Martí y Borja de Riquer, padre e hijo, han compilado en una ambiciosa
obra los mejores Reportajes de la Historia: desde la peste de Atenas
contada por Tucídides hasta la guerra de Irak y, en medio, relatos de Marco
Polo, Julio César, Chateaubriand, De Gaulle, Chaplin o Gorbachov. "La
fuerza del valor testimonial de lo narrado por quien ahí estuvo acaba dejando
en segundo término la supuesta objetividad".
CARLES GELI
01/01/2011
Dos cámaras registran para un programa televisivo la explicación de Borja
de Riquer (Barcelona, 1945), sentado frente a un grueso volumen de actas de
1909: los notarios de Barcelona se negaban a hacer testamento a su enemigo
de clase Francisco Ferrer i Guardia y el bisabuelo del historiador, como
decano del Colegio de Notarios, cogió a su hijo entonces joven pasante y
estuvieron toda la noche preservando las últimas voluntades del que iba a ser
ajusticiado pocas horas después en el castillo de Montjuïc, acusado falsamente
de haber promovido la revuelta de la Semana Trágica. "Ferrer hizo gala de
una serenidad extraordinaria, pensando en todo; igual eso acabó de impactar aún
más en mi pariente, que luego estuvo casi 15 días enfermo".
El episodio del bisabuelo podría haber formado parte, tranquilamente, de Reportajes
de la Historia (Acantilado), donde el historiador, junto a su padre, el
medievalista y académico Martí de Riquer (Barcelona, 1914), compilan 153
momentos extraídos de 26 siglos de humanidad narrados siempre por testimonios
directos, cuando no por los mismísimos protagonistas.
Es inevitable que las anécdotas que pueblan esos episodios salpiquen la
conversación tras su compromiso televisivo con el autor, que admite que la génesis
del libro está en su labor de profesores universitarios: "Mi padre llevaba
los originales de trovadores y cronistas a clase y los comentaba; y yo,
documentos hemerográficos; de ahí salió la idea en 1962 de recoger hechos
presenciales en un libro para Planeta destinado a la venta domiciliaria y que
tuvo mucho éxito; por ello lo ampliamos en 1972 y ahora lo hemos
actualizado".
(Jenofonte, en plena
retirada de los 10.000, oye decir al general Clearco: "Un soldado debe
temer más a su jefe que al enemigo"; Plinio el Joven se sacude la túnica
de la ceniza que le impide casi andar y ve cómo la gente se ata con cintas
almohadas a la cabeza para preservarse de las piedras que lanza el Vesubio
antes de sepultar del todo a Pompeya).
Riquer (el Joven, también) aún recuerda las listas de grandes
acontecimientos y personajes relevantes confeccionadas por ambos antes de la
inevitable criba. Pero, al parecer, eso no fue lo más duro sino la que es otra
de las características de las casi 3.000 páginas que conforman los dos volúmenes:
procurar que los relatos no excedieran de una treintena de folios cada uno,
hallando los fragmentos más significativos o, en su defecto, en algunos casos
comprimiéndolos. "Este siempre ha sido un libro avanzado: esta manera de
saber fragmentado y al que puedes acudir desordenadamente y dejar es hoy muy
del tiempo", reflexiona.
Tampoco le preocupa con exceso que la premisa del libro (episodios
contados por quien los vivió, con toda la carga de subjetividad que ello
conlleva) pueda desvirtuar el calificativo de histórico. "Es cierto que la
objetividad es relativa, pero la fuerza del valor testimonial, de lo narrado
por quien ahí estuvo acaba dejando en segundo término la supuesta
objetividad". O sea, ¿es el libro una reivindicación tácita del testigo y
su relato? "Un poco sí, se trata de intentar recuperar el documento de época
frente a la manipulación, por así decirlo, del historiador; claro, tomar
el testimonio directo, sin más, tiene riesgos, es parcial, pero ese relato es
vivo, muy representativo y vital para hacerse una idea de cómo pensaba la gente
en ese momento; entras en la mentalidad de la época y eso muchas veces se
olvida a la hora de hacer Historia; por ejemplo, leyendo a los clásicos te das
cuenta de que las masacres eran para ellos una cosa bastante natural... Sí,
reivindico al testigo directo con toda su subjetividad y, si se quiere,
perversidad, pero que lo hace respondiendo a los valores del momento". Y
ahí está la explicación a que en el libro no haya textos del gran Herodoto:
"Él es un historiador, no un cronista, explica historias de donde no había
estado; aquí hemos intentado buscar al periodista de cada momento: se trata de
explicar los hechos históricos en su propia salsa".
(El "siete veces la
longitud de su pie" alto y corpulento Carlomagno, aparte del guisado de
caza -su manjar preferido-, deglutía cuatro platos en la comida principal;
claro, se levantaba cuatro o cinco veces por la noche porque no podía dormir;
quizá por ello tenía bajo la almohada hojas de pergamino para practicar las
letras, cuenta el escritor de su corte Einhard. Un cruzado anónimo relata, tras
la conquista de Jerusalén, que en la toma del templo de Salomón "los
nuestros andaban con sangre hasta los tobillos" y que de los sarracenos
muertos se hacían "montones tan altos como casas").
Quizá traicionado por el déjà vu de la proximidad histórica, el
lector puede tener la sensación de que se da una grandeza y una voluntad de
enseñanza moral en los textos antiguos mucho más elevada que en los contemporáneos.
