El autor
italiano escribió en 1954 tres relatos que iban a formar parte de una novela
hecha a base de episodios sobre la formación de un joven en los años del
fascismo. Hasta el momento se mantenían inéditos en castellano
PEIO H. RIAÑO
MADRID 16/01/2011 08:50
A los 16 años era un chico
tardío, andaba bastante atrasado en muchas cosas, hasta que llegó el verano de
1940. Entonces escribió una comedia en tres actos, tuvo un amor y aprendió a
montar en bicicleta. Esas vacaciones, el joven Italo Calvino también conoció lo
que era un ataque aéreo, el saqueo de poblaciones abandonadas, el éxodo, la
mezquindad humana, la pompa del fascismo, la moral en ruinas, los pasillos del
colegio convertidos en campamentos, el apetito insaciable de los ejércitos, el
final de la ilusión y el principio del compromiso.
Treinta y dos años antes
de que escribiera Las ciudades invisibles, pasaba por la edad en la que
"a cada cosa nueva que se adquiere, uno está convencido de haberla tenido
siempre". Un tiempo en que se descubre que sólo los grandes días pueden
tener grandes noches. San Remo se había encogido en un cascarón ante la Segunda
Guerra Mundial y él estorbaba. El fascismo se había colado por todas las
grietas de la vida común, pero él caminaba entre ellas sin uniforme, libre de
pensamiento y midiéndose con los compañeros que se entregaban al régimen.
No era un fascista como
Dios manda, pero eso él todavía no lo sabía. Su antifascismo era incipiente.
Faltaban todavía tres años para que desertara una vez le llamaron a filasy se
uniera a las Brigadas Partisanas Garibaldi, junto con su hermano, mientras sus
padres eran arrestados como rehenes de los alemanes. Eran tiempos en los que
hojeaba revistas ilustradas con vistas de las ciudades de Inglaterra desde un
avión cargado de bombas que caían sobre ellas a racimos.
"No sabíamos lo que
quería decir y hojeábamos sus páginas distraídos", escribe Calvinosobre
aquellas imágenes de los bombardeos en el relato Las noches de la UNPA,
el último de los tres escritos inéditos al castellano hasta el momento, que
publicará esta semana Siruela bajo el título de La entrada en guerra.
Ciertamente, se repite la misma idea en ellos: eran tiempos en los que no se
sabía aún lo que era el terror. Ya sonaban las sirenas antiaéreas, ya las
pisadas de las botas de cuadrillas de los camisas negras velando la noche, ya
tenía una precoz vocación de opositores al fascismo, aunque tuviera que
participar en las actividades del GIL, la Gioventù Italiana del Littorio, las
juventudes fascistas de Mussolini, fundada en 1937. A pesar de todo, el terror
todavía no era más que una pesadilla.
Escribir para salvar algo
y dejar en alguna parte un rastro. Estirar unos signos para retener lo que
escapa. Un escritor hecho a las costuras de la tercera persona trazando su
memoria en primera a principios de los años cincuenta sin haber cumplido los
30. Italo Calvino se coloca al borde de la Segunda Guerra Mundial en estos tres
relatos, para medirse con el lirismo autobiográfico. Una vez aplacado el
convulso neorrealismo de la inmediata posguerra, la literatura se adentraba en
el uso de la memoria en busca de los caminos de la moralidad y la aventura.
Dentro de su universo
En Mundo escrito y
mundo no escrito, recopilación de artículos y ensayos, publicado también
por Siruela, se encuentran todos los temas que ocuparon al escritor, desde la
lectura, la escritura, la literatura fantástica, la ciencia, la historia o la
antropología En uno de ellos se descubre a sí mismo, con fino sarcasmo, como un
ser menguado en las capacidades de sus cinco sentidos: "Carezco de oído,
no soy un olfato degustador, mi sensibilidad táctil es imprecisa y soy
miope". Afortunadamente, memoria no le faltó nunca a Italo Calvino.
