16/01/2011
El historiador y profesor Gabriel Cardona, fallecido recientemente, ha
dejado una obra póstuma sobre las Fuerzas Armadasy el Golpe de 1981.
"Estoy en condiciones de asegurar que si Juan Carlos hubiera apoyado el
pronunciamiento, este habría triunfado rapidamente". Afirma él mismo, uno
de los pocos militares declaradamente demócratas de aquel tiempo -había
participado en la fundación de la Unión Militar Demócratica (UMD) en el
franquismo-, vivió la intentona del 23-F en un cuartel que se preparaba
"para salir". Su testimonio aparece a pocas semanas del 30º
aniversario del golpe
La tarde del 23 de febrero de 1981 llegué al cuartel de Sant Boi, a diez
kilómetros de Barcelona, cuando los carros y blindados estaban repostando y
municionándose por si tenían que "salir". Durante años,
"salir" fue un eufemismo que significaba sacar las tropas del cuartel
con intención política. En aquel momento parecía a punto de suceder.
Muchos militares estaban convencidos de que más pronto o más tarde tendrían
que "salir" para evitar "el avance de los rojos", "la
marcha de la revolución", "la división de España" o cualquier
otro de los lugares comunes repetidos, día tras día, y que, a fuerza de oírlos,
habían adquirido categoría de indiscutibles.
La vieja derecha repetía asiduamente estas ideas, en especial Fuerza
Nueva, que era lo contrario de lo que indica su nombre, como sucede tantas
veces en la política. Se trataba de un partido falangista que se presentaba entre
banderas enarboladas por unos cuantos muchachos de buena familia, acompañados
por Carmina Ordóñez y otras guapas, con palmito y boina roja, exhibidos entre
los broncos cánticos de la Guerra Civil, los alaridos patrióticos, las
pancartas insultantes y las pintadas de "Ejército al poder", porque
Blas Piñar, su líder, había dicho: "El Ejército español es un ejército político,
porque surgió de una contienda política, y estamos en un estado de guerra civil
universal. Queramos o no, la guerra no ha terminado".
(...) La Base de Automovilismo era una unidad técnica, con obreros
civiles y soldados, cuyos mandos procedíamos de diversas "armas
combatientes" o bien de cuerpos especialistas. El teniente coronel jefe
había causado baja por ascenso y mandaba accidentalmente un comandante
apellidado Guerra, limitado y ferviente meapilas, con quien me llevaba bien,
quizá porque yo también estaba a punto de ascender a comandante. El ambiente
entre la oficialidad poco tenía que ver con las unidades normales, pues aquí
los franquistas eran escasos y mayoría los demócratas; una extraña excepción en
el conjunto del Ejército.
Cuando llegué a la sala de oficiales, mi jefe tomaba una cerveza. Le vi
meditabundo, aunque tranquilo, y pregunté qué pasaba.
-Nada, que la Guardia Civil ha ocupado las Cortes y ahora se va a nombrar
un Gobierno provisional.
No respondí a su tranquila convicción, que me dejó helado.
El barullo había comenzado a media tarde, con la llegada de siete
autobuses de la Guardia Civil a la Carrera de San Jerónimo, mientras en las
Cortes se votaba la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo, presentado por el Rey
como candidato a presidente. Poco después, Jaime Milans del Bosch, capitán
general de Valencia, declaró el estado de guerra y sacó las tropas a la calle.
Nada se sabía de las restantes guarniciones y, como todos los militares de Sant
Boi conocíamos la forma de pensar de los demás, nadie abría la boca si sus
interlocutores no eran de toda confianza. Pese a la avidez de noticias, las
comunicaciones no podían ser más cautelosas.
Fui encontrándome con los oficiales demócratas, escuchamos la radio e
intercambiamos informaciones para hacernos cargo de la situación. Decidimos
vigilar los movimientos de la unidad acorazada, cuya "salida" quizá
habría que impedir.
(...) En el compás de espera, el teniente coronel Villanueva, jefe de la
agrupación blindada, entró en el bar anexo a la sala de oficiales de la Base de
Automovilismo. Tuve la impresión de que pretendía trabar conversación y se lo
facilité con la mirada.
-¿Qué tal, Cardona?
-Nada, mi teniente coronel, esperando que acabe este lío.
-Y tú, ¿qué crees?
-Pienso en el 18 de julio de 1936. Se produjo una situación que muchos
oficiales veían clara y otros no tanto. Sin embargo, todos tuvieron que decidir
poniéndose a un lado u otro.
No dijo nada y aproveché la oportunidad para continuar.
-Era una decisión complicada y peligrosa, porque a quienes salieron con
el bando equivocado les fusilaron por traidores.
Me miró interesado, sin abrir la boca.
-Siempre hay que saber con quién se sale -continué-. Está claro que un
militar puede perder la vida por su profesión, eso lo aprendemos en la
academia; pero no quisiera que el día de mañana mi mujer y mis hijos se
avergonzaran porque salí en el bando equivocado y me fusilaron por traidor. O
por ingenuo.
