Durante la guerra civil de Sudán, 27.000 niños huyeron de las bombas y
los machetes buscando refugio. Uno de ellos ha regresado ahora para ayudar a
construir su país. Esta es su historia
ÁLVARO DE CÓZAR 23/01/2011
Ilustración de Eduardo Altube |
Una noche de noviembre de 1987, una tremenda explosión despertó a Jacob
Akeck Deng en su choza de Duk Padiet, junto al Nilo blanco, en el sur de Sudán.
Los insurgentes habían llegado armados con machetes y fusiles y estaban quemándolo
todo. Jacob, de siete años, gritó el nombre de su madre y de sus hermanas, pero
nadie le respondió. El humo se espesaba en el bosque. Su sobrino Monyroor,
siete años mayor que él, le dijo: "Vamos, pequeño tío, es hora de irse. Cúbrete
la boca y la nariz". Jacob buscó una vez más a su madre. Monyroor insistió:
"Vamos, debemos irnos ahora". Los dos niños se adentraron en el
bosque y ya no pararon de correr.
Años antes, en 1983, había comenzado la segunda guerra civil en Sudán. El
norte, árabe y musulmán, y el sur, negro y cristiano y animista, se enfrentaban
nuevamente tras 11 escasos años de paz. Las incursiones de las tribus del norte
en los pueblos de la frontera habían llenado de sangre los machetes. Unos
27.000 niños hicieron lo mismo que Jacob: correr y escapar. Muchos de estos niños
perdidos, como se les ha llamado, que habían emprendido la huida, acabaron
en campos de refugiados en Etiopía para pasar luego a ciudades de Estados
Unidos, Australia o Canadá. Otros tantos murieron en el viaje. Jacob fue de los
que sobrevivieron y ahora ha regresado a Sudán del Sur. Como miles de sureños,
votó por el sí en el referéndum de secesión del pasado 9 de enero. Su plan es
montar una escuela en ese nuevo país que surgirá.
Volvamos a la escapada de Jacob y Monyroor. Este había pasado un mes solo
en el bosque para prepararse para la edad adulta y hacer crecer su coraje. A su
regreso había traído la cola de un león y varias cicatrices en el cuerpo. Era lógico,
pues, que tanto Jacob como otros niños que se les habían ido sumando en el
camino siguieran a Monyroor como un líder. Estuvieron cuatro meses andando.
Huyeron de las bestias y de los soldados enemigos, sufrieron hambre y sed.
"En una ocasión", recuerda Jacob, "teníamos que cruzar un río
para poder llegar a Etiopía. Uno de los chicos se lanzó al agua y un cocodrilo
se abalanzó sobre él. Lo partió en dos. Me impresionó ver cómo el cocodrilo se
divertía con él. Los demás habíamos visto cómo el agua se llenaba de sangre,
pero sabíamos que no había otra alternativa que cruzar el río a nado. 'Bueno',
pensé, 'quizá no sea todavía tu momento'. Me metí en el agua y llegué hasta la
otra orilla".
Cuando llegaron a Etiopía, las cosas no fueron mucho mejor. No había
casas, no había infraestructuras, nada. El grupo de Jacob estaba formado por
unos 30 niños. Algunos de ellos empezaron a tener enfermedades mentales. Se
comportaban como animales. Se subían a los árboles y comían hojas, salían
corriendo gritando el nombre de las vacas o de su madre, se tiraban al agua y
desaparecían o se metían en la selva para no volver a salir.
"La gente de los pueblos cercanos empezó a considerarlos como
fantasmas. Les llamaban los niños del bosque. A algunos los mataron
ellos". "Creo que no pasé por eso porque siempre tuve mi alma
despierta y porque mi madre me había dado esperanza. Siempre pensaba que no había
llegado mi momento".
La guerra estalló en Etiopía en 1991 y Jacob tuvo que volver a salir
corriendo. "Mirábamos a los pollos. Si estos empezaban a correr, sabíamos
que había que ponerse en marcha porque eso significaba que volvían los
ataques". Con el apoyo de las tropas del Movimiento de Liberación de la
Gente de Sudán (SPLM, en sus siglas en inglés), los niños regresaron a Sudán
del Sur, donde la guerra continuaba. En una ocasión bebieron agua de un tanque
contaminado con diésel y cayeron enfermos. Tras cinco semanas en su país de
origen, reemprendieron la marcha, esta vez hacia la frontera con Kenia.
Llegaron con los pies destrozados y los metieron en otro campamento de
refugiados. Allí les daban clases bajo un árbol; pero con la poca comida que
recibían, a Jacob se le hacía difícil concentrarse. "Yo quería ir a la
escuela, así que decidí cruzar la frontera otra vez. Cambié mis ropas por
tabaco y luego el tabaco por cabras. Regresé a Kenia con las cabras y las vendí.
El dinero me permitió empezar en una escuela de verdad y luego me ayudaron
algunas personas de Naciones Unidas, como Joaquina Rodríguez. Es como mi madre,
una española que me permitió seguir yendo a clases".
Un buen día de 1999, Jacob vio su nombre escrito en un tablón de la
escuela. Era una lista de los niños que serían acogidos en distintas ciudades
de Estados Unidos. "Claro, me puse muy contento, pero duró poco, porque
resultó que otro niño que no estaba en la lista se había hecho pasar por mí.
Una vez más pensé que no era mi momento".
El suyo no llegó hasta 2003. Jacob era ya un adulto al que se le ofrecía
la oportunidad de viajar a Canadá y estudiar en la Universidad. Con su mujer,
Jenty, otra niña refugiada, partieron hacia Nueva Escocia. "Cuando llegué,
estuve atontado durante dos semanas. Todo estaba allí. En el campo no sabías
nada sobre el día de mañana, pero allí todo estaba programado. Te levantabas,
te duchabas, un autobús venía a recogerte. Y al día siguiente era igual. Me di
cuenta de que yo solo había existido, pero no había vivido. Empecé a sentirme
culpable por la gente que dejaba atrás. Supongo que eso en parte es lo que me
ha hecho volver".
Jacob ha regresado a casa con su ONG,
Wadeng Wings of Hope (www.wadeng.org), para construir una escuela. Cuando se
reencontró con sus hermanas, una de ellas casi se desmaya. Todo el mundo
pensaba que estaba muerto. Se escribió un libro sobre sus andanzas, A hare
in the elephant trunk (Una liebre en la trompa del elefante) y su historia
ha sido mil veces recontada en el pueblo a los niños. "Creo que los países
occidentales han conseguido lo que tienen gracias a la educación. Ahora hemos
tenido un referéndum y pronto seremos un país nuevo e independiente. Eso está
muy bien, pero creo que ahora debemos centrarnos en dar esperanzas a este
pueblo. Y eso se consigue gracias a la educación. Ese debe ser nuestro plan
B".
Ningún comentario:
Publicar un comentario