sus recuerdos: las
calles, las plazas, los puentes, la tristeza, la sinrazón de la guerra, la
soberbia, la penuria... todo está ahí, toda la vida pululando por las páginas
de un libro que arranca en esa Place de Clichy del París más canalla, donde las
putas y los borrachos se cuentan -se contaban- sus mentiras y sus verdades...
mucho antes de que Pigalle se viera salpicado de civilización y bares ultracool,
en lo que supone un intenso aunque vano intento de borrar los difuminados
viejos tiempos de perdición. Los tiempos del Moulin Rouge, La Goulue y el
contrahecho Toulouse-Lautrec saludando a las meretrices de la noche.
Otras visiones, más alucinantes,
maravillosas, son las que nos brindan Cortázar en su inmortal Rayuela o
Georges Perec en la muy recomendable La vida, instrucciones de uso. El
cine de Clouzot, de Carné, de Truffaut, de Godard, de Bresson... las fotos de
Atget, de Doisneau, de Cartier-Bresson, de Capa, de Nadar, de Daguerre... y
ahora las mil y una fotos incluidas en lo que podría llamarse ya el libro
definitivo de París en imágenes: París, retrato de una ciudad, editado
por Taschen, un catálogo de pasiones, resumen de una ciudad y sus hijos
pródigos y díscolos. La vida diletante en los viejos cafés literarios y sus
temibles / irrepetibles camareros vestidos de blanco y negro, los pobres en las
calles llenas de barro y los ricos en sus tronos de oro, Gustave Eiffel encaramado
al vértigo de una torre que no se acababa nunca, Montmartre y Montparnasse como
grutas del arte y de la literatura, los jardines, los teatros, los cines, el
Sena... todo cabe en esta inmensa recopilación del spleen de París hecha
libro.
Cae el telón: subir a la azotea del Centro Pompidou, las manos en el
bolsillo, un día de primavera a las siete de la tarde, y mirar a ningún sitio,
que en París es como mirar a todas partes, dejar a los ojos que deambulen con
pereza por los tejados, las cúpulas, las avenidas, las colinas, el río, el
cielo, la Torre Eiffel... y luego cerrarlos para inventarse su propio París, un
lugar que sigue haciéndose cada día y cada noche, a golpe de sensaciones, en la
cabeza y en el alma prisionera de sus peregrinos.
O no. También están los raros de la vida que sostienen que París no es para
tanto. Ellos sabrán.
París, retrato de una ciudad, está editado por
Jean Claude Gautrand y publicado por Taschen
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