sábado, 25 de febreiro de 2012

Los años del hambre


La autarquía, fruto del nacionalismo exagerado, tuvo efectos devastadores.
Hasta 1952 España no empezó a recuperar los niveles de vida que tuvo en 1935
Con el mercado negro nació una nueva clase: los estraperlistas
Los resultados de las investigaciones en la historia económica del franquismo son unánimes y coinciden en señalar la profundidad y duración de la depresión que sufrió la economía española durante los años cuarenta. Basta echar un vistazo a la evolución de las macromagnitudes más significativas -producción agraria e industrial, comercio exterior, inversión, PIB o PIB per cápita- para hacerse una idea de la magnitud del desastre.
Para la mayor parte de los españoles fueron, sencillamente, los años del hambre, del estraperlo, de la escasez de los productos más necesarios, del racionamiento, de las enfermedades, de la falta de agua, de los cortes en el suministro de energía, del hundimiento de los salarios, del empeoramiento de las condiciones laborales, del frío y los sabañones.
La otra cara de la moneda fue la restauración de la propiedad privada, la recuperación de los beneficios de las empresas y de la banca, el desvergonzado enriquecimiento de los grandes estraperlistas protegidos del Régimen y el restablecimiento de los privilegios de la Iglesia y el Ejército.
Además de su intensidad, el otro rasgo característico de la depresión de los cuarenta fue su larga duración: hasta 1951 y 1952 no se recuperaron los índices del PIB y PIB per cápita, respectivamente, de 1935. No obstante, debe señalarse que la recuperación de los niveles de bienestar fue más tardía, como consecuencia de la apuesta del Régimen por la industria pesada, a costa del abandono de la agricultura y las industrias de consumo. Así, el nivel de consumo alimenticio de preguerra, en términos de calorías totales, solo se alcanzó a mediados de los años cincuenta y el consumo de algunos productos alimenticios de calidad se retrasó hasta entrados ya los sesenta. Comparativamente, la depresión posbélica española fue mucho más intensa y larga que la de los países europeos afectados por la Segunda Guerra Mundial.
Para el Régimen, la grave y prolongada depresión fue debida a los daños causados por la Guerra Civil, al aislamiento internacional y a las adversas condiciones climáticas.
Las destrucciones de la guerra deben ser, sin embargo, matizadas: fueron limitadas sectorial y territorialmente. Tan solo fueron verdaderamente importantes en los transportes y las infraestructuras. A ello hay que añadir la pérdida de las reservas internacionales, el endeudamiento, la desarticulación económica y los problemas monetarios. Los daños fueron pequeños en la agricultura, aunque algo mayores en la ganadería, muy escasos en la industria y la minería, limitados y muy localizados en la vivienda. En todo caso, fueron muy inferiores a los que sufrieron los países afectados por la Segunda Guerra Mundial.
Las pérdidas más graves, curiosamente olvidadas por el Régimen, fueron las de vidas humanas. Los cientos de miles de muertos en los frentes de batalla y en las retaguardias; las miles de víctimas de la represión tras el final de la guerra; los fallecidos por hambre, privaciones y enfermedades. Pero no solo fueron los muertos. Cientos de miles de españoles fueron víctimas de variados tipos de represalias y depuraciones, y la población penitenciaria alcanzó cifras extraordinarias. Finalmente, hay que tener en cuenta el capítulo de los exiliados, particularmente importante desde el punto de vista del capital humano. Resulta muy llamativo que incluso un personaje como Himmler aconsejara a Franco, durante su visita a Madrid, una política de menor rigor represivo y más favorable a la integración de la clase obrera en las estructuras del “Nuevo Estado”. La depuración ideológica y el retorno del fundamentalismo religioso fueron una pesada losa que impidió el desarrollo de la libertad y la iniciativa. La sociedad española fue una sociedad, además de empobrecida, temerosa. Para colmo de males, el lugar que dejaron vacío los científicos, intelectuales y maestros republicanos fue ocupado por elementos del Régimen que, generalmente, carecían de las cualidades y la preparación técnica necesaria.