"Como todo aquel que
se lanza a una incursión, confía en volver cargado con un gran botín, no en
enriquecer con sus despojos al adversario", resume sus intenciones con
esta narrativa de sus primeros recuerdos el propio autor en la introducción de La
entrada en la guerra, en la edición publicada por la editorial Einaudi, en
1954. Él mismo apunta que podrían haber sido los primeros capítulos de una
novela que, a través de episodios de una adolescencia de provincias, seguía la
formación de un joven en la Gran Guerra. Pero de ese proyecto Calvino sólo hizo
este tríptico de relatos que se reúnen ahora.
Así, a los primeros besos
le siguen las sirenas y los uniformes, y la arbitrariedad de la existencia se
dispara: "Había una guerra y todos éramos sus prisioneros", cuenta,
para aclarar que él ya era consciente de que decidiría sobre sus vidas, pero no
sabía cómo.
"Este libro trata a
la vez de una transición de la adolescencia a la juventud y de una transición
de la paz a la guerra: como para muchos otros, para el protagonista del libro
la entrada en la vida y la entrada en la guerra coinciden",
como reconoce en el citado prólogo, donde asegura que en estos momentos que
recuerda por escrito, la guerra es algo de lo que aún se sabe poco.
Si poco sabe de la guerra,
menos de sí mismo. Lo peor que le puede pasar a nadie es entrar en una crisis
de identidad en plena formación y auge del fascismo. "El pueblo pensaba
yo. ¿Eran el pueblo esos reclutas? ¿El pueblo estaba bien o mal? ¿Era fascista
el pueblo? El pueblo de Italia Y yo, ¿quién era yo?", escribe ante los
saqueos de su escuadrilla de GIL en un pueblo de la costa, cerca de
Ventimiglia, en la frontera con Francia.
A pesar de ello, se
reconoce como un niño privilegiado gracias a las indicaciones de unos padres
que le hacían reconocer el fascismo en sus ropas, sus peinados, sus saludos, su
intolerancia, su soberbia, para alejarse de ellas. Calvinoera un adolescente
que se alegraba, en medio de todo aquello, porque su uniforme era ropa
arrinconada que conservaba "un triste, polvoriento olor a almacén",
apunta en el relato más redondo de los tres, Los escuadristas en Menton.
Humillaciones del rebaño
Es en este escrito donde
descubre a una juventud atrapada por la rapiña y la miseria de las
escuadrillas. Borregos que son conducidos por la costa norte, cerca de las
nuevas fronteras con Francia, para recibir a un destacamento de semejantes españoles.
Mientras la espera llega se desata el pillaje, el centurión les arenga para que
arrasen con una villa: "¡Todo lo que hay aquí es nuestro, y nadie puede
decirnos nada!". Ese grupo de chavales tiene una hora y cuarto para
arramplar con todo lo que les entre en los abrigos, amenazados de ser apartados
del resto como haya uno de ellos que no se lleve nada. Sería un "imbécil"
y, repite el jefe Bizantini: "¡Yo me avergonzaría de estrechar su
mano!". Los aplausos a la arenga no convencieron al joven Calvino.
En la misma escena, un
coche descapotable pasa a toda prisa con un fascista impoluto rodeado de sus
generales con los trajes de fiesta. Es la guerra, tiempo de propaganda. Al
joven Calvino el duce le impresionó por su bisoñez. Una maravillosa
instantánea movida descrita por el autor, en la que Mussolini aparece como un
muchacho "sano como una manzana", con su cráneo al cero, la piel
tersa, la mirada alegre, camino del frente.
"Estábamos
en guerra, la guerra que él había querido, y él iba en coche con los
generales", con su uniforme nuevo, cruzando a la carrera los pueblos para
que le reconociera la gente. Sólo buscaba la complicidad de los demás, cuenta
Calvino, con algún remordimiento por no concedérsela, por no dejarse llevar por
el juego y poner en peligro la fiesta del fascista.
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