Él pareció quedar pensativo. Poco después entró en el bar como una tromba
el coronel José María Valdés Cavanna, su jefe en el Regimiento de Caballería
Numancia, y lo llamó aparte. Salieron del bar, pero Villanueva dejó entornada
la puerta y pude escuchar el vozarrón de Valdés.
-He llamado al teniente general Milans del Bosch y he puesto el
regimiento a sus órdenes.
Estuvimos calculando de qué modo podríamos evitar que los tanques y
blindados del Regimiento Numancia, acuartelados en Sant Boi, se unieran al
golpe. Éramos conscientes de que una de las claves del éxito o fracaso del
pronunciamiento en Cataluña era la actitud de aquella fuerza acorazada.
El coronel Valdés Cavanna, jefe del Regimiento Numancia, era un
franquista bastante loco, pero, en cambio, el teniente coronel Villanueva era
un militar normal, que se había mostrado nervioso en las primeras horas del
pronunciamiento y acababa de cruzar conmigo unas cuantas frases, a partir de
las cuales nadie podía asegurar de qué lado estaba. Cuando ambos hicieron su
aparte, pude escuchar como Villanueva daba a su jefe una respuesta muy correcta
y profesional.
-Nuestro jefe no es Milans del Bosch, sino el capitán general de Cataluña
(Pascual Galmés), a quien debemos obediencia. Además, he hablado con algunos
oficiales y la situación no está nada clara.
No pude ver la cara del coronel, pero me la imaginé. Se marchó refunfuñando
a otro local donde estaban los oficiales de su regimiento, que tampoco
aceptaron la idea de desobedecer al propio capitán general. Ignoro lo que hizo
tras su segundo fracaso, pero no volvimos a verlo en toda la noche.
Poco después del golpe, el ministro de Defensa, Alberto Oliart, ascendió
a general a Valdés Cavanna.
(...) El capitán general de Zaragoza, Antonio Elícegui Prieto, amigo de
Milans del Bosch, estaba decidido a sumarse al golpe y recibía además las
presiones del teniente coronel Juan Vicente Grande Sáenz de Cenzano, jefe de su
segunda sección de Estado Mayor. En la Academia General, el coronel jefe de
estudios, Hipólito Fernández-Palacios Núñez, comenzó a telefonear a
simpatizantes con los golpistas y a Capitanía General comentando que, según
como evolucionara la situación, debería tomar el mando y deponer al general
director, el demócrata Luis Pinilla Soliveras. Pasadas las diez de la noche, Elícegui
telefoneó a Pinilla preguntándole qué opinaba de lo ocurrido en el Congreso y
si contaba con la Academia General. La respuesta fue: "Con la Academia sí,
pero no con su general". Elícegui entendió que Pinilla era capaz de
movilizar la Academia contra él, e inició una ronda de estériles conferencias
telefónicas; durante la que habló varias veces con Quintana Lacaci (capitán
general de Madrid) para preguntarle qué haría, "porque algo habría que
hacer".
(...) En Sant Boi habíamos pasado horas sobre ascuas y, al anunciarse la
lectura del mensaje real, estábamos ante el televisor con una tensión enorme y,
desde luego, armados. Esperábamos que el Rey condenara el golpe, pero no estábamos
seguros. A las 0.50 apareció en pantalla, con uniforme de capitán general del
Ejército de Tierra y gesto muy serio. Condenó el golpe, pidió disciplina y
reiteró su apoyo a la Constitución. La redacción acusaba el estilo conservador
de Fernández Campo y el tono resultaba excesivamente soso. El mensaje terminó a
la 1.14 del 24 de febrero de 1981. Tras tantas horas de angustia, los españoles
merecíamos más ilusión, pero todo se había resuelto desde el poder, en un
enredo palaciego donde los de a pie no contábamos.
Cuando el Rey terminó de hablar, permanecimos en completo silencio.
Finalmente, el comandante Guerra se levantó y dijo:
-Pues no ha dicho nada.
-Pues yo creo, mi comandante, que lo ha dicho todo -replicó vivaz el
teniente Rodero, que nunca tuvo pelos en la lengua.
-¿Sabéis que os digo? Esto se ha terminado; en consecuencia, todos a la
cama, que ya es hora -corté yo, y todos nos decimos a marchar.
Sin embargo, no lo hicimos. Estábamos seguros del fracaso de Tejero, pero
vacilamos al ver en televisión la llegada al Congreso de la pequeña columna con
cascos y correajes blancos de la Policía Militar que dirigía Pardo Zancada. En
un primer momento creímos que pretendían detener a los sublevados, pero pronto
vimos que los soldados tenían una actitud extraña. A través de las ventanas
iluminadas del edificio nuevo, les vimos moverse con tranquilidad y
comprendimos que se habían unido a los rebeldes. A la misma conclusión llegaron
los telespectadores de toda España y los propios diputados cuando algunos
soldados entraron a curiosear en el hemiciclo. Creyeron que el Ejército se había
unido al golpe y se descorazonaron.