El aislamiento internacional de España también debe matizarse. En primer lugar, hay que decir que fue más espectacular, por la retirada de embajadores y la condena de la ONU, que efectivo en términos económicos. Franco había contado con las simpatías de Churchill, de las grandes empresas americanas y de las finanzas internacionales; el comercio con Reino Unido y otros países europeos nunca se interrumpió, y la ayuda a Argentina fue fundamental para la supervivencia del Régimen.
Lo cierto es que, por encima de cualquier circunstancia, la duración y profundidad de la crisis no puede ser entendida sin situar en un primer plano la esencia política del Régimen, sus fundamentos y objetivos y la propia política económica desarrollada. Un Régimen nacido del apoyo directo de las potencias totalitarias y que se alineó de manera entusiasta con ellas hasta casi el final de la guerra. La situación de España en 1945 fue el resultado de una opción voluntaria de Franco que resultó equivocada.
El denominado bando nacional estaba conformado por una abigarrada mezcla de fuerzas conservadoras (burguesía y grandes propietarios agrarios), reaccionarias, como los tradicionalistas, el Ejército y la Iglesia e, incluso, algunas autoproclamadas revolucionarias, como Falange y las JONS. Estaban unidas por su oposición al progresismo de la República y por una serie de principios: nacionalismo, autoritarismo, corporativismo, ansias imperiales y rechazo del liberalismo, del socialismo y de las influencias culturales exteriores. Eran viejas ideas. Lo original en el Movimiento Nacional fue el carácter extremado de estos planteamientos.
Algunos dirigentes, entre los que podemos señalar al propio Franco y a su gran amigo el ingeniero naval militar Juan Antonio Suanzes, tenían ideas propias sobre economía y sobre la historia económica de España. Franco llegó a afirmar que las concepciones económicas del Nuevo Estado provocarían cambios en las teorías económicas vigentes. Sobre la situación del país, consideraban que el modelo liberal había sido el responsable del fracaso de España durante el siglo XIX, por lo que correspondía al Estado la tarea de industrializar el país. Un Estado fuerte, totalitario, capaz de imponer sus designios. Y no hablamos de personajes secundarios. Recordemos que Suanzes desempeñó la presidencia del INI desde su creación hasta 1963 y que ocupó la cartera de Industria y Comercio y la presidencia del Instituto Español de Moneda Extranjera entre 1945 y 1951.
El nacionalismo y el rechazo a lo extranjero culminaron en el ideal de la autarquía. Con el tiempo, y a la vista del fracaso, los dirigentes del Régimen intentaron cambiar la historia, afirmando que la autarquía había sido impuesta desde el exterior. Lo cierto es que las bibliotecas están llenas de libros y revistas donde se pueden encontrar centenares de textos de los más destacados dirigentes y economistas franquistas defendiendo el proyecto autárquico. El propio general no dejó dudas al respecto: “España es un país privilegiado que puede bastarse a sí mismo. Tenemos todo lo que hace falta para vivir y nuestra producción es lo suficientemente abundante para asegurar nuestra propia subsistencia. No tenemos necesidad de importar nada”.
Desgraciadamente para el país, el objetivo autárquico era una quimera y partía de la ignorancia de la teoría económica vigente. Para España, un país pequeño y atrasado, con un mercado interior pobre, con insuficiente ahorro, subdesarrollado científica y tecnológicamente, con un alto nivel de analfabetismo, con grave escasez de materias primas y bienes intermedios, mal dotado de productos energéticos y carente absolutamente de petróleo, era un suicidio.
