La autarquía, fruto del nacionalismo exagerado, tuvo
efectos devastadores.
Hasta 1952 España no empezó a recuperar los niveles
de vida que tuvo en 1935
Con el mercado negro nació una nueva clase: los
estraperlistas
Los resultados de las investigaciones en la historia económica del
franquismo son unánimes y coinciden en señalar la profundidad y duración de la
depresión que sufrió la economía española durante los años cuarenta. Basta
echar un vistazo a la evolución de las macromagnitudes más significativas
-producción agraria e industrial, comercio exterior, inversión, PIB o PIB per cápita-
para hacerse una idea de la magnitud del desastre.
Para la mayor parte de los españoles fueron, sencillamente, los años del
hambre, del estraperlo, de la escasez de los productos más necesarios, del
racionamiento, de las enfermedades, de la falta de agua, de los cortes en el
suministro de energía, del hundimiento de los salarios, del empeoramiento de
las condiciones laborales, del frío y los sabañones.
La otra cara de la moneda fue la restauración de la propiedad privada, la
recuperación de los beneficios de las empresas y de la banca, el desvergonzado
enriquecimiento de los grandes estraperlistas protegidos del Régimen y el
restablecimiento de los privilegios de la Iglesia y el Ejército.
Además de su intensidad, el otro rasgo característico de la depresión de
los cuarenta fue su larga duración: hasta 1951 y 1952 no se recuperaron los
índices del PIB y PIB per cápita, respectivamente, de 1935. No obstante, debe
señalarse que la recuperación de los niveles de bienestar fue más tardía, como
consecuencia de la apuesta del Régimen por la industria pesada, a costa del
abandono de la agricultura y las industrias de consumo. Así, el nivel de
consumo alimenticio de preguerra, en términos de calorías totales, solo se
alcanzó a mediados de los años cincuenta y el consumo de algunos productos
alimenticios de calidad se retrasó hasta entrados ya los sesenta.
Comparativamente, la depresión posbélica española fue mucho más intensa y larga
que la de los países europeos afectados por la Segunda Guerra Mundial.
Para el Régimen, la grave y prolongada depresión fue debida a los daños
causados por la Guerra Civil, al aislamiento internacional y a las adversas
condiciones climáticas.
Las destrucciones de la guerra deben ser, sin embargo, matizadas: fueron
limitadas sectorial y territorialmente. Tan solo fueron verdaderamente
importantes en los transportes y las infraestructuras. A ello hay que añadir la
pérdida de las reservas internacionales, el endeudamiento, la desarticulación
económica y los problemas monetarios. Los daños fueron pequeños en la
agricultura, aunque algo mayores en la ganadería, muy escasos en la industria y
la minería, limitados y muy localizados en la vivienda. En todo caso, fueron
muy inferiores a los que sufrieron los países afectados por la Segunda Guerra
Mundial.
Las pérdidas más graves, curiosamente olvidadas por el Régimen, fueron las
de vidas humanas. Los cientos de miles de muertos en los frentes de batalla y
en las retaguardias; las miles de víctimas de la represión tras el final de la
guerra; los fallecidos por hambre, privaciones y enfermedades. Pero no solo
fueron los muertos. Cientos de miles de españoles fueron víctimas de variados
tipos de represalias y depuraciones, y la población penitenciaria alcanzó
cifras extraordinarias. Finalmente, hay que tener en cuenta el capítulo de los
exiliados, particularmente importante desde el punto de vista del capital
humano. Resulta muy llamativo que incluso un personaje como Himmler aconsejara
a Franco, durante su visita a Madrid, una política de menor rigor represivo y
más favorable a la integración de la clase obrera en las estructuras del “Nuevo
Estado”. La depuración ideológica y el retorno del fundamentalismo religioso
fueron una pesada losa que impidió el desarrollo de la libertad y la
iniciativa. La sociedad española fue una sociedad, además de empobrecida,
temerosa. Para colmo de males, el lugar que dejaron vacío los científicos,
intelectuales y maestros republicanos fue ocupado por elementos del Régimen
que, generalmente, carecían de las cualidades y la preparación técnica
necesaria.
