Los escritos de Camus, Koestler y Dos Passos sobre la
pena de muerte invitan a pensar en la nueva soberanía política
Manifestación en Manhattan polo caso Sacco-Vancetti, 1927 |
Si hubiera que elegir una sola imagen, tan honesta como completa, que
resumiese con la fuerza del relato vivido todas las razones que pueden
esgrimirse contra la pena de muerte, ninguna sería tan clara como la historia
que cuenta Albert Camus al comienzo de sus Reflexiones sobre la guillotina,
reeditadas ahora en castellano por Capitán Swing. En 1914 se produjo en Argelia
un crimen especialmente execrable (porque comportaba ensañamiento con menores),
que despertó las iras de la opinión pública contra el asesino. El padre de
Camus unió su honrada indignación a la de la muchedumbre enfurecida que
reclamaba para el culpable la ejecución pública en la guillotina. A través de
los recuerdos de su madre, el escritor reconstruye cómo se vivió en su hogar el
día del cumplimiento de la sentencia: su padre se levantó antes del amanecer
para sumarse a la multitud que se agolpaba en el escenario del patíbulo;
acabada la ceremonia, regresó a casa, pálido y trastornado, se tumbó un momento
en la cama, vomitó largamente y nunca más volvió a decir una palabra sobre
aquel asunto. "En lugar de pensar en los niños asesinados", comenta
Camus, "sólo podía pensar en ese cuerpo jadeante que acababan de arrojar
sobre una tabla para cortarle el cuello".
Los alegatos contra la pena de muerte y la documentación en la que se
apoyan no han dejado de aumentar desde los tiempos de Beccaria y Voltaire hasta
nuestros días, en los que se han sumado a ellos los conocidos ensayos de
Norberto Bobbio o Mario Marazziti, y sobre todo el clásico Reflexiones sobre
la horca de Arthur Koestler, cuya argumentación es tan variopinta como
demoledora y que se reúnen en la misma compilación que las de Camus ya citadas
y las de Jean Bloch-Michel. Igualmente eficaz, en cuanto testimonio, es el Ante
la silla eléctrica (Errata Naturae), el libro con el que John Dos Passos
empeñó su recién ganado prestigio como autor de Manhattan Transfer para
intentar a contrarreloj salvar la vida de Sacco y Vanzetti, los dos anarquistas
italoamericanos finalmente ejecutados en Massachusetts en 1927 tras un proceso
judicial más que dudoso y un penoso espectáculo de difamación jaleado por los
poderes públicos. En todos ellos encontramos los mismos elementos de este
drama: la presentación de ciertos delitos como algo tan abominable que la justicia
ordinaria parece insuficiente para castigarlos; la canalización política y
periodística de todos los malestares sociales difusos o latentes hacia los
culpables de tales acciones, convertidos en chivos expiatorios que permiten al
público sentirse víctima ofendida, santificar sus bajas pasiones y rechazar su
corresponsabilidad colectiva en la persistencia de esos males; y la miseria y
la vergüenza que se despliegan en los procesos de castigo, que frecuentemente
—recordemos A sangre fría, de Truman Capote, cuyo título evoca por sí
solo la ambigüedad de la pena— convierten el castigo en una condena a una
tortura que, al ser peor que la muerte, la hace aparecer como una liberación
deseable; y, finalmente, el asco y la descomposición —sentimientos que sólo pueden
combatirse con el endurecimiento anímico provocado por la repetición constante
y la aceptación social— que emanan de la indignidad y la indigencia de la
venganza cumplida en los sórdidos escenarios de las ejecuciones, tanto más
grises cuando las ejecuciones dejaron de ser públicas; cosa que, como nos
enseñó Michel Foucault, no ocurrió porque el poder se humanizase y se
avergonzase de su propia fuerza, sino porque era cada vez más difícil evitar
que el pueblo experimentase en esa exhibición, más que el temor al cruel
destino que aguarda al delincuente, la figura de un duelo desigual entre una
instancia que lo puede todo y un individuo cuya única resistencia posible
radica en su cuerpo desnudo e inerme.
¿Por qué, entonces, y tal como nos muestra cada año Amnistía Internacional,
la invocación de la "humanidad" puede tan poco contra la pervivencia
de la pena capital? Tras la falsa justificación por la "ejemplaridad"
del castigo se oculta la concepción —arraigada aunque arcaica— de la soberanía
política como poder de disponer arbitraria y exorbitantemente de las vidas de
los súbditos que se expresa, de modo tan majestuoso como nauseabundo, en ese
acto inevitablemente equívoco. Y esta concepción nos hace a menudo olvidar que
el monopolio de la violencia legítima por parte del Estado tiene como fin el
hacer cesar el ciclo de las venganzas, que el incuestionable derecho a castigar
—tan fácilmente transmutado en furor puniendi— nació para detener la guerra, no
para continuarla por otros medios. Como dice Camus, "cuando la justicia
suprema sólo consigue hacer vomitar al hombre honesto al que se había
comprometido a proteger, parece difícil seguir creyendo que está destinada,
como debiera ser su función, a proporcionar más paz y orden a la ciudad".
¿Podemos aplicar esto también a nuestros días? Es cierto que ahora el poder que
nos es más próximo expresa su majestad disponiendo arbitrariamente de los
sueldos, las pensiones o los servicios sociales de los ciudadanos, pero algo
nos dice que la soberanía que así se enseñorea de nuestros bolsillos, como el
poeta dijo de la vida, está en otra parte.
Reflexiones sobre la pena de muerte. Albert Camus. Arthur
Koestler. Introducción de Jean Bloch-Michel. Traducción de Manuel Peyrou.
Capitán Swing. Madrid, 2012. 232 páginas. 18,50 euros.
Ante la silla eléctrica. John Dos
Passos. Traducción de Alba Montes Sánchez. Errata Naturae. Madrid, 2011. 192
páginas. 19,90 euros.
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