El logro de la autarquía exigía el control estricto del comercio exterior. Los aranceles quedaron arrumbados ante instrumentos más poderosos de intervención como el comercio de Estado, las licencias y contingentes, los acuerdos bilaterales y, sobre todo, el control de cambios y el monopolio del comercio de divisas. En definitiva, las decisiones sobre lo que se podía o no importar se sustraían del ámbito empresarial y quedaban en manos de las autoridades. Para colmo de males, Franco, como otros dictadores, consideraba el tipo de cambio como un símbolo del prestigio internacional del país. El tipo de cambio de la peseta estuvo permanentemente sobrevalorado, agudizando los problemas de la balanza de pagos.
España se había beneficiado de manera extraordinaria de su neutralidad durante la Primera Guerra Mundial. Los países que permanecieron neutrales durante la Segunda Guerra lograron, igualmente, importantes beneficios. De manera inversa, la autarquía y la posición favorable al Eje perjudicaron gravemente al país.
La confianza del Régimen en que la autoridad, ejercida sin vacilaciones y acompañada de sanciones (incluida la pena de muerte), podía conseguir un orden económico más eficiente que el del mercado se consagró, incluso, como ley fundamental del Nuevo Estado. El Fuero del Trabajo proclamaba, en uno de sus puntos, de manera rotunda y castrense: “Se disciplinarán los precios”. La idea de que los precios podían “disciplinarse”, que podían someterse a las órdenes de la autoridad, muestra ignorancia y desprecio de los más elementales mecanismos económicos. Para desgracia de la mayor parte de los españoles, los precios, indisciplinados y maliciosos, se burlaron de las normas que pretendían sujetarlos bajo montañas de papel del BOE y se escaparon de las férreas, pero incompetentes, manos de los interventores, elevándose de forma incontenible.
La fijación de precios, el establecimiento de cupos y el racionamiento, así como la larga vigencia de estos mecanismos —que pueden tener un cierto éxito temporal en momentos de excepcionalidad—, tuvo efectos devastadores, aunque perfectamente esperables conforme a la teoría económica (previa a la revolución nacional-sindicalista, claro). Fijar precios oficiales por debajo de los que se alcanzarían en el mercado tiende a reducir la oferta, provoca un mayor deseo de consumo y genera un mercado negro. Los productores tenderán a producir bienes alternativos no sometidos a intervención y, por lo tanto, de precios libres, e intentarán reducir los costes, utilizando menos y peores insumos. En último extremo, preferirán dedicar sus productos a usos alternativos antes de entregarlos a los organismos de intervención a los bajos precios oficiales. En cualquiera de los casos, el resultado será el mismo: reducción de la oferta y precios más altos en el mercado negro. Estos efectos depresivos fueron particularmente graves en sectores como el energético y el de la construcción y rehabilitación de viviendas, consecuencia de la fijación de bajas tarifas y la congelación de los alquileres.
El establecimiento de racionamientos y cupos tuvo efectos similares. Resultaba imposible hacer coincidir los deseos de consumidores y productores con las cantidades asignadas y los precios que estaban dispuestos a pagar. Era frecuente el caso de un industrial cuyo cupo de una materia prima fuera insuficiente y estuviera dispuesto a adquirir cantidades adicionales a precios más altos. O el de un consumidor que tuviera derecho al racionamiento de un producto que para él carecía de valor, pero cuya cotización en el mercado fuera muy elevada. En todos estos casos de desajuste entre la demanda y los cupos o racionamientos asignados, el equilibrio solo podía conseguirse acudiendo a transacciones ilegales. Paradójicamente, el mercado negro sirvió para resolver, aunque fuera con extraordinarios costes, algunas de estas ineficiencias.
Evidentemente, había otra solución más barata y segura de conseguir cupos más elevados: acudir directamente a los organismos interventores. Si se contaba con las influencias políticas adecuadas, se podían conseguir pingües beneficios. La corrupción se convirtió así en otro de los rasgos característicos de la posguerra.
Socialmente, el mercado negro tuvo dos caras. Por un lado, la de los estraperlistas, una clase de nuevos ricos con hábitos de consumo y ostentación de riqueza que se hicieron célebres. Por otra parte, las clases populares de las grandes ciudades industriales, de mayoritaria filiación republicana.