El aislamiento internacional de España también debe matizarse. En primer
lugar, hay que decir que fue más espectacular, por la retirada de embajadores y
la condena de la ONU, que efectivo en términos económicos. Franco había contado
con las simpatías de Churchill, de las grandes empresas americanas y de las
finanzas internacionales; el comercio con Reino Unido y otros países europeos
nunca se interrumpió, y la ayuda a Argentina fue fundamental para la
supervivencia del Régimen.
Lo cierto es que, por encima de cualquier circunstancia, la duración y
profundidad de la crisis no puede ser entendida sin situar en un primer plano
la esencia política del Régimen, sus fundamentos y objetivos y la propia
política económica desarrollada. Un Régimen nacido del apoyo directo de las
potencias totalitarias y que se alineó de manera entusiasta con ellas hasta
casi el final de la guerra. La situación de España en 1945 fue el resultado de
una opción voluntaria de Franco que resultó equivocada.
El denominado bando nacional estaba conformado por una abigarrada mezcla de
fuerzas conservadoras (burguesía y grandes propietarios agrarios),
reaccionarias, como los tradicionalistas, el Ejército y la Iglesia e, incluso,
algunas autoproclamadas revolucionarias, como Falange y las JONS. Estaban
unidas por su oposición al progresismo de la República y por una serie de
principios: nacionalismo, autoritarismo, corporativismo, ansias imperiales y
rechazo del liberalismo, del socialismo y de las influencias culturales
exteriores. Eran viejas ideas. Lo original en el Movimiento Nacional fue el
carácter extremado de estos planteamientos.
Algunos dirigentes, entre los que podemos señalar al propio Franco y a su
gran amigo el ingeniero naval militar Juan Antonio Suanzes, tenían ideas
propias sobre economía y sobre la historia económica de España. Franco llegó a
afirmar que las concepciones económicas del Nuevo Estado provocarían cambios en
las teorías económicas vigentes. Sobre la situación del país, consideraban que
el modelo liberal había sido el responsable del fracaso de España durante el
siglo XIX, por lo que correspondía al Estado la tarea de industrializar el
país. Un Estado fuerte, totalitario, capaz de imponer sus designios. Y no
hablamos de personajes secundarios. Recordemos que Suanzes desempeñó la
presidencia del INI desde su creación hasta 1963 y que ocupó la cartera de
Industria y Comercio y la presidencia del Instituto Español de Moneda
Extranjera entre 1945 y 1951.
El nacionalismo y el rechazo a lo extranjero culminaron en el ideal de la
autarquía. Con el tiempo, y a la vista del fracaso, los dirigentes del Régimen
intentaron cambiar la historia, afirmando que la autarquía había sido impuesta
desde el exterior. Lo cierto es que las bibliotecas están llenas de libros y
revistas donde se pueden encontrar centenares de textos de los más destacados
dirigentes y economistas franquistas defendiendo el proyecto autárquico. El
propio general no dejó dudas al respecto: “España es un país privilegiado que
puede bastarse a sí mismo. Tenemos todo lo que hace falta para vivir y nuestra
producción es lo suficientemente abundante para asegurar nuestra propia
subsistencia. No tenemos necesidad de importar nada”.
Desgraciadamente para el país, el objetivo autárquico era una quimera y
partía de la ignorancia de la teoría económica vigente. Para España, un país
pequeño y atrasado, con un mercado interior pobre, con insuficiente ahorro,
subdesarrollado científica y tecnológicamente, con un alto nivel de
analfabetismo, con grave escasez de materias primas y bienes intermedios, mal
dotado de productos energéticos y carente absolutamente de petróleo, era un
suicidio.
El logro de la autarquía exigía el control estricto del comercio exterior.