Así, Tucídides describe la peste de Atenas para que "en el caso de que un
día sobreviniera de nuevo se estaría en las mejores condiciones para no errar
en el diagnóstico". "Es el tema de la historia como maestra de vida,
que nos ha enseñado lo que pasó y que ha de decirnos cómo comportarnos en el
presente y en el futuro", recita Borja de Riquer, que cree que parte de
esa sensación se da porque "en los siglos XIX y XX hay mucha más cantidad
de textos y, en consecuencia, su calidad es más desigual, y también porque hay
mucho más personaje; en ese sentido, Mijaíl Gorbachov es el gran protagonista
de la caída de la URSS, si bien sus escritos parecen informes al Politburó".
No, no es sólo un tema de cantidad y calidad. "Es cierto, el
discurso con mira histórica o humanística no se da tanto; ahí esta Lawrence de
Arabia, por ejemplo, narrando una empresa en la que se siente superior como
occidental". Una pose que le recuerda a Borja de Riquer la que exhiben
Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo en sus Episodios de la conquista de
México, uno de los fragmentos preferidos del compilador "por el
detallismo y por la actitud relativamente cínica de creídos, de exhibir su
supuesta superioridad militar y moral". En cualquier caso, esa preocupación
universal de los antiguos en sus textos, ¿es fruto de que eran más cultos, en
general? "En algunos casos, así es, pero ojo, que ahí está por ejemplo
Charles de Gaulle, que escribe de maravilla; o Winston Churchill, que leía
directamente en latín y también sabía griego".
(Los gritos de histeria y
las carreras eran infinitas: habían atentado contra Fernando el Católico en la
segunda escalinata de la plaza del Rey de Barcelona: el archivero real Pere
Miquel Carbonell estaba ahí; le asestaron a aquél un golpe de espada al cuello;
tras larga y delicada deliberación, se optó por dar al monarca siete puntos de
sutura; se salvó; al magnicida, paseado por la ciudad, "en una calle,
haciendo parar el carro, le sacaron un ojo y en otra calle, otro ojo y otro puño
(...) en las
otras calles, lo desmembraron hasta sacarle el cerebro". Más civilizado, a
Chateaubriand, de la visita al General Washington le sorprendió que viviera en
"una casa modesta y sin sirvientes" y que tuviera ese "aire
calmo" y fuera propietario de una llave de la Bastilla; en su opinión,
Bonaparte no le resistía la comparación).
Son centenar y medio de testimonios, pero pudieron haber sido casi otros
tantos. "Faltan textos de Asia y África, por ejemplo; nos quedamos con las
ganas de dar algún testimonio sobre las masacres en Ruanda; a otro nivel,
buscamos algún buen testimonio de la crisis financiera de estos últimos años",
admite Borja de Riquer que, sin embargo, justifica la inclusión de episodios
tan surrealistas como la presencia de unos hermanos chinos que habían nacido
unidos en un espectáculo en París, o la de un toledano en la misma ciudad en
1803 que se somete a pruebas como baños en aceite hirviendo o masajes
con hierros candentes los cuales soporta sin dolor y sin que quede señal de
quemadura alguna, como refleja con asombro el periodista del Journal des Débats
y testifican unos médicos por carta unos días después en el mismo rotativo.
"Son aquellas cosas que tanto le gustan a mi padre, esos sucesos entre
costumbristas y estrambóticos pero que explican perfectamente cómo era la
sociedad del momento".
Lo que sí puede garantizar Borja de Riquer es que todos los textos tienen
"una calidad literaria notable", tanto que eso ha hecho que se
descartaran algunos cronistas como el mítico reportero John Reed para el
episodio de la Revolución rusa, sustituido por todo un H. G. Wells que, encima,
entrevista a Lenin. "Está menos comprometido que Reed y, encima, escribe
mejor", zanja el historiador.
Quizá todos los que han quedado en los estantes domésticos -"la
mayoría de los originales están en nuestra casa", expone con sencillez
Riquer el Joven, constatando así el poso de cultura de una familia que ha dado
para un libro como Quinze generacions d'una familia catalana (Quaderns
Crema)- puedan recogerse en volúmenes posteriores, testimonios que convivirán
con la locura de textos testimoniales que facilitan los nuevos medios.
"Internet tiene el peligro del intruso; es, hoy por hoy, muy
distorsionante y fácilmente manipulable; es un canal que ha de acabar teniendo
algún tipo de filtro de calidad y verosimilitud porque si no, no servirá".
Para la Historia no vale, pues, cualquier reportero.
(El interrogador eclesiástico pregunta a
Juana de Arco cómo era el Arcángel Miguel que dice que se le apareció y si tenía
cabellos. "¿Por qué se los habrían cortado?", responde. "¡Hagamos
llorar a las damas de San Petersburgo¡, recuerda haber escuchado el Barón de
Marbot en plena batalla de Austerlitz cuando la caballería napoleónica
aniquilaba el regimiento ruso de los guardias a caballo comandado por el príncipe
Repnin "hundiéndoles los sables hasta el puño"; Goebbels ya anota en
su diario el 4 de noviembre de 1943, tras un primer bombardeo de Berlín por los
ingleses, fantasmas de mal augurio: "Me parece grotesco y casi como si
fuera obra del diablo que mientras el buen tiempo prevalece en todos los
sectores donde los soviets dan muestras de actividad, sea rematadamente malo en
los puntos en que atacamos nosotros"; Charles Chaplin, escribe en sus
memorias, huyó de incógnito de Nueva York una madrugada "encerrado
ignominiosamente en mi camarote, atisbando a través de la portilla" para
evitar así la temible citación para declarar ante el Comité de Actividades
Antinorteamericanas, en la temible caza de brujas...).
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