Desde un punto de vista económico, el Nuevo Estado mostró una debilidad extrema. El raquitismo del presupuesto, consecuencia de un sistema fiscal insuficiente, anticuado, inflexible, ineficaz, injusto y minado por el fraude, dificultó la reconstrucción del país. Las elevadas exigencias de los gastos militares y de los cuerpos de seguridad y las necesidades del servicio de la deuda dejaban exhausto el presupuesto. Los gastos que podían mejorar las infraestructuras, el nivel educativo y la salud de los ciudadanos quedaron bajo mínimos. Acabar con aquella situación exigía una reforma fiscal que, necesariamente, tendría que haber afectado a los poderosos, y eso era, dada la esencia del Régimen, imposible.
Sin recursos y sin capacidad de aumentar los ingresos, el déficit de la hacienda resultaba inevitable. Los gobernantes optaron por una solución fácil a corto plazo, pero con efectos letales a medio y largo plazo. Se procedió a la emisión de deuda que, adquirida por los bancos, era monetizada mediante su pignoración en el Banco de España.
La monetización del déficit fue una fuente permanente de inflación y un saneado negocio para la banca que consolidó su poder sobre la economía española. Además, aumentó la injusticia fiscal ya que la inflación golpeó más duramente a las capas más desfavorecidas de la sociedad.
La inversión privada se mostró sumamente débil como consecuencia de las grandes incertidumbres generadas por la intervención y el futuro del Régimen. Por su parte, muchos de los recursos (tan escasos y valiosos) canalizados en inversiones públicas terminaron en grandiosos fracasos. Así sucedió con ENCASO, el buque insignia del INI, incapaz de suministrar los productos nacionales sustitutivos del petróleo.
En 1951 se produjo un cambio de Gobierno que incluía algunos ministros —Cavestany, Arburúa y Gómez de Llano— más o menos críticos con la política autárquica y partidarios de introducir reformas de signo liberalizador. Este cambio se había venido gestando desde hacía bastante tiempo. Los españoles, víctimas de tantas penalidades, empezaron a manifestar abiertamente su malestar, desencadenándose las primeras huelgas y protestas. También comenzaron a expresarse opiniones, dentro del propio Régimen, favorables a un cambio de rumbo.
Pero los cambios vinieron impulsados, fundamentalmente, desde el exterior, desde Estados Unidos, la gran potencia dominante en el mundo occidental. El estallido de la guerra fría, la caída de China en manos del Partido Comunista, la fabricación de la bomba atómica por la URSS y la guerra de Corea impulsaron el proceso de acercamiento hacia España. La ayuda americana, vital para el Régimen, tuvo, sin embargo, limitaciones cuantitativas y cualitativas; fue condicionada; exigió importantes contrapartidas y se mantuvo en un ámbito estrictamente bilateral.
Nuestro país estaba fuera de los organismos creados en Bretton Woods y del GATT; excluido del Plan Marshall y de la OECE; al margen de la UEP, de la CECA, del Acuerdo Monetario Europeo y del Tratado de Roma. La dictadura y la persistencia de planteamientos autárquicos e intervencionistas impidieron que España se beneficiase plenamente de la época dorada del capitalismo. A finales de los años cincuenta, la virtual quiebra exterior obligó a adoptar un programa de excepción, de nuevo gestado en el exterior: el Plan de Estabilización de 1959.
Tras el éxito del Plan, los años sesenta fueron, finalmente, los del desarrollo. Las causas no hay que buscarlas en la política económica interna, sino en el efecto de arrastre de una economía mundial en la mejor década de la historia. Sin embargo, el modelo de industrialización ocultaba problemas y carencias que se manifestarían al acabar la etapa de prosperidad: la economía seguía intervenida y fuertemente protegida, la hacienda mantenía todos sus defectos, el sistema financiero continuaba gozando de su posición oligopolista, persistía el atraso tecnológico, científico y educativo y se había levantado un sector industrial basado en tecnologías maduras y de elevados consumos energéticos.

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