(...) El Rey llamó de nuevo a Valencia a las cuatro y ordenó al capitán
general (Milans del Bosch) que retirara el bando del estado de guerra. Los
generales Urrutia, Caruana y el teniente coronel Pacheco, de su Estado Mayor,
opinaron que debía hacerlo. Y cuando, a las 4.35, telefoneó a Armada, este le
dijo que también pensaba que era lo mejor. Hacía ya varias horas que una voz anónima
había dicho por la red de radio de las tropas desplegadas en la III Región
Militar:
-¡Señores! Estamos haciendo el ridículo. Vámonos a casa.
Jaime Milans del Bosch ya no era un jovencito y estaba agotado por tantas
horas de tensión. Pidió al teniente coronel Pacheco que redactara un escrito
para la retirada de las tropas. Con aspecto abatido, llamó personalmente a La
Zarzuela.
-Señor, he redactado un texto, siguiendo vuestras órdenes, para dejar sin
efecto el manifiesto.
El Rey estuvo seco y cortante.
-Léeselo a Sabino.
Lo recitó lentamente y Fernández Campo se lo fue repitiendo al Monarca
hasta que este se cansó:
-¡Dile que lo mande por télex!
A las 5.15, el terminal de La Zarzuela tecleó: "Recibidas
instrucciones dictadas por Su Majestad el Rey y garantizado el orden y la
seguridad ciudadana en el ámbito de esta región...". Milans del Bosch se
rendía. Armada todavía parecía leal y seguía enredando. Tejero quedaba
abandonado, en compañía de Pardo Zancada y del marino Camilo Menéndez Vives,
rebelde por su cuenta. Habían planeado el golpe contando con que les seguiría
el Ejército, que pensaban franquista. Y en eso no se equivocaron, pero
precisamente por eso se quedaron solos. Los militares del franquismo estaban
acostumbrados a obedecer órdenes ciegamente. Simpatizaban con el golpe, pero
pasaron toda la noche esperando una orden que nunca llegó. Finalmente,
recibieron el mensaje del Rey y obedecieron. El espíritu franquista había dado
el golpe. El mismo espíritu franquista lo hacía fracasar.
(...) Me había quedado dormido y alguien me despertó. Era el teniente
Venancio.
-¡Mi capitán, mi capitán! Los tanques de Valencia se retiran.
Me crucé con Pedro Velloso Romero, un comandante de caballería destinado
en el mismo acuartelamiento, pero en distinta unidad. Era un militar muy
marcado por la Guerra Civil, en la que dos tíos suyos, los tenientes coroneles
Romero Bassart, tuvieron importantes papeles enfrentados: uno de ellos pertenecía
a la Guardia Civil y fue el verdadero defensor del Alcázar de Toledo, pese a
que la fama se la llevara el coronel José Moscardó; y el otro, aviador
republicano, desempeñó diversos cargos, entre ellos, comandante militar de Málaga.
Pedro seguía la línea de su tío derechista, pero tenía un estupendo carácter,
siempre fuimos amigos y nos respetamos las ideas.
En cuanto me vio, le faltó tiempo.
-Que conste que el Rey lo sabía.
-Hombre, Perico, que somos amigos y sabemos lo que pensamos. ¡No me
enrolles ahora con estas cosas! Si el Rey hubiera estado detrás, todos los
capitanes generales lo habrían seguido y la cuestión se hubiera resuelto en un par
de horas.
Sabía que era cierto y se calló, pero el argumento fue repetido
insistentemente por los simpatizantes del golpe para exculpar a los suyos. Poco
a poco, republicanos de diversas tendencias cogieron la onda y acusaron al Rey
de promover el golpe para asegurar la monarquía. Treinta años después, la opinión
de los españoles continúa polarizada. Para unos, el Rey hizo fracasar el golpe,
y para otros, lo promovió. La verdad es mucho más compleja: si hubiera apoyado
el pronunciamiento, se habría decidido en su primera ronda de llamadas a los
capitanes generales, y el Ejército en bloque se habría pronunciado, como en
1923 con Alfonso XIII y Miguel Primo de Rivera. Que, a pesar de su ideología,
el Ejército pasara la noche del 23-F en sus cuarteles fue la mejor prueba de
que el Rey no apoyaba el golpe. -El historiador y profesor Gabriel Cardona,
fallecido recientemente, ha dejado una obra
póstuma sobre las Fuerzas Armadas y el golpe de 1981. "Estoy en
condiciones de asegurar que
si Juan Carlos hubiera apoyado el pronunciamiento, este habría triunfado
rápidamente", afirma.
Él mismo, uno de los pocos militares declaradamente demócratas de aquel
tiempo
-había participado en la fundación de la Unión Militar Democrática (UMD)
en el franquismo-,
vivió la intentona del 23-F en un cuartel que se preparaba "para
salir".
Su testimonio aparece a pocas semanas del 30º aniversario del golpe
Las torres del honor, de Gabriel Cardona.
Editorial Destino. Precio: 20 euros. Se publica el 18 de enero.
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