Los aranceles quedaron arrumbados ante instrumentos más poderosos de
intervención como el comercio de Estado, las licencias y contingentes, los
acuerdos bilaterales y, sobre todo, el control de cambios y el monopolio del
comercio de divisas. En definitiva, las decisiones sobre lo que se podía o no
importar se sustraían del ámbito empresarial y quedaban en manos de las
autoridades. Para colmo de males, Franco, como otros dictadores, consideraba el
tipo de cambio como un símbolo del prestigio internacional del país. El tipo de
cambio de la peseta estuvo permanentemente sobrevalorado, agudizando los
problemas de la balanza de pagos.
España se había beneficiado de manera extraordinaria de su neutralidad
durante la Primera Guerra Mundial. Los países que permanecieron neutrales
durante la Segunda Guerra lograron, igualmente, importantes beneficios. De
manera inversa, la autarquía y la posición favorable al Eje perjudicaron
gravemente al país.
La confianza del Régimen en que la autoridad, ejercida sin vacilaciones y
acompañada de sanciones (incluida la pena de muerte), podía conseguir un orden
económico más eficiente que el del mercado se consagró, incluso, como ley
fundamental del Nuevo Estado. El Fuero del Trabajo proclamaba, en uno de sus
puntos, de manera rotunda y castrense: “Se disciplinarán los precios”. La idea
de que los precios podían “disciplinarse”, que podían someterse a las órdenes
de la autoridad, muestra ignorancia y desprecio de los más elementales
mecanismos económicos. Para desgracia de la mayor parte de los españoles, los
precios, indisciplinados y maliciosos, se burlaron de las normas que pretendían
sujetarlos bajo montañas de papel del BOE y se escaparon de las férreas, pero
incompetentes, manos de los interventores, elevándose de forma incontenible.
La fijación de precios, el establecimiento de cupos y el racionamiento, así
como la larga vigencia de estos mecanismos —que pueden tener un cierto éxito
temporal en momentos de excepcionalidad—, tuvo efectos devastadores, aunque
perfectamente esperables conforme a la teoría económica (previa a la revolución
nacional-sindicalista, claro). Fijar precios oficiales por debajo de los que se
alcanzarían en el mercado tiende a reducir la oferta, provoca un mayor deseo de
consumo y genera un mercado negro. Los productores tenderán a producir bienes
alternativos no sometidos a intervención y, por lo tanto, de precios libres, e
intentarán reducir los costes, utilizando menos y peores insumos. En último
extremo, preferirán dedicar sus productos a usos alternativos antes de
entregarlos a los organismos de intervención a los bajos precios oficiales. En
cualquiera de los casos, el resultado será el mismo: reducción de la oferta y
precios más altos en el mercado negro. Estos efectos depresivos fueron
particularmente graves en sectores como el energético y el de la construcción y
rehabilitación de viviendas, consecuencia de la fijación de bajas tarifas y la
congelación de los alquileres.
El establecimiento de racionamientos y cupos tuvo efectos similares.
Resultaba imposible hacer coincidir los deseos de consumidores y productores
con las cantidades asignadas y los precios que estaban dispuestos a pagar. Era
frecuente el caso de un industrial cuyo cupo de una materia prima fuera
insuficiente y estuviera dispuesto a adquirir cantidades adicionales a precios
más altos. O el de un consumidor que tuviera derecho al racionamiento de un
producto que para él carecía de valor, pero cuya cotización en el mercado fuera
muy elevada. En todos estos casos de desajuste entre la demanda y los cupos o
racionamientos asignados, el equilibrio solo podía conseguirse acudiendo a
transacciones ilegales. Paradójicamente, el mercado negro sirvió para resolver,
aunque fuera con extraordinarios costes, algunas de estas ineficiencias.
Evidentemente, había otra solución más barata y segura de conseguir cupos
más elevados: acudir directamente a los organismos interventores. Si se contaba
con las influencias políticas adecuadas, se podían conseguir pingües
beneficios. La corrupción se convirtió así en otro de los rasgos
característicos de la posguerra.
Socialmente, el mercado negro tuvo dos caras. Por un lado, la de los
estraperlistas, una clase de nuevos ricos con hábitos de consumo y ostentación
de riqueza que se hicieron célebres. Por otra parte, las clases populares de
las grandes ciudades industriales, de mayoritaria filiación republicana.
Desde un punto de vista económico, el Nuevo Estado mostró una debilidad
extrema. El raquitismo del presupuesto, consecuencia de un sistema fiscal
insuficiente, anticuado, inflexible, ineficaz, injusto y minado por el fraude,
dificultó la reconstrucción del país. Las elevadas exigencias de los gastos
militares y de los cuerpos de seguridad y las necesidades del servicio de la
deuda dejaban exhausto el presupuesto. Los gastos que podían mejorar las infraestructuras,
el nivel educativo y la salud de los ciudadanos quedaron bajo mínimos. Acabar
con aquella situación exigía una reforma fiscal que, necesariamente, tendría
que haber afectado a los poderosos, y eso era, dada la esencia del Régimen,
imposible.
Sin recursos y sin capacidad de aumentar los ingresos, el déficit de la
hacienda resultaba inevitable. Los gobernantes optaron por una solución fácil a
corto plazo, pero con efectos letales a medio y largo plazo. Se procedió a la
emisión de deuda que, adquirida por los bancos, era monetizada mediante su
pignoración en el Banco de España.
La monetización del déficit fue una fuente permanente de inflación y un
saneado negocio para la banca que consolidó su poder sobre la economía
española. Además, aumentó la injusticia fiscal ya que la inflación golpeó más
duramente a las capas más desfavorecidas de la sociedad.
La inversión privada se mostró sumamente débil como consecuencia de las
grandes incertidumbres generadas por la intervención y el futuro del Régimen.
Por su parte, muchos de los recursos (tan escasos y valiosos) canalizados en
inversiones públicas terminaron en grandiosos fracasos. Así sucedió con ENCASO,
el buque insignia del INI, incapaz de suministrar los productos nacionales
sustitutivos del petróleo.
En 1951 se produjo un cambio de Gobierno que incluía algunos ministros
—Cavestany, Arburúa y Gómez de Llano— más o menos críticos con la política
autárquica y partidarios de introducir reformas de signo liberalizador. Este
cambio se había venido gestando desde hacía bastante tiempo. Los españoles,
víctimas de tantas penalidades, empezaron a manifestar abiertamente su
malestar, desencadenándose las primeras huelgas y protestas. También comenzaron
a expresarse opiniones, dentro del propio Régimen, favorables a un cambio de
rumbo.
Pero los cambios vinieron impulsados, fundamentalmente, desde el exterior,
desde Estados Unidos, la gran potencia dominante en el mundo occidental. El
estallido de la guerra fría, la caída de China en manos del Partido Comunista,
la fabricación de la bomba atómica por la URSS y la guerra de Corea impulsaron
el proceso de acercamiento hacia España. La ayuda americana, vital para el
Régimen, tuvo, sin embargo, limitaciones cuantitativas y cualitativas; fue
condicionada; exigió importantes contrapartidas y se mantuvo en un ámbito
estrictamente bilateral.
Nuestro país estaba fuera de los organismos creados en Bretton Woods y del
GATT; excluido del Plan Marshall y de la OECE; al margen de la UEP, de la CECA,
del Acuerdo Monetario Europeo y del Tratado de Roma. La dictadura y la
persistencia de planteamientos autárquicos e intervencionistas impidieron que
España se beneficiase plenamente de la época dorada del capitalismo. A finales
de los años cincuenta, la virtual quiebra exterior obligó a adoptar un programa
de excepción, de nuevo gestado en el exterior: el Plan de Estabilización de
1959.
Tras el éxito del Plan, los años sesenta fueron,
finalmente, los del desarrollo. Las causas no hay que buscarlas en la política
económica interna, sino en el efecto de arrastre de una economía mundial en la
mejor década de la historia. Sin embargo, el modelo de industrialización
ocultaba problemas y carencias que se manifestarían al acabar la etapa de
prosperidad: la economía seguía intervenida y fuertemente protegida, la
hacienda mantenía todos sus defectos, el sistema financiero continuaba gozando
de su posición oligopolista, persistía el atraso tecnológico, científico y
educativo y se había levantado un sector industrial basado en tecnologías
maduras y de elevados consumos energéticos.
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